Compartir experiencias de lucha

 
Este 27 de febrero algunxs compañerxs de la FAGC compartirán sus vivencias en la lucha por la vivienda, y también sus proyectos de futuro, con compañerxs de Barcelona.

Editamos: por razones técnicas (nuestro vuelo se retrasa) no podremos estar con las compas de Banc Expropiat. Pero seguiremos estando con las compas de Sants.

A las 12:00 (p.m.) con Banc Expropiat (twitter)

El cartel del Febrero Libertario de Sants:

De la necesidad de que el anarquismo toque el suelo

De la necesidad de que el anarquismo toque el suelo
Decía Malatesta (Congreso de Amsterdam, 1907), que la revolución anarquista “sobrepasa con mucho los intereses de sólo una clase” y que pretende la liberación de la humanidad entera. Coincido, pero no podemos negar que habrá unos que serán los interesados en conseguir esa liberación integral y otros los que se opondrán. Dable es también pensar que los más partidarios deberían ser, además de los concienciados, los que más tienen que ganar si las cosas cambian, y que los que más se oponen son los privilegiados, junto a todas esas innumerables víctimas del Síndrome de Estocolmo que desgraciadamente han fabricado con sus escuelas y televisores.
Si pretendemos subvertir las cosas no se hace difícil suponer dónde está nuestro lugar de trabajo. Sin embargo, y es triste decirlo, la mayoría de actividad que generamos ni siquiera gira en torno a ese objetivo.

El anarquismo siempre ha tenido una sensibilidad múltiple, interesada por todas las formas de belleza y sufrimiento. De ahí surge su riqueza. Esto se plasmaba en la filosofía, en libros de vivisección social (como los de Godwin, Proudhon o Stirner, con mayor o menos aspiración práctica), en todas las ramas del arte y en círculos de afines. Bakunin fue de los primeros en darse cuenta de que la única forma de que transcendiera dicha corriente de pensamiento era convertirla en una corriente de acción, relacionada con las aspiraciones de los más pobres. Lo que los nihilistas rusos llamaban “volver al pueblo”. El sindicalismo que surgió después participó de la misma aspiración: sacar el anarquismo de los salones, los cafés, las máquinas de escribir, las tertulias nocturnas, los clubes de disidentes, y meterlo en el tajo, en la fábrica, en el campo.
¿Sigue el anarquismo presente en esos lugares? Después de muchas derrotas, muchas más que éxitos, el anarquismo sólo ha vuelto a la calle de forma espontánea, desnuda, ateórica, y cogiendo a la mayoría de anarquistas por sorpresa. Nos interesan las relaciones de poder, cuestionarlas, entre géneros, entre especies, entre comunidades humanas, pero ¿quién es el receptor de esos cuestionamientos?
Desarrollamos grandes teorías, tenemos prolíficos teóricos, contamos con agudos analistas, pero escribimos, pensamos y hablamos para nosotros (yo mismo lo hago ahora). ¿Cuál es nuestro interlocutor si no? Casi toda nuestra dialéctica se genera para circular entre convencidos, y gran parte de los temas que nos interesan son expuestos para gravitar en torno a gente de intereses afines, gente del “palo”, del “rollo”. Así haremos gran literatura, pero no obtendremos ni un cambio.
Los temas que nos conmueven y sobre los que indagamos demuestran nuestra sensibilidad y son importantes. Es un proceso propio de la construcción personal. Después puede ser importante contrastarlo con personas con las que compartamos simpatías, obtener un reflejo de cordura. Pero pasada esta etapa inicial es necesario saber si queremos resolver esas inquietudes, hallar respuesta real en el mundo a esas preocupaciones, o si nos basta con haber llegado a ese “grado supremo” de consciencia. Si es así y no necesitamos incidir en nuestro entorno, lo acepto. Esa es la vida del asceta extremo al que le basta con sentirse sabio ante sí mismo. Pero si esa persona escribe, edita, hace actos públicos, para tratar de cuestionar la actitud general, habrá que evaluar (después de haberlo experimentado uno mismo) si su estrategia llega a alguien o si se reduce a él y a sus allegados; más aún: si alguna vez tuvo intención de llegar a alguien fuera de su círculo próximo; y aún más: si su mensaje tiene posibilidad real de alterar la vida de la gente de a pie.
Cuando hablamos el interlocutor ideal al que nos dirigimos cobra importancia, y cuando defendemos una causa también la cobra la forma en que la defendemos y las personas a quienes desearíamos tener al lado, aquellas a quienes tratamos de llegar con nuestras palabras. Si esta elección es importante lo es más darse cuenta, en el terreno social, de un punto clave: si son los oprimidos las personas a quienes escogemos, estos hace ya tiempo que no necesitan discursos, que ni los leen ni los quieren, porque lo que les urgen son actos.
Nuestras preferencias nos definen. Todos los frentes de lucha son importantes, válidos, honrosos, pero dependiendo cómo se aborden y a quién se dirijan, unos dejarán el mundo intacto y otros al menos le harán mella.
Cuando somos incapaces de establecer prioridades, de superar la actividad netamente formativa y especulativa; cuando nuestras soluciones colectivas no pasan por trabajar desde lo que está más abajo, desde el fondo; cuando tenemos alergia al trabajo de campo en los barrios, o cuando nos llenamos la boca con sus clichés para reducir a sus habitantes a caricaturas; cuando elaboramos nuestro discurso dando por sentado en nuestros receptores un estatus mínimo o unas necesidades mínimas satisfechas (“todo el mundo tiene coche, todo el mundo tiene Internet, todo el mundo ve la tele, todo el mundo consume, nadie se muere de hambre, etc.”), cuando creemos en definitiva que existe un estándar económico, social y cultural; cuando elegimos para interactuar los problemas de forma y no de fondo, los problemas que afectan a la estabilidad y no a la supervivencia; estamos estableciendo (con independencia de si nosotros somos más pobres o más ricos) un anarquismo de clase media para gente de clase media. Ese anarquismo debe morir.
No hablo de “clase media” como clase real, no me interesa ese debate; sino como concepto psicológico. Es la mentalidad, irreal, de pertenecer al estrato estable de los ciudadanos modelo, ni muy pobres ni muy ricos, la buena burguesía. Esa mentalidad nos viene inculcada desde niños, comamos pan duro o pasteles. La he vivido de cerca: el obrero desempleado cree que sólo pasa por una mala racha y que en breve volverá a donde le corresponde, porque “él no es un pobre”; si necesita realojo, no quiere convivir cerca de indigentes; a su vez el indigente nativo no quiere vivir cerca de indigentes foráneos; y así sucesivamente. El anarquista no tiene ningún prejuicio superior o distinto a los que le rodean en su entorno.
De esta forma nos vemos apoyando lógicamente a los afectados por la hipoteca, pero incapaces de articular nada sobre inquilinos o indigentes; involucrados en defender la sanidad pública y a sus profesionales, pero muy distantes de los migrantes sin cobertura; implicados de forma muy positiva y loable en criticar los atentados al planeta y la necesidad de desmantelar la tecnificación, pero incapaces de meter en la ecuación a los que no causan más impacto en el medio que el de sus huellas descalzas sobre el asfalto.
Ya he dicho alguna vez que creo que la simple lucha por las necesidades materiales está lejos de ser la panacea de nada, y también está fuera de mi intención, aunque no se crea, criticar las múltiples variedades de reivindicación y lucha; sólo creo que la única forma de llegar a la gente es implicarse en sus carencias básicas, y que de toda la gente son evidentemente los más pobres y más numerosos los que con más urgencia requieren nuestra colaboración, y que esto es aplicable a todos los frentes de lucha, porque todos deberían adaptarse a su participación. Pienso sinceramente que esta es la única manera de que el anarquismo vuelva a la calle, vuelva a ser algo popular, y no un objeto para uso y disfrute exclusivo de una minoría.
Ciertamente llegar a la gente de a pie no es fácil, ni es garantía de ninguna transformación inflexiva. La gente a veces no cambia ni a golpes de realidad. Ser “los más pobres” es sólo un superlativo de escasez material, no de excelencia personal. Bien pueden servir nuestras herramientas de hoy para armar a las nuevas jerarquías de mañana. Por eso repito que no basta con acercarse al pueblo, que hay que implementar el trabajo creativo con el conflicto. Pero para eso antes hay que entablar contacto, romper la barrera entre el mundo militante y el popular, lograr que converjan, y esto sólo se consigue metiendo la cabeza en la realidad social de las personas reales. Partiendo de esto, no se trata de transmitir nuestras preferencias a la población, de “salvarles” obligándoles a compartir nuestras neuras o monomanías. No sirven los mesianismos, las evangelizaciones, la inoculación doctrinaria de idearios exógenos. Se trata de ver cuáles de nuestras ideas pueden incidir en sus vidas para mejorarlas, a fin de construir juntos un enclave donde también nosotros podamos desarrollarnos libremente. Se trata gráficamente de elegir entre afilar nuestras ideas para que se claven en la realidad o permitir que la realidad quiebre estas ideas embotadas por el desuso.
No escribo ni milito para hacer amigos, prefiero hacerlo para conseguir compañeros, pero si pierdo a algunos de los dos no hay drama; habrá merecido la pena.
Necesitamos un sindicalismo que no tenga como prioridad disputar las pagas anuales de los funcionarios, u otras cosas que se les escapan a los que sobreviven con 400 euros mensuales, y que se centre en movilizar a los parados y en aceptar a los trabajadores “en negro”.
Necesitamos un movimiento por la vivienda que no se cierre en el tema de la hipoteca o en apilar casas para no darles utilidad pública, sino que comparta herramientas con los inquilinos y empiece a contar con los sin techo como protagonistas y máximos damnificados.
Necesitamos un activismo social que no hable “de pobreza sobrevenida” o de gente “normal golpeada por la crisis”, sino que no sume a sus estrategias a aquellos cuya pobreza les viene de cuna y que posiblemente también la leguen como herencia.
Necesitamos un feminismo que no sea un objeto de debate intelectual o de simple denuncia teórica, sino que trabaje con los personas forzadas a prostituirse, las chicas de los barrios marginados embarazadas desde la adolescencia, las que se ven en situación de indigencia cuando salen de las casas de acogida y todas aquellas mujeres ignoradas por desposeídas que son las más plurigolpeadas por el heteropatriarcado.
Necesitamos un anti especismo que no se conforme con dar charlas para afines en circuitos cerrados o con formar a través de la web, sino que pueda ofrecer una verdadera alternativa alimenticia a los hambrientos, expropiando tierras abandonadas y ofreciendo herramientas que demuestren que subsistir sin matar es posible y asequible.
Sean cuales sean nuestros intereses, no tendrán repercusión real hasta que se dirijan a cambiar la vida de los que hasta ahora no cuentan para casi nadie. Sí, me complace que mucho de lo que reivindico se esté haciendo a pequeña escala, como las asambleas de parados, los sindicatos de manteros, la colaboración con inquilinos, el trabajo con personas víctimas de la prostitución, okupar tierras y repartir hortalizas, etc., pero si destaco la necesidad de incidir en esa vía es porque considero que aún es testimonial en nuestro movimiento.
Hablo además desde la experiencia personal. Nuestros libros y discursos no llegan a la gente que más podrían necesitarlos, porque es posible y lógico que además ni les interesen. No nos siguen por las redes sociales, ni acuden a nuestras charlas y jornadas. La única forma de implicarse es participar de sus necesidades reales y adaptar lo que queremos compartir con ellos a dichas necesidades. Ofrecerles soluciones tangibles e inmediatas a problemas que no son teóricos, ni éticos ni morales, sino de pura supervivencia.
Algunos grupos de la FAGC al principio de nuestra andadura hicieron campañas de apostasía o contra Monsanto. Nadie dice que no sean temas importantes, pero cuando entramos en contacto directo con gente con problemas de emergencia vital nos planteamos: ¿es útil para estas personas que les demos un folleto sobre transgénicos cuando están comiendo pan mohoso que mojan en una fuente?, ¿es necesario que les digamos que apostaten cuando buscan cartones reciclados porque esta noche viene lluvia? Nos dimos cuenta de que les estábamos hablando a estas personas en un lenguaje totalmente alienígena para ellos, de que la división que se establecía entre nuestras aspiraciones y sus necesidades era insalvable, de que el anarquismo secular estaba a miles de kilómetros de la calle, como lo está el Everest de la costa. Se hizo imperativo cambiar de estrategia.
Cuando la FAGC estaba en su segunda etapa de expropiación de tierras (Proyecto “Tierra y Libertad”) conseguimos que se sumara gente sin ideología definida. Estaban ahí por necesidad material, no por afinidad a nuestras ideas. Conseguimos enrolarlos en las dinámicas de nuestras asambleas y que tomaran parte de las decisiones colectivas. Cuando los conejos y los lagartos empezaron a atacar las cosechas muchos de nosotros, veganos y anti especistas convencidos, nos vimos incapaces de hacerles entender que dichos animales no eran ninguna plaga, que estaban ahí antes que nosotros. Cuando una persona te dice que no tiene nada en la nevera y que esos animales no se van a comer el pan de sus hijos, aquello por lo que lleva meses luchando, te quedas desarticulado y te sientes ridículo al intentar discutir. La única opción era ofrecer una alternativa viable, algo que permitiera sacar la producción adelante sin tener que generar sufrimiento. Fue así como descubrimos a Fukuoka, los métodos no invasivos que aconseja para evitar los ataques de animales (pimienta de cayena), etc. Cuando la gente obtuvo una solución real y eficiente al problema, ya no necesitaron contemplar otras medidas. Podíamos habernos enrocado, llamar privilegiados y esclavistas a gente que carecía de recursos y que obtenían gran parte de su alimento de nuestro proyecto, o podíamos trabajar para ofrecer alternativas prácticas y caminos secundarios transitables.
En la Comunidad “La Esperanza” debemos reconocer que todos nuestros esfuerzos para desmontar de forma teórica el machismo imperante fueron un fracaso. Los talleres y charlas no eran funcionales, la contribución de una compañera psicóloga que quería dar herramientas de refuerzo no tuvo continuidad por falta de asistencia. Si algunos pidieron libros sobre anarquismo, jamás mostraron interés por libros específicamente feministas. Más allá de frases compartidas y manifestaciones que hicimos en asamblea, el feminismo verbal moría en nuestra boca. El vivencial sí tuvo más recorrido. No era sólo dar ejemplo con nuestras actitudes, sino implicar a las mujeres en labores atribuidas culturalmente a los hombres. Esta medida funcionó y las mujeres se convirtieron en interlocutores de referencia a la hora de abordar casi todos los problemas comunitarios, perdiendo su papel subalterno.

En definitiva, hablo de lo vivido. Desmantelar la jerarquía, desmontar las relaciones de supeditación, deconstruir las formas de dominio genérico, étnico, especista, laboral, cultural, económico, parte necesariamente por socializar herramientas de emancipación, evitar que sigan orbitando por los mismos limitados ambientes, adaptarlas a las necesidades diferenciadas de los de abajo y dejar que sean ellos los que las hagan propias y usen a su antojo.
No basta con trasladar nuestro discurso a otro ambiente; hay que disolverlo como teoría muerta y reconstruirlo como medida práctica y útil. Hay que hacer que el anarquismo deje de ser un artículo de lujo para iluminados, un fetiche de consumo académico, un artefacto especulativo para aburridos con remordimientos de consciencia. Hay que llevarlo a la calle y ponerlo sobre los adoquines. Puede que esto duela, que haya quien se sienta incómodo trasladando su mesa de trabajo de su cabeza, su local y su ambiente al parque público de un barrio, pero que eso escueza es sintomático. Si decimos que los hombres deben renunciar a sus privilegios de machos y los humanos a sus privilegios de especie, algunos anarquistas deben renunciar a sus privilegios de clase.
Todo consiste, en definitiva, en que el anarquismo vuelva a tocar el suelo.
Ruymán Rodríguez

El Liderazgo en los colectivos anarquistas

El Liderazgo en los colectivos anarquistas

Estimo a aquellos que están con la conspiración y no conspiran ellos mismos; pero no siento más que desprecio por aquellos que no quieren hacer nada pero se complacen en blasfemar y maldecir a aquellos que actúan” (Carlo Pisacane).
Carecer de una base bien pegada al terreno, a la realidad, nos ha hecho complicar la cuestión del liderazgo de una forma completamente innecesaria. Si al asunto le añadimos además una buena dosis de bajas pasiones, ya no hay quien extirpe el quiste.
Tenemos por un lado gente que quiere sofisticar tanto el tema que acaba cayendo en los galimatías marxistas, intoxicándolo todo con unos argumentos que la propia realidad, desde la crisis de la Primera Internacional a 1917, se ha encargado de desmontar, dejándonos bien claro a dónde nos lleva el concepto de “autoridad roja”. Por otro tenemos la voz de los desencantados y desesperados, gente que ante el cacao imperante une su voz a la de Ortega y Gasset a la búsqueda de “un hombre fuerte”, como si alguien pudiera hacer por nosotros lo que somos incapaces de hacer por nosotros mismos.
Estas incongruencias han sido cíclicamente rebatidas por un acerbo bien razonado y articulado que data desde antes de Godwin; este acerbo, sin embargo, no encuentra tristemente continuidad cuando confronta con gran parte de la militancia libertaria y los colectivos que lo componen.

La enajenación de la realidad, sumado a las filias y fobias propias de nuestra humanidad, nos ha hecho detectar autoridad donde no suele haberla, dejando intacto no obstante el verdadero edificio de la jerarquía.
Es cierto que en nuestros colectivos hay actitudes autoritarias y de liderazgo, personas que, al llevar la voz cantante, pueden absorber y engullir a una organización. No entraré ahora a valorar la responsabilidad de los engullidos, pues sólo quería constatar un hecho y no hablar de la “servidumbre voluntaria” que es algo que transciende de los límites de este artículo. Esto, sin embargo, es lo que ocurre en la mayoría de colectivos humanos, una tendencia propia de una formación verticalista cimentada en lo que Nietzsche defendía como “voluntad de poder”. La mayoría de errores que se producen en grupos y comunidades libertarias no son más que la mayoría de errores que surgen en el resto de grupos y comunidades no libertarias; así de simple. Evidentemente lo que llama la atención es que en ambientes que se dicen anarquistas, con gente que se dice anarquista, surjan roles de dominación y obediencia, y esto es algo que deberíamos corregir con un trabajo constante que parta de uno mismo sobre sí mismo; sin embargo, siendo falibles y vulnerables, como somos, no podemos esperar que denominarse anarquista suponga ser metahumano. Mientras nuestros propios mimbres no se rebelen contra lo que impera y sigamos nutriéndonos de identidades pre construidas, nuestros errores no diferirán de los de nuestro entorno.
Reconocido lo dicho, entro en el quid de este texto: ¿sabemos identificar bien los anarquistas el liderazgo en nuestros colectivos?
Dada la situación de nuestro movimiento, en los grupos anarquistas solemos ser pocos. Cuando un grupo se decide a dejar de teorizar y a llevar lo que predica a la práctica, esto significa que hay poca gente para realizar mucho trabajo. Tenemos otro problema además, y es que no hemos dado con lo que llamo el “militante integral”. Tendemos, como nos marca la educación y el mercado laboral, a la especialización. Nos enseñan que hay unos que trabajan con la mente y otros con las manos, que unos saben hablar y otros escuchar. Como ya dije, de estos males no quedan excluidos los colectivos libertarios sólo porque se den ese nombre. Nuestra tendencia debería ser la de generar una actividad integral, formándonos de esa misma manera: potenciar una militancia en la que, entendiendo las circunstancias y preferencias personales, no haya unos que se dedican a labores auxiliares, otros a hablar en público, otros al trabajo de trastienda, otros a escribir, etc.; sino en la que cada uno se sintiera capacitado de realizar cualquier labor, manual o intelectual. Sin embargo, la realidad es otra. En un grupo activista comprometido hay muchas funciones a desempeñar y, lastrados por un modo de actuar adquirido, solemos repartir las tareas en función de la especialidad de cada uno: el que tenga más dotes artísticas se encargará de la cartelería; el que tenga más formación, de redactar los documentos; el que tenga más habilidades sociales, de hablar con la gente, etc. ¿Y si surge el “militante integral”? Estamos tan poco acostumbrados a que el mismo que escribe los artículos sea el que trabaja en la huerta, el que sabotea una máquina en una huelga o el que abre una casa, que visto desde fuera solo podemos adecuar la fórmula capitalista a la militancia social y pensar: trabajo intelectual: líder; trabajo manual: subalterno. Sin pararnos a pensar que el que desarrolla ambas labores sea la misma persona, y sin plantearnos la influencia del medio en esa ecuación que separa el cerebro del brazo.
Si el grupo trabaja bien y hace cosas grandes que tengan repercusión mediática, se plantea entonces el problema crucial de hablar en público. Puede que esto ya se haya planteado en otras actividades, como charlas, talleres o mítines, pero la cosa se endurece cuando lo que se plantea es exponerse. Si el grupo desestima esta vía el problema parece subsanado, pero cuando la naturaleza de la lucha requiere necesariamente la concurrencia mediática (como por ejemplo en el caso de los desahucios) el debate en torno a quién hablará se torna muy revelador. Más allá de cuestiones banales, sobre vergüenza y complejos, está el tema de la exposición pública, de dar la cara, de perder un refuerzo a nuestra seguridad como es el anonimato. Visto desde fuera, diseccionamos al “portavoz” como el líder, el cabecilla, el cerebro, el ideológo, y no somos conscientes de si ese puesto le tocó sacando la pajita más corta o si se vió obligado ante el miedo y la negativa del resto; menos conscientes somos todavía de que lo mismo que pensamos nosotros lo estará pensando la brigada de información respectiva, que podrá añadir un nombre a su lista para cuando llegue el momento de “descabezar”.
A veces llamamos líder al que simplemente se sacrifica por una causa concreta, y da la cara cuando a todos los demás les conviene taparla. Por otro lado, hay que cuidarse mucho de no confundir al líder del grupo con el esclavo del grupo, porque a veces la línea se difumina bastante. Hay gente más comprometida que el resto, que no sólo está dispuesta a jugársela sino también a realizar todos los trabajos desagradables que nadie quiere. Hay personas que siempre se ofrecen, que avanzan cuando otros se detienen, que alientan la actividad y se arriesgan a enredarse en problemas que la mayoría de la gente rehuiría. Hay que ser honestos: cuando en la FAGC se nos planteó la posibilidad de la Comunidad “La Esperanza” la magnitud del trabajo apabulló a muchos. El nivel de implicación de todos los miembros no fue la misma. Algunos se sintieron superados, otros prestaron valiosas labores de soporte y los menos se la jugaron a tiempo completo por el proyecto. El que comparece ante los medios, juzgado desde el exterior por gente que no conoce los pormenores del asunto, puede parecer un aspirante a jefe, pero por dentro nadie sabe la loza que le está presionando el pecho.
Estas personas comprometidas, que como mucho son organizadores, dinamizadores, cuando no pobres mulas que cargan con el trabajo colectivo, son confundidas como líderes por el desconocimiento general de lo que suponen las atribuciones del mando, por los prejuicios sociales que ya mencioné, pero también por la mala baba imperante.
Esa persona que desarrolla un discurso, que lo manifiesta públicamente en base a hecho reales, que no puede ser acusado de vender humo, supone una amenaza para nuestro estatus de “sosiego revolucionario”. Su actividad amenaza nuestro quietismo y los objetivos que alcanza nuestra mediocridad. Una persona que demuestra que se pueden hacer cosas más allá de hablar del pasado o de celebrar actos endogámicos, de retro alimentación y auto complacencia, está indicándonos simultáneamente que no hacemos nada más práctico porque no queremos, y no porque no se pueda. Tildamos de líder, ya que no conocemos otro insulto peor, no al comisario, al jefe de partido o de secta, si no a aquel que hace destacar su voz y nos recuerdo que el anarquismo no es un acto de contemplación monacal. Si alguien nos escupe en la cara que el asamblearismo, el apoyo mutuo y la acción directa, no son mantras que repetir machaconamente, ni productos de consumo interno, ni lemas desgastados que añadir a cada cartel y a cada comunicado, sino que son respectivamente un órgano para que la gente de a pie gestione sus recursos y sus propios barrios; un instrumento para tejer redes de soporte y servicios mutuos; una forma de actuar que pasa por expropiar sin intermediarios bienes y recursos y no por hablar; esa persona es un enemigo, y al enemigo se le insulta y caricaturiza. Si alguien con sus hechos, y con el discurso que sirve de soporte teórico a los mismos, entra en tu zona de confort, desmantela tu verborrea cristiana de predicador, da un manotazo al santuario repleto de velas a Bakunin y Durruti, y te fuerza a la acción, no es raro que lo identifiques con un líder, porque siempre es más fácil reducir al absurdo que encajar un golpe.
Es por eso que todo el que en nuestros medios y ambientes hace algo, mueve algo o hace que algo destaque, pasa a ser instantáneamente, para una capillita muy bien acomodada en la estabilidad de la disidencia verbal, un aspirante a caudillo, un tipo con ínfulas de grandeza, un líder. Se logra así que la quietud genere quietud.
Esto no es nuevo, hoy las figuras de un Bakunin, Malatesta, Seguí o Durruti nos llegan casi regulares, sin aristas alarmantes, sin mácula de duda. En su época fueros acusados de papas, de dictadores del movimiento, de personajes sospechosos con deseos de fagocitar al anarquismo. Hoy los valoramos y respetamos porque ya no existen, porque están muertos; si existieran y nos obligaran a cuestionarnos nuestra inactividad, ya los estaríamos despellejando. Hubo personajes como Tomás González Morago, de cuya gran labor como organizador nos da constancia Anselmo Lorenzo en ElProletariado Militante (1901, 1923), que corrieron peor suerte y murieron solos en prisión orillados por sus propios compañeros. Hoy, como buen difunto, se le recuerda como uno de los fundadores de la AIT española, pero no como el ilegalista que murió marginado por los suyos. Parece ser entonces que lo único que hace falta para ahorrarse dichos ataques es llegar a la venerable vejez o morirse: pero lo primero para algunos aún está lejos, y lo segundo lo considero un precio excesivo para tan poco premio.
Ante el papanatismo imperante no podemos recular. Sólo nos queda seguir trabajando, cada vez más fuerte y con más ganas; saber discriminar las críticas razonadas de los ataques nacidos de las heridas al amor propio; y esperar que el Movimiento Libertario aprenda a distinguir entre los líderes que intentan controlar nuestras vidas y los revolucionarios que sólo tratan de organizar la resistencia.
Ruymán Rodríguez

La vida sigue

(Texto del Grupo Pensamiento Crítico como balance del 2015)
  
El año 2015 ha quedado atrás sin pena ni gloria. Las elecciones han pasado —da igual el resultado— y los nuevos padres de la patria tomarán decisiones que afectarán a nuestras vidas, generalmente para mal. Ojalá nos equivocáramos en esta predicción pero la historia habla por sí misma, solo resta dejar pasar el tiempo para obtener la confirmación. En realidad, no hay nada nuevo de lo que extrañarse. El balance más positivo que podemos hacer es el que viene derivado de nuestro aprendizaje, de nuestra práctica cotidiana. Los trescientos sesenta y cinco días pasados no han sido fáciles, ni lo serán los siguientes porque todavía no ha llegado el momento de relajarnos y bajar la guardia, al contrario; el tiempo presente nos exige más esfuerzo, y, sobre todo, inteligencia colectiva. Muchos proyectos auspiciados bajo el impulso libertario han salido adelante y de ello deberíamos sentirnos satisfechos. En los éxitos y en los errores hemos crecido un poco más, incluso hasta es posible que nos hayamos vuelto personas más sabias.
La experiencia de la Federación Anarquista de Gran Canaria (FAGC) en la Comunidad «La Esperanza» es un buen ejemplo de lo que hablamos. El gran trabajo que han realizado ha tenido sus frutos aunque esos frutos hayan supuesto un gran esfuerzo para sus inspiradores y más de una decepción; a fin de cuentas, vivimos donde vivimos, y el camino de construcción de una nueva sociedad está plagado de obstáculos, unos visibles y otros no. La Comunidad «La Esperanza» ha sido una de las ocupaciones mayores de Europa. La opción que en su momento tomó la FAGC con respecto al problema de la vivienda fue no limitarse a ir a la contra de las indignas políticas sociales del Estado o simplemente ejercer resistencia —como se suele hacer en la mayoría de las ocasiones, o al menos eso es lo que parece—, llegaron más lejos, y elaboraron un proyecto complejo pero bastante bien situado en su entorno social. Desde el principio han pretendido que sean las personas implicadas en la ocupación las que gestionen sus necesidades básicas. En ese contexto ha existido una labor pedagógica —no siempre lograda— de concienciación sobre los significados del Apoyo Mutuo y el poder de la asamblea como órgano de administración comunitaria. Un compañero participante definió la experiencia como pasar de la teoría a la propaganda por la acción, como objetivo a corto plazo; a largo plazo, hacer que las personas participantes interiorizaran un modelo de acción social y de vida, sin atajos, sin dirigismos, sin delegación de poder salvo en los aspectos técnicos. Evidentemente, el proyecto será lo que decidan sus participantes, luego el resultado final es incierto mas a pesar de ello muy valioso. La FAGC lo ha explicado bien en su comunicado de fecha 30 de noviembre de 2015. Han aprendido que el trabajo bien hecho no significa necesariamente una devolución justa y equilibrada por parte de los que se han beneficiado de él —sin generalizar—. Si nuestras mentes estuvieran abiertas al cambio y preparadas para la revolución no estaríamos, probablemente, escribiendo estas líneas, no serían necesarias. Por tanto, si bien la estrategia ha sido buena, quizá un cambio de táctica no les ha venido mal para paliar las frustraciones propias de las luchas, casi siempre difíciles, cuando no perdidas de antemano. Además, su experiencia, al ser comunicada, pasa a formar parte de nuestro saber colectivo. (Para ampliar la información sugerimos consultar la web de la FAGC. http://www.anarquistasgc.net/)
 

La experiencia de la FAGC en la Comunidad «La Esperanza» nos recuerda mucho la Comunidad «La Cecilia» organizada en Brasil entre 1890 y 1894 bajo los principios libertarios y que llegó a estar compuesta por 300 personas. Deseamos que la vida de «La Esperanza» sea más larga.

El artículo Ideal y Realidad de Malatesta es una reflexión precisa y contundente sobre el contraste entre nuestros ideales y el medio ambiente en que nos desenvolvemos. Es indudable que aunque no nos guste es muy difícil vivir absolutamente al margen, a lo sumo nos desenvolvemos en las periferias del Sistema, y aunque pidamos lo imposible —es necesario hacerlo así—, la práctica nos enseña que las tácticas pueden ser diferentes en función del contexto y el momento histórico, y el resultado nada seguro.
Hay que afrontar la realidad con lo que somos y tenemos, no solo por los distintos niveles de conciencia política que existen sino también por el propio desarrollo interior y conductual de los que nos consideramos adeptos a La Idea. Aunque siempre pregonemos que la conciencia transformadora, la lucha política, está intrínsecamente unida a la vida personal, mucho nos tememos que nuestras conductas con esas otras personas que denominamos afines en ocasiones dejan que desear. Evidentemente, queremos cambiar el estado de las relaciones de dominación, pero de manera prioritaria tendríamos que tener presente dónde nos hemos educado, y por tanto, el bagaje autoritario que arrastramos, lo que nos obliga a transformarnos primero a nosotras mismas. Nuestras conductas aisladas, incluso entre compañeras y compañeros distan de guardar la suficiente coherencia con la tan ensalzada moral libertaria. Quizá una consigna que nos debería impulsar hacia adelante sería: ¡Cambiemos el mundo cambiando nosotros primero!
Así, mientras avanzamos dos pasos, retrocedemos uno, y pensamos en el objetivo siguiente, sentimos en nuestros cogotes el aliento de los perros de presa del Estado, amenazadores, advirtiéndonos con sus operaciones fantasmas que están ahí. Su preocupación y vigilancia nos indica que no debemos estar haciéndolo demasiado mal cuando inspiramos sus planes represivos y no nos quitan el ojo de encima.
No podemos dejar de apuntar algunas notas al ruido producido por la bofetada que sufrió el Presidente Rajoy durante el mes de diciembre. El escándalo ha sido mayúsculo. Hasta las buenas gentes han reprobado el acto por insólito, obviando que él ha sido y todavía es el máximo responsable en nuestro país de las políticas neoliberales que han infligido un gran sufrimiento a millones de personas. Los tertulianos, los políticos profesionales y los aprendices de brujo, que todavía están en el banquillo, se han apresurado a condenar el acto y a explicar a quienes les han querido oír que hay que respetar las reglas del juego. La sumisión es la ley del Estado. Cedemos nuestra libertad a cambio de una falsa seguridad. Y si deseamos cambiar algo para eso tenemos los votos cuatrienales. Uno de estos contertulios, que pueblan habitualmente los alienantes programas televisivos, dijo con mucha cordura: Por suerte, la tensión que ha habido estos años, al final se ha reconducido hacia los procesos electorales. Es decir, hemos sido aplastados por el denominado posibilismo y el aventurerismo cínico, que no ignorante, de los nuevos políticos con cara de niños que juegan en las rodillas de sus padres sistémicos, conscientes de que aunque lloren y protesten, sus progenitores siempre van a decir la última palabra. Eso sí, les dejará incordiar un poco, siempre y cuando no molesten demasiado y cumplan las reglas. La población, la ciudadanía, las gentes de este nuestro país, cree los discursos de los unos y los otros porque también cree en Dios, y, por supuesto, en absoluto confían en sus propias fuerzas y capacidad revolucionaria derivada de la suma de voluntades. Desde luego, es mucho más fácil votar que enfrentarse al todopoderoso Estado. 
Desde estas páginas solo podemos desear a todas las personas que a diario construyen una nueva realidad desde sí mismas, un feliz y próspero viaje hacia ese horizonte de autorrealización y lucha que supone abrazar La Idea.

Comunidad La Esperanza: el experimento libertario en Gran Canaria

Un artículo de Bea del Corte e Iris Rodríguez para LaColumna.cat

Con una gestión horizontal y autogestionada, se forma la mayor comunidad okupa de España, una experiencia libertaria llevada a cabo por gente no anarquista. Son las setenta familias que viven en ‘’La Esperanza, lo último que se pierde’’ en Gran Canaria.
A principios del 2013, inmersos en un gran entorno de precariedad social en Canarias: paro –un 35% según la última EPA-, desahucios –más de 4.000 ejecuciones hipotecarias en el último año según el Consejo del Poder Judicial-, crisis económica y de precariedad laboral, un grupo de familias entraron a okupar un bloque de pisos vacíos en el municipio de Santa María de Guía, al norte de la isla de Gran Canaria, una de las 7 islas del archipiélago canario.
En una coyuntura social en la que la okupación de pisos vacíos está cada vez más legitimada debido a la crítica situación de la vivienda, lo que diferencia esta comunidad okupada es la organización que les apoyó en la acción. Fue la Federación Anarquista de Gran Canaria (FAGC), que dio pie a una organización vecinal y comunitaria compleja pero enriquecedora. Hoy 200 personas viven allí. Son la comunidad Esperanza, “lo último que se pierde”.
La federación anarquista planteaba esta lucha social con un objetivo primordial: solucionar la falta de vivienda, además de conseguir el favor social de una mayoría que legitimase su acción, propone una reivindicación en clave de conflicto. “Si te limitas a proporcionar servicios básicos, el capitalismo vuelve a ser el mejor sistema para la gente y eso no genera ningún aprendizaje”, explica Ruymán Rodríguez, portavoz de la federación.

Se creó así la gestión libertaria de un espacio común. Sin embargo, el proceso tanto previo como durante la okupación fue complejo. La legitimación social de esta acción implicó un gran trabajo base, muchas reuniones con vecinos de los barrios con mayor riesgo de exclusión social y que más están sufriendo las consecuencias de la crisis, con okupaciones puntuales de pisos vacíos hasta que apareció la posibilidad de entrar a vivir en un edificio que la constructora Piornedo había dejado sin acabar en Guía, Gran Canaria.
La idea inicial era acompañar a los nuevos inquilinos en el inicio del proyecto, darles las herramientas para coordinarse y posteriormente desvincularse de la okupación como colectivo. Setenta familias se acabaron uniendo al proyecto; en las que el asamblearismo fue la principal forma de organización en la comunidad. Aunque como cuenta Ruymán, miembro de la FAGC y habitante del edificio durante año y medio, las dinámicas asamblearias son complejas de aplicar si no se tiene cierta experiencia. Se consiguió generar el entendimiento y funcionamiento necesario de las comisiones, pero cuando la federación anarquista quiso desvincularse de la okupación -para convivir sin una ayuda que pudiese politizarlos- , se crearon “golpes de estado autoritarios dentro de la propia comunidad”. La FAGC tuvo que volver a vincularse para ofrecerles herramientas de organización, generar espacios de aprendizaje y formación y crear comisiones de gestión de la comunidad y de resolución de conflictos.
En La Esperanza viven con luz de obra, bidones de agua y aproximadamente un 30% de los vecinos se alimentan a partir de una huerta común. Hay una importante variedad étnica y con ella los consecuentes prejuicios y sub-prejuicios dentro de los propios inquilinos. Actitudes sociales que describen a la perfección la estructura social en la que vivimos, cargada de estereotipos y categorías.
Entre las más de setenta familias hay una gran diversidad de perfiles, familias, inmigrantes, niños, parados de larga duración, trabajadores precarios, etc. Muchos de ellos son profesionales de la construcción que se quedaron inactivos después de la crisis del boom inmobiliario, por lo que se encargan de resolver cualquier problema técnico o de infraestructura en el edificio, apunta el portavoz de la comunidad.
Respecto a los roles de género, es evidente que se mantienen en tanto que es muy complicado sacar a las personas de sus actitudes intrínsecamente machistas, explica Ruyman. Sin embargo, el rol de fuerza masculina se pudo ver diluído ante el papel de las mujeres en la resolución de todos los conflictos que se daban en la comunidad. El empoderamiento de la fuerza femenina no solo se da a través de formaciones y talleres.
A nivel legal, el bloque de la comunidad pertenece a la SAREB -Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria-, conocido como el banco malo. Algunos de los problemas que se pueden presentar es un desahucio cautelar por algún problema estructural (como un incendio o inundación). Por lo que ahora se encuentran en el segundo intento de desligarse de la federación anarquista, ya que los vecinos cuentan con mayor experiencia en gestión asamblearia y deben enfrentarse a una nueva situación. En primer lugar, piden al Ayuntamiento que les ayude a regularizar los suministros para el abastecimiento público de luz y agua, pagando lo que corresponda; también demandan que asuma la titularidad de las viviendas con un alquiler social asequible a sus ingresos, siempre siguiendo con los patrones de su gestión libertaria.
Ante las críticas posibles a que con el soporte de la FAGC a la comunidad se produjese una influencia ideológica, el portavoz no duda: “una vez les ofrecemos las herramientas, decidimos que el papel de la Federación debe cambiar: abandonar el rol paternalista y dejar que la comunidad evolucione por sí sola; aunque como libertarios no nos sintamos identificados con sus futuros actos o decisiones”.
En definitiva, no buscan con sus acciones solucionar una cuestión habitacional sino plantear soluciones a problemas sociales abriendo una grieta profunda en el sistema: dejar de retroalimentarlo. El archipiélago canario, con más de 2.100 millones de habitantes (800.000 en Gran Canaria), es de las comunidades con mayores riegos de exclusión social. Aproximadamente un 30% de personas viven bajo el umbral de la pobreza y un 16% de familias tienen todos sus miembros en paro (INE). Pero además, tiene una de las mayores incoherencias del sistema: existen cerca de 130.000 viviendas vacías (según la PAH Canarias) y unas 21.000 familias solicitantes de vivienda (según el gobierno autonómico).
El portavoz de la Federación Anarquista de Gran Canaria es consciente de la particularidad de esta experiencia libertaria. Es un producto consecuente de la crisis, llevado a cabo por gente no anarquista, fruto de la necesidad de plantear alternativas a la desigualdad social.