Mitos anarquistas

Mitos anarquistas
“Había un hombre que tenía una doctrina.
Una doctrina que guardaba en el pecho […].
Y la doctrina creció […] y tuvo que llevarla a
una casa muy grande. Entonces nació el templo.
Y el templo creció y se comió al hombre […]”.
León Felipe.
En el anarquismo perviven algunos mitos a los que los propios anarquistas prefieren no enfrentarse. Ideas estanco, herméticas, en las que no se quiere profundizar.
Una de ellas es reducir la finalidad del anarquismo meramente al antiestatismo y al anticapitalismo. Yo creo que nuestros objetivos deben ser mucho más amplios.
Sí, ciertamente son las dos formas represivas de control social, político y económico más sofisticadas. Redundaría inútilmente si me pusiera a enumerar ahora todas las atrocidades que se desprenden de uno y otro elemento. Sin embargo, hemos de entender que no son creaciones divinas, ni artefactos ideados por una raza de gigantes malvados anteriores a nosotros. Son inventos cruda y terriblemente humanos, creados por humanos para controlar humanos.
Desmontarlos supone entender su naturaleza y ver qué los mantiene, y qué sobreviviría de ellos en nosotros si desaparecieran. Por eso, en una época en la que varias tendencias anarquistas afirman oponerse al Estado o al gobierno pero no a la autoridad o al liderazgo de unos sobre otros y en la que se reclama el concepto «poder» como algo positivo, yo necesito afirmar mi concepción de la anarquía, que más allá de limitarse a querer sólo derribar Estado y Capital pone en la picota el propio principio de autoridad.
No es mi constumbre hacer textos teóricos salvo a la fuerza, pero creo que este asunto tiene una dimensión inminentemente práctica, pues marca nuestros objetivos y nuestra relación con el entorno. Como anarquistas hemos de asumir que mañana podrían desaparecer Estado y Capital y aún así seguir viviendo en un mundo de sojuzgamiento y miseria. ¿Cuántas veces uno u otro elemento han caído, se han demostrado incapaces de imponerse o han permanecido en un estado vegetativo? Muchas, y no siempre les ha sucedido algo mejor que ellos.
Hemos de entender, sin traumas ni dramatismos, que el capitalismo puede desaparecer dejando intacto un sistema de explotación y renuncia. ¿Cuántas veces el capitalismo ha fracasado quedando localmente en suspenso? ¿En cuántas ocasiones ha sido más útil para calentarse quemar dinero que leña o carbón? Por otra parte, ¿qué ha pasado en las dictaduras autodenominadas comunistas en las que supuestamente se ha abolido la propiedad privada? Sin un capitalismo al uso, ¿han mejorado en algo la vida o las condiciones de libertad de la gente? Y no necesitamos ir a los ejemplos obvios sucedidos después de la irrupción de los Estados de inspiración marxista. En el siglo XVII los misioneros jesuitas que evangelizabanParaguay impusieron en varias poblaciones un régimen comunista estricto, sin propiedad privada y con aparente repartición de la riqueza. ¿Balance del experimento? Eran los únicos pueblos cuyas empalizadas estaban puestas hacia adentro y no hacia afuera, para impedir que los guaraníes huyeran. Esto nos demuestra que puede establecerse dentro de un minuto la igualdad económica absoluta y seguir viviendo como en una colonia de insectos, uniformados, reglados y esclavizados. Esto es así porque el fundamento de la cuestión es mucho más profundo. Capitalismo y propiedad privada son hijas de la jerarquía, no sus madres. Yo mismo he participado en muchos proyectos comunitarios (han habido muchos otros, aparte de «La Esperanza», que se ha considerado más conveniente no popularizar) donde la igualdad económica y la satisfacción de las necesidades básicas ha sido un hecho, y la jerarquía, la violencia y el abuso, tristemente, se han seguido produciendo.
¿El problema es el Estado entonces? No son pocos los lugares ni momentos históricos en los que el Estado ha desaparecido o se ha demostrado impotente y no lo ha sustituido necesariamente una estructura mejor. En Somalia el Estado ha llegado a desaparecer de facto y la situación de sus habitantes no ha sido una idílica acracia. Los señores de la guerra han controlado el país a sangre y machete. Sin Estado el edificio de la autoridad ha quedado intacto. En varios sitios los sueños de los capitalistas feroces se han cumplido y han conseguido adelgazar al Estado hasta convertirlo en un espantajo. Casi todas las funciones del Estado han sido privatizadas, no solo educación o sanidad sino incluso las represivas como policía o cárceles. ¿Han conseguido los partidarios de los «mini Estados» que la libertad o el bienestar de sus habitantes mejore, aunque sea una micra, cuando todo su sistema se reduce a ser esclavo del Mercado y el salario y a vivir bajo el punto de mira de la policía privada de tu vecino? Evidentemente no. Actualmente tenemos también una ciudad grande como Detroit. Primero cayó el capitalismo industrial, cerrando fábricas y provocando una migración que vaciaría la ciudad. Después el gobierno local se declaró incompetente, sin dotación de ningún tipo, ni siquiera policial, para controlar la ciudad. Han surgido algunos proyectos interesantes de autogestión, pero ni mucho menos una racional urbe asamblearia y libertaria. Las bandas controlan barrios enteros y saquean casas y recursos. Sin Estado el poder no desaparece.
En todas estas situaciones el principio de autoridad, la ley del más fuerte, las relaciones de superioridad e inferioridad, se han mantenido; simplificadas y desnudas, pero igual de rigurosas. Sin una alternativa libertaria viable que pudiera dar un paso hacia delante y aprovechar su oportunidad histórica, sin capacidad por parte de los anarquistas de ofrecer otras estructuras horizontales y autónomas que desatascaran la situación, las crisis y colapsos sistémicos han perpetuado lo existente rebajando simplemente la complejidad del discurso del poder.
Los anarquistas llevamos demasiado tiempo ciñéndonos a la versión de enciclopedias y libros de texto, encerrados en el antiestatismo y anticapitalismo ascéticos como un fin en sí mismos. El no ver que el problema de ambas instituciones es que refinan las relaciones de dominio subordinando a unos individuos con respecto otros y que por tanto es la propia autoridad la que debemos de cuestionar, nos han traído y traerá muchos problemas.
De esta miopía viene la infiltración de capitalistas dentro del anarquismo sin que se les consiga contraargumentar por qué su antiestatismo neutro (manteniendo todas las estructuras represivas sólo que en manos privadas) no cabe en una propuesta social libertaria. De ahí también que muchos machistas y racistas declarados, sujetos reaccionarios que por lógica deberían situarse en las fronteras del fascismo, crean que pueden denominarse en justicia «anarquistas» con solo oponerse al binomio Estado/Capital. De ahí también el falso «humanismo» que pretende sacrificar en el altar de su antropolatríacualquier otra forma de vida y que sólo entiende la relación con la naturaleza en clave de destrucción y conquista.
Pero el problema no viene de fuera. De ahí viene también que nuestro discurso sea tan estrecho, y que sea cual sea la tendencia, ya hablemos de antidesarrollismo o de sindicalismo, creamos que sólo con trabajar para desmantelar Estado y Capital se instaurará en breve un improbable paraíso en la tierra. Puede ser duro de aceptar, pero si alguna vez tuviéramos la capacidad de hacer que ambas estructuras se tambalearan, no nos encontraríamos al final del trayecto, en la meta, sino justamente al inicio. Lo verdaderamente difícil, el trabajo realmente complicado, no habría hecho más que comenzar.
Hemos de interiorizar, por tanto, que el problema se encuentra en las relaciones de poder, en la dinámica de superiores e inferiores, de oprimidos y opresores, de dominantes y dominados. Y tender en nuestros propios proyectos a eliminar las relaciones de subordinación, el principio mismo de autoridad. Y no hablo del llamado «anarquismo de estilo de vida», sino de comprender en nuestros proyectos populares, en nuestros grupos antidesahucio, en nuestros huertos expropiados, que nuestra aspiración cuando hacemos asambleas de vecinos o hablamos de la gestión directa de los barrios no es sólo sustituir al Capital y al Estado, sino tomar el control de nuestras vidas en nuestras propias manos.
Ruymán Rodríguez