Exposición sobre los Derechos Humanos y el Derecho a la Protesta


Transcripción de la exposición realizada el 13 de diciembre por un compañero de la FAGC a los alumnos de la ULPGC en el marco de la mesa redonda que sobre “Derechos Humanos, Juventud y Derecho a la Protesta” celebraba El Ágora de los DD.HH. en la Facultad de Humanidades. 
Actualización: Y para quienes prefieran oírla o no puedan leerla:

 

 

Exposición sobre los Derechos Humanos y el Derecho a la Protesta

 

Hoy nos encontramos aquí para hablar de los Derechos Humanos y del Derecho a la Protesta. Porque lo de “juventud” lo tomo por un elogio.
No debemos dejarnos enajenar por palabras pomposas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos no es más que una reacción de conciencia culpable de una civilización que pocos años antes había llevado a la especie ante el umbral de su propia extinción. Recordemos que este documento fue escrito en 1948.
El espíritu en el que está inspirada, intenta semejarse al de Thomas Paine cuando escribió sus Derechos del Hombre (1791). Documento en el que el acervo anarquista tiene mucho que decir. Hoy sabemos que Paine se inspiró en muchas de las ideas debatidas con William Godwin (el llamado padre filosófico del anarquismo) y que esta obra sólo se vería completada por la Vindicación de los Derechos de la Mujer(1792) de Mary Wollstonecraft (curiosamente compañera de Godwin).
Sin embargo, ni uno ni otro documento pudieron erradicar de su seno la contradicción y la paradoja. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reconoce por ejemplo, en su artículo 17.1 que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente”, y esto no es sólo una contradicción en sí misma (la propiedad privada socaba el principio mismo de la propiedad colectiva sin intermediarios), sino que está en fragrante contradicción con el derecho a la igualdad, la libertad o la propia vida. ¿Qué igualdad hay entre propietarios y desposeídos? ¿Existe palabra más liberticida que la que indica “propiedad privada: prohibido el paso”? ¿Quién puede vivir sin hacer propios los medios para garantizar la propia vida?

Del mismo modo, todas estas declaraciones, como muchas otras a lo largo de la historia, reconocen el derecho inalienable del pueblo a desprenderse de la opresión y la tiranía; pero lo hacen haciendo al propio Estado garante de este derecho y responsable de evitar que se produzcan los motivos para que se den tales circunstancias. Es como poner al zorro a vigilar el gallinero.
El Derecho a la Protesta es por tanto interesante, porque supuestamente habilita a cuestionar la viabilidad o incluso la existencia de estos derechos, pero a su vez lo hace en un marco en el que suele aceptarse que será un derecho gestionado y regulado por el propio Estado (por su moral, por sus leyes, por el sistema económico imperante, etc.).
Los Anarquistas introducimos aquí un elemento verdaderamente interesante. Tal y como razonaba Stirner (El Único y su Propiedad, 1845), un derecho concedido, un derecho otorgado por un tercero, no es un derecho. Yo añado: o es una limosna o es un privilegio. El derecho, para serlo, ha de ser “auto otorgado”, “auto adquirido”, ha de ser tomado. Que el Estado, o las instituciones gubernamentales, reconozcan el Derecho a la Protesta, significa lo mismo que cuando los señores de la guerra reconocen el derecho a la paz: una falacia, de mal gusto.
El Estado responde a los problemas sociales, que el propio sistema económico genera, con medidas represivas, militares o policiales. El Estado Policial nunca ha estado tan presente –desde hace 40 años– como en nuestros días. La represión, a lo que se dice, se escribe o se hace, pocas veces ha sido tan férrea.
No obstante, volvemos a la paradoja. Es a ese mismo Estado al que pedimos que sea garante de nuestros derechos, al que solicitamos que nos proteja, al que recurrimos para que legalice nuestras manifestaciones, acepte nuestras recogidas de firmas o legitime nuestros estatutos. El sistema esclavista ha convertido al esclavo en apologista de su propia esclavitud.
Y hay que reconocer que el Sistema ha sabido cómo hacerlo: donde no llegua la porra y la bayoneta llega la corrupción. Imagínense el libro más subversivo del mundo y a un secretario preguntándole al presidente de turno qué hacer con tan inflamable libelo: “¿secuestramos la tirada?, ¿lo censuramos?, ¿lo prohibimos?”, le diría. Y el presidente le contestaría: “nada de eso: edita el libro a través de algún organismo público, que el Ministerio de Cultura lo difunda, concédele al escritor el Premio Cervantes, hazlo académico de la RAE y ponle una calle. Es así como ese libro dejará de ser peligroso”. Lo que el sistema no puede destruir por la fuerza lo destruye por absorción. Es así como se domestica el Derecho a la Protesta.
Aquí mismo tenemos un claro ejemplo de paradoja. Esta exposición se ha desarrollado evidentemente por otro causa, pero qué sería mejor para una institución pública, y regularmente castrante, como es la Universidad, que invitar a un anarquista a discursar en ella. Es paradójico que en una institución regida por un rector que manda a la policía a que cargue contra sus propios estudiantes se pueda hablar de “derechos humanos” y de “derecho a la protesta”. Es como si el cura te da permiso para blasfemar en la iglesia… Parece menos pecado.
Sin embargo, al sistema no siempre le hace falta hilar tan fino; suele tener entre los propios supuestos refractarios al sistema a los mejores garantes del mismo. Nunca el policía interno, que nos insertan en las escuelas, había estado tan a flor de piel. Nos movilizan a unos contra otros y convierten a los propios ciudadanos en fiscales de sus congéneres. Y esto se ve perfectamente entre los propios movimientos sociales. Puedes ser el pope del sindicato más rojo, el más folclórico representante de la izquierda ortodoxa, que como prime en ti tu conciencia masoquista de ciudadano, cargarás más contra el encapuchado civil que contra el encapuchado policial, que para más inri, va armado.
El derecho a la protesta debe construirse, por tanto, desde otro prisma. No somos ciudadanos, cuando esta es una condición que difícilmente pueda aplicarse a miles de inmigrantes a los que ni se les reconoce, y a millones de parias y excluidos que, con más o menos orgullo, escupimos sobre tal título, que no diferenciamos del de súbdito. Somos individuos, y como tal dirigimos nuestro auto concedido Derecho a la Protesta contra todo lo que nos oprime y explota o trata de desviar nuestra atención de dicha opresión y de dicha explotación. El Derecho a la Protesta debe ser salvaje –en su sentido etimológico– libre, silvestre, iconoclasta, herético por definición, dispuesto a sacar los colores de tirios y troyanos, a hacer eso que los franceses llamaban “epatar a los burgueses”. Es un derecho que se materializa cuando se comprende la frase de Edmund Burke (un individuo que precisamente se popularizó como adversario de Paine y su Declaración, pero que antes de ser un autoritario profesional tuvo su juvenil etapa libertaria) según la cual: “lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo es que los buenos no hagan nada”. Por tanto, un Derecho a la Protesta regulado por consideraciones de orden público, de utilidad política, de estrategia grupal, es un derecho mutilado y muerto.
Protestar contra la violencia policial es protestar contra una concomitancia. No hay policía sin violencia, como no hay cárcel ni crimen sin patología social. La protesta por tanto, para ser tal, sólo puede serlo si es integral, si condena al sistema en su totalidad, y no se conforma con señalar exclusivamente algunos de sus lunares.

 

 

El derecho a la protesta pasa por lo más difícil, raro y extravagante que hay en el mundo, pasa por exigirse, aunque no se sea, persona libre. Pasa –y con esta frase de Han Ryner concluyo– por saber “en una época religiosa, mostrarse impío; en un ambiente ortodoxo, manifestarse herético; en un periodo de civismo, reírse de la ciudad o maldecir los crímenes de la patria”. En definitiva, pasa por saber ser uno mismo cuando a todos conviene que seas otro.

 
 
Ruymán R.