Aparecido en El País (12/5/15)
Más de 70 familias ocupan unos edificios del banco malo en Gran Canaria. Hay 149 niños. Tras dos años en las casas, denuncian el “acoso” de la Guardia Civil
En la comuna La Esperanza, al norte de la isla de Gran Canaria, viven 71 familias. Son 250 personas que no tenían hogar, de las que más de la mitad son menores. A principios de 2013 dos decenas de personas, con su vida a cuestas, ocuparon las primeras 20 viviendas de los cuatro edificios que una constructora abandonó por problemas de licencia y cédulas de habitabilidad. La llamaron La Esperanza, lo último que se pierde.
Es el refugio para gente sin recursos, ubicado en el municipio de Santa María de Guía, al norte de la isla de Gran Canaria. Servicios Sociales ha derivado allí a cuatro familias. Dos de han quedado. Ruymán Rodríguez, uno de los promotores, dice que la comunidad no tiene problemas para escuchar las situaciones familiares e intentar encajarlas en las viviendas disponibles. Todo iba como la seda, sostiene, y ahora no entiende por qué la Guardia Civil “acosa” a varios vecinos de la comuna. Él mismo fue detenido la semana pasada y pasó 24 horas en el calabozo, después de que le pidieran la identificación en una parada de autobuses. En el juicio rápido celebrado por «resistencia a la autoridad», el abogado de la Benemérita le pedía cinco años de cárcel. El juez desestimó la petición y lo rebajó a un delito de faltas.
Los cuatro edificios y los terrenos aledaños que conforman La Esperanza han sido absorbidos por el Sareb, el banco malo, según los vecinos. Sin embargo, fuentes del Sareb matizan que no consta que sean los propietarios de dicha promoción, aunque probablemente las viviendas sean «colaterales» de un préstamo (una garantía del crédito al promotor ). Los habitantes esperan que el litigio por deudas de la constructora se prolongue y poder vivir allí algunos meses más. O que conviertan las casas en viviendas sociales y alquilarlas por un precio que puedan pagar.
A principio de mes cada vecino de la comuna aporta 25 euros. Son voluntarios. “Si no tienen, lo intentamos poner entre el resto”, explica Rodríguez. Cuando llegaron, en 2013, explicaron a la constructora propietaria la situación. Eran familias sin techo que habían entrado en unas viviendas vacías listas para ser habitadas. Una gasolinera, instalada allí antes que los edificios, impedían que pudieran ser vendidas. Hubo varios robos de cables de cobre y la propietaria temía que lo siguiente en desaparecer fueran grifos y puertas. En esas circunstancias, entregó las llaves a los nuevos propietarios, seis familias que habían sido desahuciadas o no podían pagar un alquiler.
Natalia, que tiene tres hijos y espera otro a sus 32 años, recuerda también ese momento. “Estoy de cinco meses. La Esperanza es un nido de fertilidad”, concede con una sonrisa. Se retira las gafas y explica que su objetivo fue “mantener a la familia unida”. En 2013 ni ella ni su pareja tenían ingresos y optaron por ocupar una casa en La Esperanza.
Cada último domingo de mes celebran la asamblea en la que se presenta el balance de tesorería. Cada comisión explica en qué ha trabajado durante el mes. Ahora mismo las 71 viviendas están ocupadas bajo el requisito de “ser familias con hijos a cargo o estar pasando hambre extrema”. A la sala en la que celebran las reuniones la han llamado Asambleatorio. Los encargados de los talleres para los niños tienen bastante tarea con los 149 críos y ahora planean abrir un nuevo espacio de juego en un solar cercano.
Guillermo, de 49 años, es delgado, alto y rubio. Trabajó de encofrador durante el boom de la construcción. Estuvo algunos años desahuciado, alimentándose en comedores sociales. Con él, en La Esperanza, viven su mujer y una de sus hijas. Es el encargado de la nueva zona infantil. “Si fuera más joven, me iría fuera y me buscaría la vida. Pero, ¿dónde voy con casi 50 años?”, se pregunta. Guillermo se gana los cuartos recogiendo chatarra, “parezco Batman, salgo de noche a buscar basura para venderla”.
El huerto lo coordina Julio, que acaba de cumplir 40 años y trabajó durante 10 como cerrajero. Colaboró en desahucios “más de lo que usted se imagina” antes de la crisis. “Y ahora soy yo el que ha tenido que ocupar, así es la vida”, dice. A un despido se sumó un divorcio problemático y se quedó en la calle de la noche a la mañana. “Veo la vida con más miedo y en La Esperanza, cuando no tengo, siempre hay alguien que ayuda”, reflexiona.
En el patio está Coraima. Tiene 22 años. Vivió en un centro de mujeres maltratadas, después de que su marido le golpease en repetidas ocasiones. No encontraba trabajo ni estabilidad y tuvo que abandonarlo. Se vio con su hijo en la calle y acabó en La Esperanza. Con ella habla Roberto, que es de Tuluá, Colombia, tiene 42 años y lleva 14 en Gran Canaria. Llegó hace algo poco más de un año a la comuna. “Tengo cuatro chiquillos a mi cargo, mi mujer que no cobra nada y ahorita lo que entra es muy poco”, explica. Y remata: “aquí tengo un techo, es peor estar en la calle”.
En La Esperanza ha habido nacimientos y también muertes. Los habitantes recuerdan el niño de 15 años que murió de leucemia. “No había dinero ni para enterrarlo”, rememora Ruyman. Hay varias personas con enfermedades crónicas o terminales. Dos miembros de una misma familia tienen cáncer.
La voz de los vecinos no se ha escuchado desde que ocuparon los edificios. Han buscado vivir con sigilo, de forma discreta, organizarse y tener fuerza para explicar que ocuparon por que no podían más. La Esperanza, más que ser lo último que se pierde, se ha convertido en un lugar en el que no hay nada que perder.