Planes de futuro, planes de presente



Planes de futuro, planes de presente
A todas luces la situación es insostenible. Los poderes públicos y las exigencias capitalistas están sondeando hasta dónde puede resistir el resorte humano sin romperse y estallar en rebeldía. Cuando la mercadocracia te hace pagar dos veces por un servicio, para más inri vital, hasta el más manso mira de soslayo una piedra. Pagaremos – nuevamente–  las ambulancias, los medicamentos y la sanidad (todos menos los inmigrantes, que aún habiéndola pagado con su consumo quedan excluidos de la especie humana y del caprichoso derecho a la vida); la educación y el acceso a la universidad; la justicia estatal, para los ingenuos que aún creen en ella. Los gobernantes están desatendiendo el consejo de uno de sus referentes, el Infanticida emperador romano Tiberio, cuando decía que “a las ovejas se las puede esquilar pero no desollarlas”. Ahora mismo estamos siendo desollados.
En semejante situación el Estado se espera una reacción subversiva en cualquier momento, y pone los medios necesarios para ahogarla en sangre antes incluso de haberse producido. La policía tortura, mutila y asesina (las comisarías empiezan a ser como esos cajones de los magos en los que la gente entra pero no sale), y lo hace con tal impunidad y descaro que cada vez hay menos palmas al aire  y más puños crispados.  

El choque de trenes es inminente, y sólo quienes se hayan preparado saldrán bien parados. Ellos lo están, ¿y nosotros?

La cuestión no es de número: diversos grupos de acción a lo largo de la historia apenas llegaban a la docena; la cuestión es de tejido social crítico y solidario. Lo que marcaba la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre la maldición y la comprensión, entre el aislamiento y el apoyo no era siquiera la naturaleza de las acciones, sino el nivel de arraigo popular. Esa era la diferencia entre la acorralada Banda Bonnot  y Los Solidarios (cuyas acciones, en algunos casos, fueron incluso más controvertidas que las de los “bandidos trágicos”): unos a la guillotina; otros al imaginario colectivo.
No seremos nosotros de esa suerte de hipócritas que le dicen a los que ya no pueden aguantar más, a los que se sienten espoleados por la impaciencia, la desesperación, la rabia o el odio que deben esperar a que todos “estén en marcha” para ponerse en marcha ellos; eso es como si un tutor condenara a la mudez a sus alumnos porque han aprendido a hablar antes de que él les enseñara.
Sin ser de esos, si creemos que la mejor forma de contener los envites del sistema, de resistir en esta larga guerra social, de hacerlo sin regalarle víctimas, mártires y prisioneros, es crear las condiciones precisas para que la empatía se dirija hacia los oprimidos y no hacia los opresores.
Es necesario, emocional y materialmente (por convicción pero también por necesidad), implicarse en todas las luchas sociales más acuciantes. Debe de intentar pararse, por todos los medios a los que esté dispuesto el afectado, que no se ejecute ni un desahucio. Si momentáneamente se pierde la batalla, deben de ocuparse inmuebles para asegurarle a los represaliados un techo sobre sus cabezas. Pero con esto no basta. Una vez asegurada la vivienda debe garantizarse el alimento. Deben ocuparse también tierras de cultivo con las que poder desarrollar una labor integral: saciar la práctica totalidad de las necesidades básicas. Debe de lograrse la puesta en circulación de artículos de primera necesidad (ropas, etc.) sin más premisa que la comunista libertaria: “Da según puedas, toma según necesites”. Porque una persona que tiene mínimamente cubierta la exigencia de techumbre, abrigo y comida, no es sólo la que puede empezar a luchar, sino la que puede empezar a comprender a los que además de luchar contra el hambre, la intemperie y el desamparo, lo hacen también contra la propia estructura del sistema.
El encapuchado, el anti sistema, deja de ser víctima de la sociedad del espectáculo cuando quien debería de condenarlo no puede hacerlo porque lo conoce, porque comprende sus motivos, porque ha experimentado que detrás de su labor disolvente y destructiva existe una finalidad constructora. Es importante que nazca la llama; es vital que se entienda al que la provoca.
Fdo.: El Hombre Guillotina