La esclavitud invisible

Fuente: Solidaridad Obrera

Ruymán Rodríguez

 

El imaginario actual de la reivindicación obrera bebe en muchas ocasiones de un mundo laboral que ya no existe. Esos cinturones industriales, con sus grandes masas obreras organizadas, con sus plantillas veteranas de miles de obreras cohesionadas, son imágenes que pueden valer para un fotograma de una película de Eisenstein, pero no para plasmar la realidad de nuestros barrios más marginados.

El mundo del trabajo se ha atomizado y precarizado. Gracias a unas duras reformas laborales librecambistas y a una amplia gama de herramientas disolventes del tejido obrero (ETT’s, subcontratas, etc.), las que seguimos trabajando lo hacemos temporalmente, a rachas, a veces con poco o ningún contacto con nuestras compañeras de tajo y casi siempre sin horizonte reivindicativo. Algunos sectores son la excepción, pero la mayoría de obreras hemos aceptado que el trabajo es una mercancía capitalista con la que el empresariado tiene total derecho a especular. El trabajo sigue generando toda la riqueza, pero las trabajadoras somos cada vez menos conscientes de ello.

Redundaría decir que esto ha empeorado con la llamada “crisis financiera” y que esta ha sido una jugada perfecta para imponernos un modelo social, económico y laboral aún más feroz y desigual. Un modelo que nos obliga a aceptar las condiciones laborales más indignas sin resentimiento e incluso con una enorme sonrisa de gratitud. Lo que no suele comentarse es la situación de las que ya soportaban esas condiciones antes de la “crisis”, la situación de las trabajadoras que siempre han malvivido. Aquellas para las que la “crisis” sólo ha significado la estandarización de su esclavitud invisible. Hablo de las obreras en B, de las precarias, y especialmente, de las cuidadoras a domicilio.

El mundo de los cuidados, que recae en su gran mayoría sobre mujeres migrantes, ha sufrido los efectos psicológicos de la crisis y también el subsiguiente endurecimiento de las condiciones laborales. Sin embargo, en un ambiente de esclavitud normalizada como ese, el recrudecimiento visto desde fuera es casi imperceptible. Y digo esclavitud con toda la literalidad de la palabra. No importa aquí lo que digan vuestras constituciones, normativas o estatutos, ni las inspecciones de trabajo, ni la Declaración de los Derechos Humanos, ni ningún otro fetiche legal; en el Estado español existe la misma esclavitud que en la América sudista o la Rusia zarista.

La cuidadora, la que no pertenece a ninguna empresa, la que no depende de las subcontratas de los ayuntamientos ni del sistema sanitario, la que trabaja por su cuenta pero sin la oficialidad de la autónoma, no tiene derechos de ningún tipo.

Trabaja en un domicilio con el que acaba identificándose. Establece una relación más cercana con la persona que la asalaria que la que mantendrá nunca ninguna otra obrera con su empresaria. Esa relación suele ser enfermiza y malsana, basada muchas veces en el chantaje emocional, en explotar por parte del empleador el vínculo afectivo y de dependencia que se genera entre cuidadora y paciente. Olvídense de toda esa batería de conquistas laborales que supuestamente componen el mal llamado Estado del bienestar. Aquí no hay vacaciones, ni bajas por enfermedad, ni indemnizaciones por despido, ni subsidio por desempleo. No puedes ponerte enferma, ni descansar, ni respirar. El trabajo y la vida acaban fusionándose de la peor manera posible, como una malformación. El ocio desaparece de la ecuación. Ser complaciente y servicial es una forma de sobrevivir. Si te despiden no hay ningún colchón, ni paro, ni finiquito. Ningún despido es improcedente. Eres una esclava doméstica, un electrodoméstico más, como el microondas o la lavadora.

El volumen de trabajo suele ser inmenso y ser soportado por una sola espalda. En esta categoría están las trabajadoras que limpian y cocinan, que cuidan niños, ancianos o enfermos. Personas que crían y enseñan, que se encargan de vómitos y diarreas, que cambian pañales, que ponen enemas, hacen curas, rehabilitación, y mil cosas más, sin necesidad de estudiar puericultura, de ser auxiliares de enfermería, de geriatría o fisioterapeutas, o de haber hecho ningún curso sobre asistencia a personas con alzheimer. Su capacitación la da el trabajo diario y una gran facultad de resiliencia. No hacen nada distinto de lo que se ven obligadas a hacer, sin titulación alguna, todas aquellas personas que tienen un familiar dependiente y no tienen dinero para pagarle a alguien para que lo haga por ellas. Las cuidadoras a domicilio realizan todo este trabajo a cambio de sueldos de hambre que difícilmente llegan al salario mínimo.

La situación se agrava cuando hablamos de trabajadoras internas. Vives donde trabajas, con turnos literalmente de 24 horas. Tu único día libre supone tener que dejar durante unas horas, hasta que cae la noche, una casa que nunca sientes como propia, pero que sigue siendo el lugar donde vives. Esa es la paradoja: para descansar tienes que abandonar tu domicilio, el sitio que precisamente la mayoría escoge para desconectar del trabajo. Muchas acaban renunciando a sus sábados o sus domingos. La posibilidad de la enfermedad propia no existe, como si una mutara en máquina. Vives como en las antiguas plantaciones de algodón de Virginia o Alabama, o como en los ingenios azucareros del Caribe: trabajas de sol a sol por techo y comida. A veces se prescinde del sueldo, o se descuentan dietas y alquiler hasta convertirlo en nada. Muchas veces no hay tampoco dónde ni cómo consumir el magro salario, así que suele destinarse casi exclusivamente a mantener a una familia que desconoce lo que sufres más allá del Atlántico. Las personas nativas que se dedican a los cuidados son minoría, pero también son un sustrato importante del barrio. Gente que vive más tiempo en casas ajenas que en la propia y que a veces aceptan trabajar de internas no para enviar dinero a otro continente, sino para hacerlo a la calle de al lado.

Estas trabajadoras no están sindicalizadas. Si el mundo del trabajo tiene sus suburbios y periferias también el sindicalismo tiene sus bolsas de marginalidad. El extrarradio sindical, hacia el que el sindicalismo clásico no tiene ningún plan concreto ni oferta, crece a la misma velocidad que mengua el trabajo estable y cualificado. El sindicalismo no quiere entrar en el gueto del barrio porque está muy cómodo en el gueto ideológico.

No estoy hablando de aceptar la precariedad como un fatalismo y trabajar en ese ámbito asumiendo la deriva del mercado laboral sin objeciones. Hablo de que para combatir la descomposición de los derechos laborales, para enfrentar sus causas y efectos, habrá que organizarse con las que lo padecen y articular respuestas desde su situación. Es una guerra de trincheras y ahora mismo nos han empujado al interior del fuerte, perdiendo casi todo el terreno conquistado en los dos últimos siglos. Podemos seguir en tierra de nadie, tratando de estructurar un proletariado idealizado que ha sido desmantelado, o entender la situación real de las trabajadoras de carne y hueso, de las proletarias actuales, arremangarnos y bajar hasta el fango al que las han arrojados para reconstruir desde abajo, con ellas.

Hay que dejar de argüir excusas como el prurito de la legalidad. No importa si legalmente un colectivo es sindicable o no. Las primeras sociedades obreras no necesitaban que existiera el derecho legal a sindicarse para poner los cimientos de los futuros sindicatos y empezar a organizar a las trabajadoras. Si se hubiera tenido que esperar a que sindicarse fuera legal para crear los primeros gremios obreros, el sindicalismo jamás habría existido. Todos esos derechos, de los que estamos tan orgullosas, se conquistaron por la vía de los hechos consumados, y no esperando ninguna venia ministerial. Organizarse con las precarias es lo primero; la ley no hace más que reconocer lo que se le impone, bien por el consentimiento general, bien porque se le planta en la cara.

Todos los derechos laborales que se reconquisten o recuperen serán ficticios mientras una gran bolsa de la población obrera viva en una esclavitud consuetudinaria, socialmente admitida y consentida por las propias centrales sindicales.

Estoy convencido de que tarde o temprano las cuidadoras se organizarán, como ya lo han hecho las camareras de hoteles, los manteros, las inquilinas, y todas esas categorías laborales o sociales que sobreviven en los margenes del Estado del bienestar y del sindicalismo clásico. La pregunta es si los sindicatos revolucionarios, los de la acción directa, los que rechazan las subvenciones, los que no se han pringado en corruptelas, piensan acercarse a este sector, diseñar una estrategia y una batería de herramientas que puedan hacer suyas, o si esperarán a que se organicen autónomamente, al margen de su radio de influencia, y que otro colectivo de excluidas e ignoradas les demuestre que si ellas no entran en sus cálculos, tampoco el sindicalismo histórico entra en su agenda.

Y no olvidemos que en esta agenda se puede estar escribiendo actualmente la hoja de ruta de un nuevo fenómeno obrero, difuso, difícil de identificar, que reviste formas y manifestaciones que no todos comprenden, pero que quizás marque cómo se articulará la protesta y la reivindicación laboral de una época con la que las viejas maneras sindicales no parecen querer familiarizarse: el siglo XXI.