Ayer, día 4 de junio (2019), se produjo algo inédito, en mi experiencia militando en vivienda, en la Vega de San José (parece que la palabra “Polígono de San Cristóbal” ya está institucionalmente prescrita): 2 madres, que vivían como precaristas en una vivienda abandonada, fueron desalojadas violentamente por la policía, a las órdenes de una funcionaria judicial, del domicilio en el que vivían con sus tres hijos, sin notificación judicial previa, sin un margen razonable y oficialmente comunicado para abandonar la vivienda, sin requerir juzgados informe previo de los servicios sociales, sin que se hayan establecido las prórrogas que la propia ley establece en caso de que haya menores, sin posibilidad alguna de interponer ningún recurso. La policía asaltó la vivienda, sacaron a las vecinas a la calle a rastras y al instante sus cerrajeros cambiaron la cerradura (me consta que ninguna de estas personas, de policías a cerrajeros desahuciadores, se han planteado la posibilidad de dedicarse a limpiar escaleras). Nereida y Natalia (dos hermanas con uno y dos hijos respectivamente) hoy denunciarán los hechos. No obstante, saben que no servirá de nada, porque aunque judicialmente se les diera la razón, jamás podrán recuperar su domicilio. Así funciona el sistema. Sin número de identificación (todos los policías lo llevaban tapado) no se podrá denunciar a ningún agente concreto por la violencia sufrida, y la denuncia se archivará en cuanto no pueda identificarse a ningún agresor. El sistema es esto.
El único documento “legal” (no perdamos el humor) que se le entregó a las hermanas es una copia de carbón amarilla que viene a decir: “se las invita a irse y al no abandonar la vivienda se avisa a la fuerza pública para que las desaloje”. Hermosa gramática la del Juzgado de 1ª Instancia nº4 de Las Palmas. Faltan violines, y que se oiga un poco más el chapoteo de fondo entre la tinta y la sangre. Ese papel, escrito sobre la marcha, de letras irregulares e ilegibles, es lo que vale la vida de 5 personas. Esa es su ley.
Y eso no es todo… Nereida y Natalia todavía tuvieron que suplicar para que les dejaran sacar sus cosas de la casa. Cuando me enteré y me personé allí, la imagen que vi no pudo ser más terrible. Toda una vida, de colchones, mesillas y juguetes de niños, tirada en un rellano, o directamente en la calle. El único oxígeno lo proporcionaban los vecinos y la gente del Sindicato de Inquilinas que estaban allí y trataban de reconfortar a las hermanas.
El problema en este caso no ha sido sólo la completa dejación de las instituciones, algo a lo que ya estamos acostumbrados, por mucho que el Ayuntamiento se vista de rojo progresista y hable de “sensibilidad social”. Su total indiferencia ante la emergencia habitacional que vivimos en Canarias, especialmente en Las Palmas, es ya un lugar común. Que Nereida y Natalia no hayan podido en estos meses, desde que paramos el primer intento de desahucio en marzo, reunirse con ningún responsable institucional de vivienda y que hayan sido completamente ignoradas, es parte del ritual al que someten a cualquier vecino pobre del municipio. Es lamentable acostumbrarse a la ineptitud y que ya ni nos sorprenda. También es patético ver como unos movimientos sociales completamente domesticados, atiborrados de subvenciones, no denuncian ya ni un desahucio en la isla aunque los casos se les amontonen en la puerta. Pero repito, el problema principal no ha sido esta vez tanto la incompetencia institucional, su papel pasivo, como su participación. Es mejor sufrirlos cruzados de brazos que cuando intervienen, porque ¿saben qué cuerpo policial es el que saca violentamente a ambas mujeres a la calle causándoles lesiones? Es la policía local, los GOIA, su cuerpo antidisturbios, movilizados, necesariamente, bajo el mandato del Ayuntamiento de Las Palmas y en última instancia de su alcalde, Augusto Hidalgo. Ese es el “ayuntamiento popular”, el que iba a pararle los pies al fascismo, el ayuntamiento “del cambio”… Suerte que al fascismo se le combatía con urnas.
El otro gran responsable que toca señalar es el aparato jurídico y represivo-policial del sistema. Llevan meses alertándonos sobre el peligro de la entrada del fascismo en las instituciones, ignorando que en nuestros barrios el fascismo lleva décadas campando a sus anchas en juzgados y comisarías. El pibe menos espabilado del barrio ya sabe que hay “leyes para pobres” y “leyes para ricos”, “leyes de sangre” y “leyes de papel” y que es peor robar cuatrocientos euros que un millón. La ley es una espada: es vertical y siempre cae hacia abajo. No tiene otro principio que salvaguardar la propiedad privada y el monopolio de la violencia por parte del Estado. Todas las infracciones del Código Penal aluden a uno de los dos supuestos. La ley es un rodillo implacable que aplasta los barrios, al okupa, a la precaria, al indigente, a la obrera pobre, y una farsa de cosquillas y regañizas cuando entra en las urbanizaciones y afecta a empresarios, banqueros y políticos (mientras no cuestionen la unidad de España, obvio). En nuestros barrios siempre se ha respirado fascismo y una lección clara: el sistema estatal se basa, principalmente, en la fuerza bruta. Esto es lo que hemos corroborado, vecindario incluido, en el caso de Nereida y Natalia.
El SIGC lleva medio año parando desahucios a una media de 200 por trimestre. En juzgados tomaron nota. Notificarlo previamente supondría ponernos en alerta, que interpusiéramos recursos, llamáramos a los medios y “armáramos jaleo”. Con la lección aprendida, han preferido un desahucio cautelar, sin juicio alguno, sin notificación de ningún tipo, sin opción de interponer recurso. Saben que, aunque el desahucio se considere ilegal o irregular y así se pueda demostrar en sede judicial, Nereida y Natalia ya están fuera, y sin ninguna posibilidad de recuperar su vivienda. Ahora, por cierto, la casa seguirá abandonada otro par de años, rodeada de cámaras de seguridad (lo primero que hicieron los propietarios, que siempre se han negado a llegar a ningún tipo de acuerdo) y completamente bunquerizada.
En definitiva, el sistema ha tomado la vía de la fuerza, de actuar de imprevisto, implacablemente, porque sabían que por la otra, la de estrategia y el cálculo, aún no han conseguido ganarnos. Lo que ha pasado sienta un fatal precedente que debería alarmarnos a todos: en Gran Canaria se ha producido un desahucio que viola todas sus cacareadas garantías procesales, sin notificación judicial alguna y sin otro papel “legal” que una hoja de calco manuscrita. La indefensión jurídica, imposible en esta “avanzada democracia” (si alguien nombra ahora a Venezuela es posible que obtenga unos créditos extras en las próximas oposiciones), se viste de largo en nuestros barrios y empieza a reprimir por encima de sus posibilidades. Lo que ha ocurrido es un ataque directo al SIGC, a su influencia y su forma de proceder, un intento de contrarrestar su capacidad de maniobra. Lo que ha ocurrido es un ataque directo a la clase obrera canaria, una declaración de guerra que dice: a donde no llega la fuerza de ley, llega la ley de la fuerza.
Los anarquistas llevábamos advirtiendo esto desde hace tiempo: la vía legal es muy limitada, y es el propio sistema el que vuelve la ley rígida o laxa a su conveniencia. La gente pobre se está situando al margen de las leyes porque el sistema hace tiempo que ha situado las leyes al margen de ellos. Urge radicalizar respuestas, análisis y estrategias, o nos despedazarán poco a poco y se quitarán una de sus grandes preocupaciones de encima.
Ayer por la noche Nereida y Natalia, con sus tres hijos, fueron realojadas. Y no fue por las instituciones, la labor de los servicios sociales, la iniciativa gubernamental, la exigencia de una sentencia o la intervención de la jurisprudencia europea. Lo hizo la FAGC y el SIGC, con el apoyo y cobertura de los vecinos y simpatizantes, socializando una vivienda de urgencia en una de las últimas comunidades autogestionadas que se han sumado nuestro proyecto de recuperación habitacional: “La Barricada”. El nombre no podría ser mejor. En ella estamos y no la abandonaremos por muchas leyes de sangre que nos vomiten a la cara.
Ruymán Rodríguez