Son las 7 de la mañana, me desperezo y me dispongo a lavarme la cara. Abro el grifo y hay agua. Hoy la cuba tuvo que llegar puntual y Blas, miembro de la Comisión de Mantenimiento, pudo abrir el abastecimiento a las 7 según nuestro horario de racionamiento de agua. El bueno de Blas, y quienes le ayudan en Mantenimiento, se encargan del agua y de detectar y arreglar desperfectos para que la Comunidad funcione. No cobran nada por ello. ¿Por qué lo hacen? Por solidaridad y compromiso con “el proyecto”, no hay más.
Me visto y bajo al patio. Ahí están Judith y Azu barriéndolo y baldeándolo. Hoy no es lunes (nuestro día de limpieza general), pero quieren mantener las zonas comunes limpias, saben que a nosotros por ser “okupas” se nos mira con lupa. Cuando hay zafarrancho de limpieza se suman algunos hombres, pero desgraciadamente las mujeres siguen siendo mayoría en esta labor. Sin embargo, no se respira un aire machista; las mujeres son mayoría en casi todo. Las que vienen a solicitar vivienda son casi siempre mujeres; son mayoría en la asamblea y son las más participativas; las comisiones están llevadas casi todas por mujeres; cuando hay algún conflicto son las primeras en mediar e intervenir. El concepto de fuerza ha perdido en la Comunidad su estereotípico cariz masculino.
Un grupo de vecinos debate en los bancos del patio. Me sumo a la charla. Les preocupa el aumento del gasto de agua debido a los calores del verano. “A ver si los del ayuntamiento se deciden de una vez y nos ponen el agua, que no somos animales, joder”. Hablan de convocar una asamblea cuanto antes. “Hay que seguir presionando, seguir insistiendo con los medios, y si no manifestaciones o lo que haga falta”, repiten. Alguno es miembro de la Comisión Anti-desahucio, que se encarga de hablar con los medios y tratar de iniciar las negociaciones con la administración. Idahira, la tesorera (este mes le toca a ella), ataja enérgica: “mientras eso pasa lo que hay que hacer es ahorrar”. A ella se le entrega la “contribución comunitaria voluntaria” de 25 euros mensuales. Gracias a esos 25 euros podemos pagar las cubas de 10.000 litros diarios con los que nos abastecemos.
Les dejo con su conversación y me acerco al Asambleatorio (así llamamos al lugar dónde se celebran las asambleas y los talleres y eventos) porque veo algo que me gusta. Los niños están ensayando una obrita de teatro que hizo un vecino. Están entusiasmados, gritando y reproduciendo ruidos de animales. Algunas madres de la Comisión de Talleres les ayudan a ensayar. Miro a los niños y pienso que son lo mejor de la Comunidad. A pesar de la situación económica en la que se encontraban sus padres antes de venir aquí, a su manera estos niños son afortunados. No sólo por la oferta de ocio que hay en la Comunidad con los talleres y demás; estos niños están viviendo una experiencia que les dará una gran ventaja sobre el resto de miembros de su generación. Están aprendiendo y viviendo desde chiquititos lo que es el apoyo mutuo, la empatía, la diversidad, la tolerancia. Pienso en cuando sean grandes y recuerden este periodo de sus vidas. Estos niños serán hombres y mujeres el día de mañana que serán sensibles al dolor ajeno y sabrán que la colaboración es la única forma de resistir y que la justicia no es un ente abstracto.
Me avisan de Mantenimiento: se ha roto una tubería en el garaje. Bajo corriendo a ayudar. Nos pasamos horas arreglándola. Unos van a comprar el repuesto mientras otros serruchan el tramo para ponerle un acople. Aquí, ante mí, tenemos obreros cualificados (como Moisés, Carmelo, Iche y un largo etcétera) que cuando pasa algo de esto saben en cada momento qué hacer. Admiro sus conocimientos y pericia. No pierden nunca la calma en estas circunstancias. La arreglamos al fin.
Con la avería se nos ha hecho tarde, algunos no hemos tenido tiempo de prepararnos la comida. Rocío invita a comer a parte de la cuadrilla de Mantenimiento en su casa y Francisco a otra parte en la suya. Los que van a casa de Francisco disfrutaran de un menú de comida típica colombiana, y los que va a casa de Rocío aprovecharán para llevarse la ropa que amablemente les lavó el otro día. Esas redes espontáneas de apoyo mutuo se tejen día a día en “La Esperanza”. Olla común improvisada , unos vecinos le lavan la ropa a los que no tienen lavadora, otros ayudan a fabricar mobiliario para las casas con maderas recicladas, y así sucesivamente.
Entre los comensales distingo dos caras desconocidas con un niño al que tampoco identifico. Le pregunto a Rocío y me aclara que son “nuevos realojados”. Entraron porque otro vecino encontró trabajo y decidió entregar la llave a la Comisión de Realojo y darle a otra familia la misma oportunidad que le dieron a él. Los nuevos llevan en lista de espera algunos meses, han entregado toda la documentación necesaria para demostrar su situación de necesidad, ya han pasado varias entrevistas con los de Realojo y finalmente se les ha explicado bien “el proyecto” y han aceptado sus condiciones. Hablo con ellos. Que les llamaran de Realojo ha sido lo mejor que les podría pasar: 3 meses de impago de alquiler, agotada la paciencia del casero, les daba una semana para irse o iniciaba los trámites de desahucio. Sus ingresos de 300 euros les impedían pagar el alquiler y comer. Están emocionados y aún no han asimilado su nueva situación. Los vecinos recién llegados suelen venir sin nada. Directamente de la calle, de centros o de traumáticos desalojos. Como en este caso, es difícil que los primeros días los vecinos mas cercanos no le pongan un plato sobre la mesa y les ayuden a instalarse. La solidaridad en “La Esperanza” no es sólo cuestión de sensibilidad, sino de supervivencia.
Después de comer me doy un salto al huerto de la Comunidad. Allí están Javi y Julio, trabajando como siempre. El invierno se ha portado bien con el huerto, pero ahora empiezan los rigores del verano y les urge terminar de colocar las mangueras para el riego por goteo. La idea de Javi, el más implicado en la Comisión del Huerto, es que este se abastezca con cubas independientes. Teniendo en cuenta los problemas acuíferos de la Comunidad, es la única opción. Cerca del huerto corretean gallinas y cabritas. Todos son animales que ya no eran “útiles” para la explotación ganadera y que han sido salvados de ser sacrificados. Para algunos niños de la Comunidad este es el primer contacto que tienen con este tipo de animales. Enseñarles las sinergias que se dan entre los seres vivos y a empatizar con ellos es una experiencia bonita. Javi y Julio se despiden de mí, van a irse a buscar unas plantas forrajeras especiales para las cabras. Ya me contaran a la vuelta.
Cae la tarde, ahora mismo tengo que coger la guagua para irme a trabajar (soy de los pocos en la Comunidad que tiene un trabajo remunerado, aunque la gente se mata a hacer chapuzas, sacar chatarra, limpiar escaleras, para poner un plato en la mesa). Justo cuando estoy saliendo me vuelvo a encontrar con Azu y Rocío. Alguien ha visto nuestra petición de ayuda en la red y viene a traernos ropas, muebles y algunas garrafas de aceite. Rocío y Azu, junto con Ylenia y Lola, forman parte de la recién creada Comisión de Solidaridad (desde que salimos en los medios de comunicación decidimos crearla para gestionar la ayuda que pudiéramos recibir), se han puesto en contacto con ellas y están esperando para recibir tan generosa aportación. Salgo del portón con una sonrisa que crece aún más cuando me cruzo con un vecinito de apenas 8 años que me recuerda: “compa, no te olvides de que esta noche hay cine en el Asambleatorio”. Asiento con la cabeza y pienso que hoy tengo que intentar salir pronto del trabajo.
Mientras camino hacía la parada me vuelvo una última vez y miro hacia la entrada: “Comunidad Esperanza, lo último que se pierde”. Y pienso que aunque parezca increíble esto está ocurriendo en un pequeño y recóndito punto del Atlántico: la gente se ha organizado, ha cogido las riendas de su vida en sus manos y, pase lo que pase, no está dispuesta a renunciar a la esperanza.