La madurez militante

(Aparecido originalmente en el nº 43 de Ekintza Zuzena, de diciembre de 2016)

Hemos de aceptar que actualmente existe un divorcio entre el anarquismo y el resto de la población. Cuando se plantea abiertamente esta circunstancia la mayoría de anarquistas suelen afrontarla con tres actitudes que considero igualmente erróneas: negación, aceptación orgullosa y desesperación por enmendarlo a cualquier precio.

La negación es fácilmente identificable y sin embargo es uno de los aspectos que menos nos cuestionamos. Es incómodo sonreír y no tener los dientes tan limpios como se esperaba. La negación parte de una concepción pueril y dogmática del anarquismo que podríamos resumir así: el anarquismo es una idea superior; sus adeptos, superhombres o supermujeres; la Anarquía (como concepto abstracto) sustituye a Dios. ¿División entre el pueblo y el anarquismo? Gilipolleces. El anarquismo es lo mejor, insuperable, incuestionable, incriticable; el pueblo es anarquista, sólo que no lo sabe ¡hay que despertarlo!; siendo los mejores y moralmente superiores al resto, nos toca iluminar al pueblo; nuestro descrédito actual se debe exclusivamente a la manipulación mediática y al tándem Estado/Capital; no tenemos ninguna responsabilidad; volveremos a ser grandes; la revolución está cerca; vamos a nuestros locales a regodearnos con esta idea.

Este pensamiento lo relaciono con nuestra infancia militante. Es lo que sucede cuando uno se entusiasma con algo de forma ciega, acrítica, cuando nos gusta sentirnos pertenecientes a un grupo por la propia idea de pertenencia (identitarismo social), pero sin necesidad de trabajar por un objetivo concreto. Es la mentalidad infantil del groupie o del hincha de fútbol; su ídolo o su equipo son intocables, matarían por él, pero todo ese fanatismo lo concentran en un objeto superior y por ello ajeno a ellos mismos. Esta idea, ingenua pero tremendamente autodestructiva, no acepta ni admite el autoanálisis ni la autocrítica necesaria para detectar fallos, implementar estrategias y hacer que los objetivos anarquistas puedan dotarse de realidad a corto plazo. Ha sustituido la militancia real por las consignas, la simbología, los mitos y el folclore. Su campo de trabajo es la nostalgia y la escolástica; construir la revolución hoy, día a día, destruiría su idealización de un movimiento y un pasado.

Tenemos después la aceptación orgullosa ante esa separación con la gente de a pie. Puede que esta actitud sea el resultado de una salida traumática de la anterior etapa, de un choque con la realidad; puede también que sea el fruto de un contacto poco satisfactorio con los demás. Este período de descreimiento y hostilidad hacia el resto, de encerrarse altivamente en un mismo, lo asocio con la etapa adolescente de nuestra militancia. Esta actitud, entendible en un principio, poco a poco tiende a degenerar en la más abyecta autocomplacencia.

Como anarquistas es lógico sentir aversión hacia a lo que nos rodea, no sentirse identificados con la sociedad que nos ha tocado, sentirse distanciados de sus usos y costumbres, humillantes y opresivos. Pero la cuestión es si esta distancia la sentimos hacia la opresión o hacia los oprimidos. Hay gente muy orgullosa de su anarquismo, tanto que lo considera un artilugio exquisito y complicado, de uso restringido, no apto para ineptos. Creen situarse con Albert Libertad en su oposición a los pastores y a los rebaños, pero sólo odian a los rebaños, y del rebaño a las ovejas más raquíticas y tullidas. Buscan grados de perfección, encerrados en herméticos círculos de retroalimentación, y todo lo que suene a popular, inculto, sucio, pobre, “lumpen”, les da alergia. Como los anteriores, pero en este caso con desprecio hacia la “gente normal”, no quieren mezclarse con nada que no huela a ideología, porque cualquier contacto con la realidad rompería su perfecto concepto de una idea de invernadero, protegida de la luz y el aire tras un cristal. No pueden enfrentarse a la contradicción, al error, al fracaso. No sienten empatía, y su anarquismo es un monstruo cerebral pero sin corazón ni entrañas. Piensan a sí mismos en clave anarquista, y le ponen al término bonitos apellidos, pero son tristes aristócratas. Pueden sentirse amparados por Stirner, Zo d’Axa o La Boétie y su férula contra la servidumbre voluntaria, pero la verdad es que siguen ciegamente a Nietzsche, Sade o Spencer en el desprecio hacia el esclavo, recitando aquello de “que los pobres y débiles perezcan, primer principio de nuestro amor a los hombres. Y que se les ayude a morir”1. Sienten por la “plebe” lo mismo que el marqués o el empresario, pero lo disimulan tras la bandera negra y la jerga intelectual robada de la última novedad editorial. Ya lo decía Agustín Hamon: “contemplan al pueblo desde las serenas alturas donde moran y que la vil multitud jamás alcanzará. Se creen y se llaman a sí mismos superiores a la raza humana. Son libertarios… para ellos y autoritarios para los demás”2. Son el paso previo a una senectud amargada, incapaz de establecer contacto con la realidad, con sus actores, con la gente de carne y hueso; incapaces de contactar con la vida al fin. En su mente todo es perfecto, ¿por qué exiliarse de ella y salir a la calle? No moverse, quedarse quieto, ese es el secreto de la perfección; si no te mueves no hay margen de error. Quizás no sean felices, pero lo encubren tras una terrible sensación de superioridad que les hace sentirse orgullosos de no querer saber nada de los problemas de los demás; problemas que quizás, sin darse cuenta, puedan ser los suyos mismos.

Finalmente tenemos la desesperación, aunque desapasionada, por corregir esta situación. Quizás se provenga de las dos anteriores etapas, se esté cansado y ahíto de tanto tiempo perdido. Se ha crecido, emocional y biológicamente, y las malas experiencias, tanto con la irreflexión folclórica como con el esnobismo, ha llevado a tirar mucho equipaje ideológico, a aborrecer tanto purismo anarquista y a querer implicarse justo en lo que se cree lo contrario a lo que los anteriores defienden. Se busca seriedad, romper con los clichés, pero se tiene ya poca energía para crear nada nuevo y trazar la propia vía. Es lo que identifico como la vejez del anarquismo.

En esta etapa, por simple oposición, por agotamiento y renuncia, se traspasan todas las líneas rojas que uno mismo se había fijado para no parecerse a ese poder al que tanto se despreciaba, se acaba confundiendo la tolerancia con la renuncia, y se acaba apoyando la vía institucional o partidista. Es el momento en el que para centrarse se acaba en realidad desorientado, sin norte. Ya no se ve mal contemporizar con los partidos, cualquier aversión hacia ellos parece un prurito dogmático. Colaborar con lo institucional, votar, pierde su importancia; cualquier oposición a esto es una reminiscencia de estrechez tribal. Se cree que para aproximarse al pueblo hay que dejar de mostrar oposición a los mismos elementos que lo han despojado y destrozado, contemporizar con quienes lo saquean o manipulan. Al final, los militantes que han caído en la decrepitud, que no han sabido hacerse mayores de forma natural, defienden algo que no conserva ningún rasgo diferenciado con respecto a cualquier otra idea o práctica, nada que lo singularice lo suficiente de lo que predican los partidos o los sindicatos amarillos como para llamarlo anarquismo. Conservan el nombre por inercia, por rutina, porque son muchos años portándolo y el resto del espectro político está copado. La realidad es que se ha perdido cualquier atisbo de rebeldía, de oposición a ley, de carácter revolucionario; ya sólo interesa la parcialidad como meta, la concertación como fin, el mínimo como máximo. Se habla de comunismo libertario, pero tal y como los religiosos hablaban de la tierra prometida: una promesa de futuro que no llegaremos a ver. No queda nada trasformador. Todo se ha perdido, salvo el nombre.

A estas etapas pienso honestamente que hay que contraponerle la simple y llana madurez3. Hay momentos en los que comprendes que no necesitas la mitología para realizarte, ni la identidad grupal; que los tiempos de ritos iniciáticos han pasado; y que parecerse a quienes nos degradan y postergan, hacer las paces con ellos, no es un signo de amplitud de miras sino de rendición incondicional.

Podemos acercarnos al pueblo sin idealizarlo. Si se toma partido por su causa no es por sus cualidades y virtudes, sino porque en esta guerra son los damnificados, los que van perdiendo. Cuando intervenimos en una pelea no nos paramos a pensar si la víctima agredida le da un beso a sus hijos antes de acostarse o si respeta la vida de los animales; intervenimos aunque a lo mejor estamos ayudando a alguien que no es mejor que su agresor. No hace falta idealizar al que se lleva la peor parte para tomar partido. Cuando hablamos de las civilizaciones precolombinas, ¿necesitamos idealizarlas, mostrarlas libres de jerarquía, propiedad e injusticias para condenar y oponernos a la masacre que padecieron? No es necesario. Se puede uno acercar al pueblo aceptando sus fallos y contradicciones. Son muchos años de condicionamiento, de domesticación, no podemos pretender romper millones de cadenas mentales de un solo golpe. ¿Qué somos si no nosotros mismos? Parte de ese pueblo: una parte igual de sucia, de fea, de maloliente, con sus mismas mezquindades, prejuicios y estrecheces. Hemos de mirarnos al espejo, ver qué éramos antes de creer que habíamos aprendido cómo funciona el mundo, y cómo seguimos siendo en la intimidad y sin auditorio. Una parte, sin embargo, que pudo darse cuenta de su situación siguiendo un proceso que a nadie le está vedado, aunque se produzca de distintas formas.

Hemos de acercarnos a la gente a cara descubierta, sin renegar de lo que somos, con nuestros bártulos y herramientas, pero no para guiarla, sino para construir con ella. Basta de pensar que sólo podemos acercarnos a la gente a través de la caridad y el asistencialismo, de pensar que nos odian sólo por desconocimiento cuando a veces es porque nos conocen demasiado bien. Nos gusta hablar de quebrar la ley en lo teórico, incluso de participar en un acto catártico durante una manifestación, pero no somos conscientes de que se puede romper esa misma ley a favor de los intereses del pueblo y no contra los mismos. Cuando se okupa y se comparte, cuando se expropia y se socializa, cuando se para un desahucio a través de un piquete, la ley queda rota y la gente se siente identificada con lo que la han hecho añicos. Cuando salimos de nuestro ambiente, de nuestra zona de confort, surgen las contradicciones, pero también la única oportunidad de enfrentarnos a ellas y rebasarlas. Cuando analizamos la insolvencia y en vez de contemplarla resignados nos planteamos organizarla, plantearla no como una fatalidad sino como un desafío, podemos estar en disposición de crear sindicatos de inquilinos, organizaciones de deudores, de insolventes. Plantearnos como parte de un programa a largo plazo metas como las fijadas por la Comuna de París en 1871: liquidación de alquileres y cancelación de las deudas. E ir construyendo esto a base de efectividad, con acciones concertadas de impago. Convertir lo que va a pasar contra nuestra voluntad en un acto voluntario; lo que es una tragedia personal en un acto de resistencia colectivo con contenido político reivindicativo. Pasar a la acción.

Propuestas como estas, y muchas otras, más imaginativas y mejor planteadas seguramente, están ahí, en la calle, esperándonos. Los barrios, duros, cargados de códigos, de capitalismo desnudo, sin pretextos intelectuales, y en los que diariamente la solidaridad se da de hostias con la crueldad, requieren mucho trabajo de campo. La etapa madura de la militancia pasa por darse cuenta de lo que no se quiere ser, pero también por asumir que a veces hay que trabajar donde nadie más quiere, donde la situación no es cómoda; pasa por asumir lo desagradable como parte de nuestra vida, pues esa es la única forma de poder cambiarlo. Consiste en dejar los manuales a un lado y experimentar por uno mismo. Consiste en no resignarse, ni con la injusticia, ni con la revolución de papel, ni con el pacto como antídoto de la subversión. Consiste en contemplarse al espejo con toda la aplastante sinceridad del reflejo, sin quitar la vista de los defectos, de las flacideces, de las cicatrices, sin ocultar lo que se es, viendo también las virtudes y potenciándolas, sacando partido de nuestra osadía, de que no han podido corrompernos, de que no estamos en el ajo y tampoco podemos seguir al margen. Consiste, simplemente, en tener una mirada muy limpia y unas uñas muy sucias.

Ruymán Rodríguez


1 Friedrich Nietzsche, El Anticristo, 1888.
2 Auguste Hamon, Psicología del Socialista-Anarquista, 1895.
3 Advierto que no se debe confundir mi analogía con la edad cronológica. Hay militantes eternamente infantiles o adolescentes, otros que ya nacieron en la vejez y algunos que con independencia de su edad representan esa madurez de la que hablo.