La letra pequeña de la dación en pago

Últimamente la FAGC está interviniendo en una cantidad alarmante de casos de dación en pago que salen mal. En teoría la dación en pago retroactiva, que desde gran parte del movimiento por la vivienda lleva reivindicándose desde hace años, supone la entrega al banco de la vivienda hipotecada a cambio de cancelar la deuda contraída con el banco. Así, el banco se queda con la casa y el afectado sin deudas. Pero repetimos que ésta es sólo la teoría. Lo que estamos viviendo en lo que llevamos de año plantea un panorama muy distinto.

Cuando alguien obtiene la dación en pago (cada vez más, sospechosamente, son los bancos los que la ofrecen) a efectos legales está vendiendo su casa al banco. Esta operación se grava con el impuesto municipal de plusvalía que tiene que pagar el vendedor (el hipotecado). Este impuesto depende del precio actual de la casa (la diferencia entre el precio de compra y el de reventa) y puede alcanzar miles de euros, puesto que la única limitación es que no supere el 30% de dicho plusvalía. En los casos concretos que hemos tratado los afectados han contraído deudas de más de 5.000 €. Y se ha cumplido lo dictado por la sabiduría popular según la cual: cuando debes 500.000 € el problema lo tiene el que espera cobrar, pero cuando debes 5.000 € el problema lo tienes tú.

La cuestión no es sólo que los afectados siguen endeudados sino que la dación sólo funciona para los que tienen una segunda vivienda perfectamente habilitada. Cuando se renuncia a la casa y no se dispone de otra vivienda en condiciones los problemas no hacen más que crecer. En los dos últimos casos que hemos gestionado ambas familias se vieron obligadas a volver a vivir con sus padres. Esto puede suponer un problema cuando se tienen hijos menores, pues en caso de que la vivienda sea pequeña y viva más gente en ella además de los padres (hermanos, cuñados, los hijos de estos, etc.) o de que no cumpla los requisitos mínimos (luz eléctrica, agua corriente, lavadora o termo) los servicios sociales pueden aducir el hacinamiento o la inhabitabilidad del inmueble para poner a los hijos de los afectados en riesgo.

En ocasiones la dación se suele negociar con un alquiler social. Es decir, el afectado entrega la casa pero sigue viviendo en ella pagando un alquiler al banco durante un tiempo determinado. A veces se consigue éste con la mediación de la administración pública que suele dar una ayuda al alquiler para que el afectado se haga cargo del mismo. Esto tampoco es ninguna panacea. El tiempo de alquiler suele ser insuficiente y obliga a la familia a abandonar la vivienda una vez concluido. Por otro lado, no siempre se fijan al 30% de los ingresos del afectado y a veces se establecen alquileres a un precio convencional dando por sentado que se sufragará con la mencionada ayuda al alquiler. Planteadas así las cosas, cuando el ayuntamiento pone fin a esa ayuda o cuando la situación económica del inquilino le impide hacerse cargo del alquiler, se ve nuevamente en la calle sin derecho a replica. No suele contemplarse la eventualidad de que los ingresos del inquilino sean inexistentes.

Por todo esto, lanzamos esta serie de consejos para que los afectados los tengan en cuenta antes de aceptar la dación:

1. Antes de negociar nada asesórate con un abogado de confianza. Escucha a los colectivos y plataformas, pero toma tus propias decisiones.

2. No firmes la dación sin asegurarte antes de que contractualmente el banco se compromete a pagar el impuesto de plusvalía o que el ayuntamiento renuncia a cobrarlo.

3. Si no tienes segura una vivienda después de entregar tu casa, no la abandones. Es preferible luchar por detener tu desahucio que asumir directamente los perjuicios que puede ocasionarte una situación de indigencia.

4. Asegúrate de que la casa a la que vas si abandonas la tuya reúne todas las condiciones de habitabilidad. No abandones tu casa sin valorar antes si en la nueva vivienda tus hijos pueden ser puestos en riesgo por los servicios sociales.

5. Si la dación se consigue con alquiler social, asegúrate de que éste sea asequible (al 30% de tus ingresos como máximo) y que dure un tiempo considerable (5 años por ejemplo).

6. Si la administración te concede la ayuda al alquiler, asegúrate de que ésta dura tanto tiempo como el contrato de alquiler. Esto es imprescindible si no tienes asegurada ninguna fuente de ingresos.

7. No aceptes sin más un alquiler social si tienes seguro que a la larga no vas a poder pagarlo, bien porque cambien las condiciones estipuladas en el contrato, se acabe la ayuda al alquiler o cambie tu situación económica. Mira todos los pormenores para negociar el alquiler más ventajoso y no verte expuesto en poco tiempo a un desahucio exprés.

8. Si tus ingresos son 0, intenta negociar una moratoria con un plazo razonable que no acabe hasta que percibas tu primer ingreso regular.

Si tienes cualquier duda en este correo podemos asesorarte: anarquistasgc@gmail.com.

Desde aquí pedimos a los movimientos sociales más responsabilidad y que no vendan la dación en pago como una panacea. Cómo hemos visto, también la dación tiene su letra pequeña.

FAGC

Los límites de la comunidad

La mayoría de movimientos sociales tienden a reproducir en su discurso la idea de “crear comunidad”1. Cuando los sueños revolucionarios chocan con la realidad, también es hacia la creación de comunidades alternativas hacia dónde se dirigen las expectativas. A su vez en los ambientes revolucionarios hablamos insistentemente, pero de forma vaga, de levantar “comunidades de resistencia” (haciendo más hincapié, en las práctica, en el primer término que en el segundo). Lo hacemos sin concebir casi nunca que este mito de nuestro imaginario común también tiene sus límites. Esto no significa que lo considere algo negativo ni un elemento a desterrar, pero sí a cuestionar, a replantearnos sus aparentes certezas.

Durante el siglo XIX muchos de los primeros socialistas desarrollaron, tanto en el plano práctico como teórico, modelos comunitarios idílicos de implantación inmediata; todos fracasaron. Tanto los inspirados en Owen como en Saint Simon, Cabet o incluso el modelo más libertario de Fourier, corrieron la misma suerte. Josiah Warren, considerado el primer anarquista consciente de Norteamérica, participó en una de esas primeras comunas owenistas estadounidenses, y el resultado fue el desencanto total por su parte y abrazar un concepto individualista sobre la interactuación social que él llamaba la “desconexión”. Según su opinión, la gente era más feliz cuanto más independiente era y más libre se sentía en sus hábitos, cuanto más desconectada estaba de estructuras generales. Esto no quiere decir que Warren rechazara los lazos sociales; sólo consideraba que reglar todos los aspectos de la vida de los miembros de una comunidad conducía a la muerte de la misma.2

Muchas décadas antes que él, e incluso antes de que se dieran las primeras experiencias comunitarias utópicas decimonónicas, William Godwin ya había alertado de estos excesos. Godwin, que en su Investigación sobre la justicia política (1793) defiende precisamente un modelo de vida basado en la propiedad colectiva, considera que esta forma de propiedad no puede suponer comunalizar también usos y costumbres. Para él la propiedad común no debe significar obligatoriamente comedores, horarios, trabajos y pensamientos también comunes3. La propiedad colectiva debe inspirar, sin renunciar a los vinculos sociales, a la independencia de espíritu. Algo muy parecido defendería casi un siglo después Oscar Wilde en su ensayo El alma del hombre bajo el socialismo (1890)4.

Los experimentos comunitarios que se dieron a finales de ese siglo XIX y principios del XX también fracasaron. Estos fueron en su mayoría de corte libertario y se extendieron por Italia, España, sobre todo Francia y también los países sudamericanos más afectados por la migración europea (como Argentina o Brasil). Desde los primeros ejemplos de mano de personajes como Fortuné Henry hasta la popularización de los llamados “medios libres” que se extenderían hasta finales de la Belle Époque, los anarquistas pusieron mucho de su esfuerzo en estas experiencias. Muy pocas consiguieron asentarse en el tiempo y la mayoría se fueron destruyendo más por la acción disolvente interna que por la represión del Estado.

Uno de los ejemplos mejor documentados fue el de “La Cecilia” (1890-1894), un experimento sui géneris pero muy paradigmático hecho en su mayoría por migrantes italianos en un paraje aislado de Brasil. Explicar los pormenores de la vida comunitaria de esta comuna daría para varios artículos y no es mi intención. Baste con explicar que a nivel personal se produjeron muchas de las contradicciones de nuestros ambientes actuales, no sólo a nivel de celos y mezquindades, si no a la hora de forzar a la gente a experimentar situaciones amorosas o emocionales para las que no estaban preparadas (como si eso significara obtener algún tipo de pedigrí evolutivo revolucionario). A nivel social y económico, el egoísmo, la vagancia, la insolidaridad, el autoritarismo, también hallaron brecha. ¿Nos extraña? Una comunidad humana se compone de vicios y virtudes humanas. Ponerle el adjetivo anarquista a algo no sirve como si fuera un fetiche animista que sacudir delante de la cara para espantar a los malos espíritus.

Estamos educados como estamos y aunque hayamos querido eliminar muchas de las influencias del medio eso no quiere decir que lleguen a desaparecer del todo. Un ambiente creado con fines libertarios no puede blindarse ante la autoridad que le rodea ni depurar a golpe de decreto el autoritarismo que sus miembros llevan insertos. Y aunque se pudiera, ¿qué saldría de este espacio hermético?

Ya Élisée Reclus en su breve pero genial texto “Las colonias anarquistas” (1900) nos advertía de todas estas circunstancias. Apuntaba:

“[…] ¿Crearán los anarquistas Icarias para su uso particular del mundo burgués? Ni lo creo ni lo deseo. […] Sostenidas por el entusiasmo de algunos, por la belleza misma de la idea dominante, pudieron durar algún tiempo esas empresas, a pesar del veneno que las consumía lentamente; pero a la larga hicieron su obra los elementos disgregantes, y todo se hundió por su propio peso, sin necesidad de violencia exterior. […] El aislamiento no queda impune: el árbol que se trasplanta y que se pone bajo cristal, corre peligro de perder su savia, y el ser humano es mucho más sensible aún que la planta. La cerca puesta alrededor de sí por los límites de la colonia, es letal; se acostumbra a su estrecho medio, y de ciudadano del mundo que era, se empequeñece gradualmente a las mínimas dimensiones de un propietario; las preocupaciones del negocio colectivo que lleva entre manos, estrechan su horizonte; a la larga se convierte en un despreciable gana-dinero”5.

Estas cosas que señala Reclus ¿se diferencian en algo de lo que hemos visto en todas las comunas modernas desde las hippies en los años 60 y 70 del s.XX hasta las contemporáneas? Es imposible que algo se reproduzca siempre, de forma impepinable, porque sí.

Podríamos pensar que el problema es la gente ideologizada, que con personas libres de taras políticas sería distinto; pero no. Los problemas son exactamente los mismos; menos sofisticados a nivel retórico, pero idénticos.

La cuestión es que aún cuando consiguiéramos crear una sociedad perfecta, ¿qué ocurre con el resto de la sociedad? Aún no se ha resuelto el problema planteado por Bakunin cuando exponía que no se puede ser libre rodeados de esclavos6. Una microsociedad aislada, con un funcionamiento libertario perfecto, sería a niveles generales muy poco libertaria. Un grupo de estrechos “gana-dineros” como decía Reclus, obsesionados por sacar a flote el pequeño negocio familiar y que convertirían la comunidad en una empresa con formato de sociedad limitada. Quizás 15 personas vivan un espejismo de libertad, pero 7000 millones seguirán reptando exactamente igual que siempre.

¿Hay que eliminar toda intención de crear comunidades entonces? No va mi discurso por el lado de las aseveraciones. Recuerdo cuando Kropotkin definía la propuesta libertaria en la Enciclopedia Británica (1905) y hablaba de comunas autónomas de distintos tamaños y si se deseaba temporales. Recuerdo también la idea de las “asociaciones de egoístas”7 de Stirner. E incluso los ejemplos de vida de personajes como Thoreau que huían de las ciudades y que colocaban en sus casas solo tres sillas: “una para la soledad, la segunda para los amigos y la tercera para la sociedad”8. Ninguno sabía que depararía el futuro como no lo sabemos ninguno de nosotros. Discutir el mejor modelo basándonos en la teoría es estúpido y estéril. Sólo la práctica lo zanjará. Este texto habla por tanto de lo que la experiencia, histórica y personal, me ha demostrado.

Una comunidad, si quiere subsistir, debe evitar enredarse en lo que yo llamo “la política de lo imposible”. Hay cosas que una comunidad puede votar en asamblea por mayoría, incluso consensuar, pero si lo aprobado escapa de lo posible no se cumplirá. Votar por mayoría absoluta que mañana vamos a levitar no nos levantará un centímetro del suelo. La comunidad no puede abordar asuntos que se escapan a su control. Si acuerda, por ejemplo, un horario de ruidos tendrá que ver la predisposición real de los comunados hacia dicho acuerdo, la capacidad comunitaria de hacerlo cumplir y las consecuencias de un posible incumplimiento. Si el análisis nos indica que no hay posibilidad real de hacer cumplir lo que se ha acordado, más vale ni proponerlo. Y esto entronca con tomar decisiones sobre ética y moral y la esfera privada del domicilio y las costumbres. Por mucho que determinados hábitos molesten y desagraden, hay cosas cuyo cumplimento no puede constatarse. Y aunque se pudiera, ¿es deseable? Para conseguirlo habría que poner en marcha una repugnante y pesada maquinaria represiva semejante a la del Estado, o una labor de pedagogía y autoformación que con suerte, de funcionar, nos llevaría décadas. Hay elementos en los que la comunidad debe reconocerse, aunque sea temporalmente, incompetente.

Con respecto a los individuos que la componen o rodean la comunidad sólo puede abordar aquellos asuntos que afectan al común, que implican a la mayoría o que directamente la amenaza o pone en peligro. Mientras eso no ocurra debe inhibirse.

Sobre esto recuerdo un ejemplo ocurrido en la acampada del 15M de Las Palmas. Se hizo una asamblea promovida por la “Comisión de respeto” para ver la forma de evitar que una persona con actitudes “inconvenientes” (motivadas por abuso de drogas y problemas mentales serios) accediera a la plaza. Todas las voces hablaban de expulsión y “patrullas de control”. Cuando me tocó tomar la palabra planteé dos objeciones: primero, el dilema moral de la exclusión, de barrer bajo la alfombra aquellos problemas que nos incomodan tal y como hace esa sociedad capitalista que tanto nos desagradaba; segundo, aunque se aprobará por mayoría impedirle participar, ¿cómo llevar dicha resolución a la práctica? Una plaza es un espacio público al que no se puede impedir el acceso. ¿Crear una policía del 15M que vigilara constantemente el perímetro? Y de poner en marcha esa aberración, ¿recurrir a la violencia si el individuo cruzaba el cordón? Llamé la atención sobre el hecho de que los mismos pacifistas que censuraban la autodefensa ante las agresiones policiales aprobaran la violencia a la hora de “protegerse” de una persona acuciada por múltiples enfermedades mentales y sociales. Propuse entender la situación del aludido y proponerle, ya que le interesaba el Movimiento, alguna ocupación y forma de implicarse. Como le gustaba pintar, le propuse encargarse de diseñar la cartelería y estuvo dedicado a eso durante varias semanas, hasta poco antes del desalojo. No fue una panacea, pero los problemas de convivencia se redujeron.

Siempre habrá individuos disruptivos, elementos que sabotean desde dentro. La comunidad debe plantearse qué herramientas tiene para enfrentarse a estas situaciones y si puede aplicarlas sin convertirse en el mismo modelo autoritario que condena. Debe estudiar si el individuo es permeable a la persuasión o a la pedagogía, si se requieren medidas sancionadoras (una vía peligrosa que no conoce techo y que no se aplica con palabras9) o si hay que recurrir a la expulsión. Y, sobre todo, si tiene posibilidad de aplicar alguna de esas medidas. Debe plantearse también cuál es la proporción real de los elementos disruptivos. Una comunidad donde la mayoría sabotea ya no es una comunidad y lo mejor es abandonarla.

La comunidad10 debe dejar de verse como un ente con vida propia, suprahumano. Es sólo una estructura inánime que existe gracias a quienes la componen. Su naturaleza, si es negativa o positiva, está determinada por la calidad humana de sus componentes. Hay que contemplarla como un cuerpo que nunca es el núcleo de sí mismo; ese cuerpo se compone de células y para bien o para mal son ellas las que determinan el estado de salud o enfermedad de dicho cuerpo. El cuerpo puede eliminar una célula maligna, extirpar un cáncer, pero no puede hacerlo sin automutilarse.

La vida en comunidad es un fenómeno social que parece incuestionable; cuestionarlo sería tanto como enredarse en cuestionar si el ser humano es sociable o no por naturaleza. No me interesa ese debate desde que era adolescente. Me interesa cuestionar sólo los límites del modelo, las fronteras que no puede cruzar sin arriesgarse a morir (a morir, desgraciadamente, matando).

Después de todo lo dicho no creo conveniente, en relación a los proyecto sociales, contemplar la constitución de comunidades como un fin en sí mismo. La comunidad es un medio, para contrastar las propias teorías, para ponerlas a prueba, para hacerse fuertes, para ejercitar la convivencia, para crear estructura y tejido, para sacar músculo en la práctica cotidiana y común del día a día; todo muy importante, pero sigue siendo un medio y no una meta. Ver la creación de comunidades como nuestro fin último es como invertir todas nuestras fuerzas en arreglar un vehículo, en engrasarlo y prepararlo, en hacer de él un objeto digno de exposición, pero sin ser capaces nunca de arrancarlo, bien porque se ha convertido en un artículo decorativo inutilizado para la automoción, bien porque tenemos miedo a que se deteriore durante el viaje. Me viene a la mente el llamado “Proyecto A” promocionado por Horst Stowasser en Neustadt (Alemania) a finales del s. XX. Es un ejemplo, una demostración de capacidad, una experiencia con muchas lecciones válidas, pero verla como el objetivo sería, en mi opinión, errar el disparo. Es un proyecto que justamente representa lo que acabo de comentar: la necesidad de fortalecer la herramienta, de crear una estructura poderosa, sin darse cuenta de que se puede perder la perspectiva al transformar una parte en el todo. Es el ejemplo de lo que pasa cuando se subvierten los términos, cuando los métodos pasan a ser las finalidades y los recursos sustituyen a los objetivos. Se daba ingenuamente por sentado que el proceso revolucionario se produciría per se con sólo reforzar la red autogestionaria, que el conflicto con la autoridad vendría dado, de forma inevitable, con el propio crecimiento del proyecto. La verdad es que el poder suele tolerar cualquier proyecto paralelo mientras ocupe todo el tiempo de los implicados y no tenga la intención de interferir en el funcionamiento del status quo de forma directa. A veces hasta lo alienta, dejando que nos agotemos, que no demos solos el batacazo o que hagamos de nuestro proyecto el objetivo de nuestra vida en vez de un simple elemento para ayudarnos a cambiarla. Al final, los participantes acaban obsesionados por el buen funcionamiento del proyecto, por mantener su estabilidad, por perfeccionarlo y mantenerlo libre de alteraciones. Ya sólo interesa el proyecto en sí y para perpetuarlo se sacrifica todo, hasta la finalidad inicial que le dio vida. Los anhelos emancipadores del comienzo han desaparecido, eclipsados, y ya solo queda el propio objeto que hemos creado: el huerto, la fábrica, la comunidad, como receptáculo de todas nuestras expectativas. El medio para mejorar la vida se ha convertido en la vida misma. Debía ser un simple escalón más hacia la liberación, pero en vez de eso se convirtió en una escalera sin principio ni fin: una escalera de caracol que gira sobre sí y que acaba justo donde empieza, incapaz ya de llevarnos a ninguna parte fuera de sí misma. Un sucedáneo aceptable de la emancipación.

En consecuencia, si queremos crear comunidades, a un nivel reducido (anarquistas) o grandes comunidades de resistencia, amplias (ahora y de cara al futuro), con proyección en nuestros barrios, tenemos que quitarnos de encima la mitificación comunitaria. En común solo se pueden dirimir los asuntos que afecten al conjunto, pero tratar de regular aspectos de la esfera puramente personal o imponer patrones conductuales o prácticas colectivas que la propia comunidad no demanda, es la mejor forma de crear crispación y desafección en la comunidad. Es un fenómeno que no catalogo de positivo o negativo pero del que me he dado cuenta: cuando hemos okupado una o dos casas dentro de un edificio no okupado y los realojados han sabido adaptarse han habido pocos problemas de convivencia. Cada vecino ha sido autónomo, ha regulado su propia vida y la interactuación se ha limitado a asuntos comunes. Nadie ha interferido en la vida de nadie. Cuando hemos okupado mazanas y edificios enteros y las asambleas no han sabido limitarse a tomar decisiones sobre lo que afecta al conjunto y han tratado de cuestionar lo que cada uno hace en su casa sólo han habido fracasos y conflictos. Podríamos pensar que es una cuestión proporcional: a menor contacto menos desencuentros. Y, sin dejar de ser cierto, tiene también mucho que ver con las atribuciones de la comunidad y su tendencia a extralimitarse en pos de una perfección imposible e inalcanzable.

El anterior ejemplo es extrapolable a casi cualquier situación. En nuestro medios hablamos de comunidad como en las series y películas norteamericanas: un conjunto amorfo y superior a los individuos que lo componen. Ser un “miembro respetable de la comunidad” equivale a respetar normas cuya naturaleza y funcionalidad desconocemos, y esto no suele ser ni deseable ni bueno. Una comunidad no puede entrometerse en la dimensión puramente individual –mientras no afecte al conjunto– por mucho que le agrade o disguste lo que se mueva dentro de dicha esfera. El esfuerzo de los participantes no debe ser tanto “crear comunidad”, “sentimiento colectivo”, “pertenencia al grupo”, como reforzar el criterio propio, la capacidad de criticar y disentir. Ya he dicho en alguna ocasión que si hoy en día somos insolidarios no es por individualismo, sino por gregarismo; por adaptarnos a la insolidaridad imperante, por ser como todo el mundo. Ser solidario, sin competir ni sacar tajada, es minoritario y está mal visto. A niveles de moral superficial puede que no (“no matarás”), pero sí a nivel de moral profunda (“sé político, policía o militar y sé respetado por matar”).

En una comunidad hay que tratar de fortalecer la independencia de criterio, el querer colaborar por convicción y no por inercia, el saber llevar la contraria cuando la comunidad se equivoca. Ninguna de nuestras comunidades, ni siquiera las libertarias, han sabido hacer esto. Han tratado de forzar la uniformidad de hábitos y una armonía ficticia dada por la semejanza y no por la diferencia. Incluso hace falta individualidad para detectar pronto la muerte del proyecto, para saber cuándo se vive en una comunidad y cuándo en otra cosa impulsada por las ganas de unos pocos y lastrada por la desidia y vagancia de una mayoría. También es necesaria para detectar cuándo la comunidad se resigna con su condición de medio (para facilitar la vida de sus participantes, para armarnos de cara al acontecimiento revolucionario) y cuándo no, y se revuelve hasta convertirse en el fin de todo esfuerzo (cuando exige que se trabaje sólo por y para la comunidad y no asume ser el trampolín que nos permita transitar a otros estadios revolucionarios).

Pensar por uno mismo, saber oponerse al número, generar disenso, sentirse dueño de la propia vida, es el precio que toda comunidad humana debe estar dispuesta a pagarle a sus miembros si quiere permanecer sana, construirse con personas reales y no ser una simple abstracción ajena a los seres concretos que deberían darle vida.

La comunidad que no entienda esto corre el peligro de crear a sus propios refractarios y que se cumpla lo que anunciaba Renzo Novatore cuando avisaba de que “cualquier sociedad que construyas debe tener sus límites”11.

Ruyman Rodríguez


Notas:

1. A lo largo de este texto cuando aludo al término comunidad lo hago principalmente para referirme, más allá de su sentido general, a las comunas alternativas creadas en los margenes de la sociedad capitalista (desde las utópicas del s. XIX hasta las hippies de la segunda mitad del s. XX), que aspiran a la demostración práctica de un modelo social teórico. Tienden por tanto a la estabilidad. No confundir con las comunidades creadas en situación, buscada o no, de conflicto, desde la de los diggers ingleses del s. XVI pasado por la Revolución española de 1936 hasta experiencias más actuales como la zapatista. Estas comunidades tienden a ser de otra naturaleza, no aspiran al aislamiento y su aspecto experimental necesita más la irradiación y el contagio, el movimiento, que la conservación estática.

2. “[El gobierno de la combinación] tiende a postrar al individuo y reducirlo a mera pieza de una máquina; involucrando a otros en la responsabilidad de sus actos y responsabilizándolo a él, a su vez, por los actos y sentimientos de sus asociados; que, de esta manera, vive y actúa sin control sobre sus propios asuntos, sin poseer ninguna certeza sobre el resultado de sus acciones y casi sin un cerebro que se atreva a usar por su propia cuenta; y que, en consecuencia, nunca llega a conocer los grandes propósitos para los que la sociedad ha sido expresamente formada” (Warren, Manifiesto, 1841).

3. “[…] Nuestro sistema de propiedad igualitaria no requiere ninguna especie de superintendencia ni de coerción. No hay necesidad del trabajo en común, ni de comidas en común, ni de almacenes comunes. Estos son métodos erróneos, destinados a constreñir la conducta humana, sin atraer los espíritus. Si no podemos ganar el corazón de las gentes en favor de nuestra causa, no esperemos nada de las leyes compulsivas. Si podemos ganarlo, las leyes están demás. Ese método compulsivo armonizaba con la constitución militar de Esparta, pero es absolutamente indigno de personas que sólo se guían por los principios de la razón y de la justicia. Guardaos de reducir a los hombres a la condición de máquinas. Haced que sólo se gobiernen por su voluntad y sus convicciones. ¿Para qué han de instituirse comidas en común? ¿Acaso he de sentir hambre al mismo tiempo que mi vecino? ¿He de abandonar el museo donde trabajo, el retiro donde medito, el observatorio donde estudio, para presentarme en un edificio destinado a refectorio en lugar de comer donde y cuando lo exige mi deseo?” (Godwin, op.cit.).

4. “Con la abolición de la propiedad privada tendremos, entonces, un verdadero, hermoso, sano Individualismo” (Wilde, op.cit.).

5. Reclus, op.cit.

6. Mijaíl Bakunin, El Principio del Estado, 1871.

7. Max Stirner, El Único y su propiedad, 1845.

8. Henry David Thoreau, Walden o La vida en los bosques, 1854.

9. Esta vía abre la puerta al aforismo de Friedrich Nietszche: “quien pelea con monstruos corre el riesgo de convertirse en uno” (Más allá del bien y del mal, 1886).

10. Sus miembros más bien, pues la comunidad ni piensa ni siente ni hace nada por sí misma, es solo un agregado de individuos.

11. Renzo Novatore, “Il mio Individualismo Iconoclasta” [en Iconoclasta!], Enero de 1920.

Mitos anarquistas

Mitos anarquistas
“Había un hombre que tenía una doctrina.
Una doctrina que guardaba en el pecho […].
Y la doctrina creció […] y tuvo que llevarla a
una casa muy grande. Entonces nació el templo.
Y el templo creció y se comió al hombre […]”.
León Felipe.
En el anarquismo perviven algunos mitos a los que los propios anarquistas prefieren no enfrentarse. Ideas estanco, herméticas, en las que no se quiere profundizar.
Una de ellas es reducir la finalidad del anarquismo meramente al antiestatismo y al anticapitalismo. Yo creo que nuestros objetivos deben ser mucho más amplios.
Sí, ciertamente son las dos formas represivas de control social, político y económico más sofisticadas. Redundaría inútilmente si me pusiera a enumerar ahora todas las atrocidades que se desprenden de uno y otro elemento. Sin embargo, hemos de entender que no son creaciones divinas, ni artefactos ideados por una raza de gigantes malvados anteriores a nosotros. Son inventos cruda y terriblemente humanos, creados por humanos para controlar humanos.
Desmontarlos supone entender su naturaleza y ver qué los mantiene, y qué sobreviviría de ellos en nosotros si desaparecieran. Por eso, en una época en la que varias tendencias anarquistas afirman oponerse al Estado o al gobierno pero no a la autoridad o al liderazgo de unos sobre otros y en la que se reclama el concepto «poder» como algo positivo, yo necesito afirmar mi concepción de la anarquía, que más allá de limitarse a querer sólo derribar Estado y Capital pone en la picota el propio principio de autoridad.
No es mi constumbre hacer textos teóricos salvo a la fuerza, pero creo que este asunto tiene una dimensión inminentemente práctica, pues marca nuestros objetivos y nuestra relación con el entorno. Como anarquistas hemos de asumir que mañana podrían desaparecer Estado y Capital y aún así seguir viviendo en un mundo de sojuzgamiento y miseria. ¿Cuántas veces uno u otro elemento han caído, se han demostrado incapaces de imponerse o han permanecido en un estado vegetativo? Muchas, y no siempre les ha sucedido algo mejor que ellos.
Hemos de entender, sin traumas ni dramatismos, que el capitalismo puede desaparecer dejando intacto un sistema de explotación y renuncia. ¿Cuántas veces el capitalismo ha fracasado quedando localmente en suspenso? ¿En cuántas ocasiones ha sido más útil para calentarse quemar dinero que leña o carbón? Por otra parte, ¿qué ha pasado en las dictaduras autodenominadas comunistas en las que supuestamente se ha abolido la propiedad privada? Sin un capitalismo al uso, ¿han mejorado en algo la vida o las condiciones de libertad de la gente? Y no necesitamos ir a los ejemplos obvios sucedidos después de la irrupción de los Estados de inspiración marxista. En el siglo XVII los misioneros jesuitas que evangelizabanParaguay impusieron en varias poblaciones un régimen comunista estricto, sin propiedad privada y con aparente repartición de la riqueza. ¿Balance del experimento? Eran los únicos pueblos cuyas empalizadas estaban puestas hacia adentro y no hacia afuera, para impedir que los guaraníes huyeran. Esto nos demuestra que puede establecerse dentro de un minuto la igualdad económica absoluta y seguir viviendo como en una colonia de insectos, uniformados, reglados y esclavizados. Esto es así porque el fundamento de la cuestión es mucho más profundo. Capitalismo y propiedad privada son hijas de la jerarquía, no sus madres. Yo mismo he participado en muchos proyectos comunitarios (han habido muchos otros, aparte de «La Esperanza», que se ha considerado más conveniente no popularizar) donde la igualdad económica y la satisfacción de las necesidades básicas ha sido un hecho, y la jerarquía, la violencia y el abuso, tristemente, se han seguido produciendo.
¿El problema es el Estado entonces? No son pocos los lugares ni momentos históricos en los que el Estado ha desaparecido o se ha demostrado impotente y no lo ha sustituido necesariamente una estructura mejor. En Somalia el Estado ha llegado a desaparecer de facto y la situación de sus habitantes no ha sido una idílica acracia. Los señores de la guerra han controlado el país a sangre y machete. Sin Estado el edificio de la autoridad ha quedado intacto. En varios sitios los sueños de los capitalistas feroces se han cumplido y han conseguido adelgazar al Estado hasta convertirlo en un espantajo. Casi todas las funciones del Estado han sido privatizadas, no solo educación o sanidad sino incluso las represivas como policía o cárceles. ¿Han conseguido los partidarios de los «mini Estados» que la libertad o el bienestar de sus habitantes mejore, aunque sea una micra, cuando todo su sistema se reduce a ser esclavo del Mercado y el salario y a vivir bajo el punto de mira de la policía privada de tu vecino? Evidentemente no. Actualmente tenemos también una ciudad grande como Detroit. Primero cayó el capitalismo industrial, cerrando fábricas y provocando una migración que vaciaría la ciudad. Después el gobierno local se declaró incompetente, sin dotación de ningún tipo, ni siquiera policial, para controlar la ciudad. Han surgido algunos proyectos interesantes de autogestión, pero ni mucho menos una racional urbe asamblearia y libertaria. Las bandas controlan barrios enteros y saquean casas y recursos. Sin Estado el poder no desaparece.
En todas estas situaciones el principio de autoridad, la ley del más fuerte, las relaciones de superioridad e inferioridad, se han mantenido; simplificadas y desnudas, pero igual de rigurosas. Sin una alternativa libertaria viable que pudiera dar un paso hacia delante y aprovechar su oportunidad histórica, sin capacidad por parte de los anarquistas de ofrecer otras estructuras horizontales y autónomas que desatascaran la situación, las crisis y colapsos sistémicos han perpetuado lo existente rebajando simplemente la complejidad del discurso del poder.
Los anarquistas llevamos demasiado tiempo ciñéndonos a la versión de enciclopedias y libros de texto, encerrados en el antiestatismo y anticapitalismo ascéticos como un fin en sí mismos. El no ver que el problema de ambas instituciones es que refinan las relaciones de dominio subordinando a unos individuos con respecto otros y que por tanto es la propia autoridad la que debemos de cuestionar, nos han traído y traerá muchos problemas.
De esta miopía viene la infiltración de capitalistas dentro del anarquismo sin que se les consiga contraargumentar por qué su antiestatismo neutro (manteniendo todas las estructuras represivas sólo que en manos privadas) no cabe en una propuesta social libertaria. De ahí también que muchos machistas y racistas declarados, sujetos reaccionarios que por lógica deberían situarse en las fronteras del fascismo, crean que pueden denominarse en justicia «anarquistas» con solo oponerse al binomio Estado/Capital. De ahí también el falso «humanismo» que pretende sacrificar en el altar de su antropolatríacualquier otra forma de vida y que sólo entiende la relación con la naturaleza en clave de destrucción y conquista.
Pero el problema no viene de fuera. De ahí viene también que nuestro discurso sea tan estrecho, y que sea cual sea la tendencia, ya hablemos de antidesarrollismo o de sindicalismo, creamos que sólo con trabajar para desmantelar Estado y Capital se instaurará en breve un improbable paraíso en la tierra. Puede ser duro de aceptar, pero si alguna vez tuviéramos la capacidad de hacer que ambas estructuras se tambalearan, no nos encontraríamos al final del trayecto, en la meta, sino justamente al inicio. Lo verdaderamente difícil, el trabajo realmente complicado, no habría hecho más que comenzar.
Hemos de interiorizar, por tanto, que el problema se encuentra en las relaciones de poder, en la dinámica de superiores e inferiores, de oprimidos y opresores, de dominantes y dominados. Y tender en nuestros propios proyectos a eliminar las relaciones de subordinación, el principio mismo de autoridad. Y no hablo del llamado «anarquismo de estilo de vida», sino de comprender en nuestros proyectos populares, en nuestros grupos antidesahucio, en nuestros huertos expropiados, que nuestra aspiración cuando hacemos asambleas de vecinos o hablamos de la gestión directa de los barrios no es sólo sustituir al Capital y al Estado, sino tomar el control de nuestras vidas en nuestras propias manos.
Ruymán Rodríguez

Reflexiones sobre 45 días de lucha

Este último mes y medio ha sido un duro tiempo de lucha. Desde que los vecinos de la Comunidad “La Esperanza” recibieron la notificación administrativa el pasado 14 de marzo de que debían abandonar sus casas, pasando por el 14 de abril donde afrontábamos el vencimiento del plazo desayunando todos juntos, hasta estos días de reuniones y negociaciones en despachos con grandes mesas. 
 
Ha sido un período duro tanto a nivel colectivo como individual. Sin mucho tiempo para los análisis ni las retrospectivas de sucesos además tan recientes, se puede concluir que hemos desarrollado una buena estrategia. El desalojo de estas 205 personas (hemos vuelto a actualizar el censo) podía haber ocurrido sin pena ni gloria, en un silencio total, cual era el objetivo del alcalde. La FAGC hace el comunicado de desvinculación de la Comunidad a pocos días de que empiece diciembre, y es el 22 de ese mes cuando se firma el decreto (2015). Subestimando a los vecinos, respondiendo a ese clasismo del que ha hecho gala en sus declaraciones, el alcalde debió pensar que sin la FAGC en escena era el momento de asestar el golpe. Esperaba a un grupo de vecinos aturdidos y desorientados, presas del pánico, recogiendo sus enseres a toda prisa sin saber bien a dónde ir. Pero se ha encontrado con un grupo humano que ha sabido recomponerse y explotar su deseo de luchar.
En este lapso hemos hecho asambleas de emergencia para tratar de informar y calmar los ánimos después de la bomba emocional que lanzó el ayuntamiento sobre la Comunidad a modo de decreto. Hemos sabido contrarrestar dicho documento, redactado por los caros equipos jurídicos de los que disponen las administraciones públicas, buscando asesoría, dejándonos la retina entre los pliegos de la reglamentación administrativa, molestando a abogados voluntariosos, pagando lo que podemos a alguno, pero sobre todo montando una oficina improvisada en una vivienda de la propia Comunidad dónde los vecinos hacían labores de secretariado mientras mis compañeros y yo redactábamos a pulso los 47 recursos que por ahora tenemos. Hemos convocado a los medios, aprovechando los contactos que la FAGC ha establecido en otras ocasiones, para tener una cobertura mediática que no es muy habitual en las luchas sociales de la isla, a pesar de que es cierto que el acontecimiento por su envergadura es por sí mismo el mejor reclamo para los medios. Hemos hecho un derroche en cuanto a difusión se refiere y, a pesar de nuestros modestos recursos, hemos aprovechado días y madrugadas para empapelar los barrios populares de la capital, y de otros municipios, para dar a conocer nuestra lucha. Hemos desarrollado una estrategia de movilizaciones con la Semana Solidaria con “La Esperanza”que vista ahora ha resultado muy efectiva, arrojando unos resultados inmejorables. Teniendo en cuenta que eran convocatorias por la mañana y entre semana, hemos conseguido una asistencia que no esperábamos, hemos sabido golpear en puntos claves y hemos hecho una pequeña demostración de fuerza y combatividad tanto en Guía como en Las Palmas. Nuestro trabajo ha dado sus frutos.
Sin embargo, no puedo evitar reflexionar sobre cómo el Sistema condiciona la lucha social y cómo genera contradicciones. Es triste, pero la naturaleza de este tipo de luchas hacen que nuestro gran objetivo como Comunidad, nuestra gran meta, sea conseguir trincar a consejeros, presidentes y demás “responsables” para intentar que estén dispuestos a parar el desalojo o asegurarle una vivienda a los vecinos. Al final una comunidad se pone en pie para tratar de presionar a una única persona de cuya decisión depende. ¿Cómo la vida de 200 va a estar en manos de un único individuo? Sí, ciertamente es parte de cualquier lucha: nada se consigue sin presión; el poder no entrega nada si no se le fuerza a ello; habrá que centrarse en ejercer la presión a los líderes pues ellos controlan figuradamente la estructura. Pero con eso y todo, las luchas en las que un grupo humano tiene que tratar de convencer, persuadir o comprometer a un empresario, a un alcalde, a un banquero o cualquier otro mandamás, son una evidencia directa de la férrea estructura social y de cómo unos pocos hombres han acabado controlando el destino del resto. 
 
Las luchas de resistencia, las defensivas o de contraofensiva, no tienen tiempo de atacar las raíces de los problemas; su finalidad es sobrevivir, garantizar la supervivencia de todos los afectados, y para eso deben atacar directamente a quienes pueden apretar el botón que pare un desalojo o un ERE; no está entre sus objetivos inmediatos alterar la estructura social. Si debilita a ésta es con su ejemplo, pero no tiene tiempo de fijar este cambio de paradigma como finalidad. Entendiendo esto, triste y real, ¿cuál debe ser el papel de los anarquistas? ¿Inhibirnos, no participar, cruzarnos de brazos y sólo participar en luchas que planteen un marco revolucionario de hoy para mañana? ¿Acabar adoptando esa forma de lucha como única finalidad, entendiendo que la estructura es inmutable y sólo se puede obtener de ella pequeñas conquistas? Creo que nuestra misión es siempre intervenir en las luchas, tensionarlas, radicalizarlas, llevarlas más lejos. Creo, por tanto, que no podemos asumir como finalidad adaptarse a los ritmos del Sistema y ver qué podemos sacarle aprendiendo a interpretar su eventual plasticidad. Pero ciertamente, tampoco creo que fuera “muy anarquista”, cuando el techo, la seguridad y la vida misma de 100 menores están en riesgo, preocuparse en “hacer política” en espalda ajena, interesarse exclusivamente por las propias aspiraciones y no entender que lo más importante ahora es el bienestar de unas personas con las que la administración está en realidad jugando una partida electoral de ajedrez. Mi prioridad en estos momentos, no puedo rehuir reconocerlo, es asegurar el futuro de esas 77 familias, garantizarles un techo, principalmente a los menores que son los afectados más inermes y con menos margen de maniobra; que en este enclave mi prioridad fuera “mi revolución” me parecería muy poco revolucionario, me parecería acabar pareciéndome demasiado a esos políticos que anteponen sus intereses personales a la necesidad inmediata de la gente. 
 
El trato con los profesionales de la política es otro tema a tratar. Existe hacía ellos, popular e instintivamente, una aversión ciega. Pero en las distancias cortas, los mismos que le gritarían desde el tumulto, se derriten ante su presencia. El que era abucheado hace unos minutos puede salir entre vítores sólo con un par de palabras compresivas y unos gramos de condescendencia. Son especialistas en eso. Los más airados entran en sus despachos y cuando el político les mira a la cara, usa un lenguaje emotivo y pone sus manos entre las suyas, ha apagado toda su animadversión. Este fenómeno psicológico que es como una suerte de enamoramiento puede no comprenderse desde la distancia, pero siempre pongo un ejemplo, el de la reunión de la CNT-FAI con Companys: después de las jornadas revolucionarias del 19 de julio de 1936 en Barcelona, militantes como Durruti y Oliver se entrevistaron con Companys; estamos hablando de personas de 40 años, con atracos a sus espaldas, intentos de regicidios, mil huelgas, gente bregada; y cuando Companys les dijo que ellos eran los dueños de la ciudad y que se ponía a sus órdenes, se quedaron encandilados. La extraña relación de la CNT con el poder durante la Guerra Civil no se deb sólo a las exigencias de la guerra y demás factores externos; sino a las consecuencias directas de pasar de un enfrentamiento directo con las instituciones a un contacto también directo con las mismas. El poder desmonta y contamina, y lo hace no sólo a través de la corrupción, sino presionando puntos débiles como el ego, la simpatía, o los códigos culturales que premian la obediencia o la celebridad, la obnubilación ante la persona ilustre. 
 
Desde el punto de vista anarquista, aún teniendo una desconfianza acusada y entrenada contra las instituciones, se puede ser más vulnerable de lo que se cree a este proceso. Somos por lo general demonizados, perseguidos y estigmatizados, ¿cómo afrontar cuando nos convertimos en interlocutores válidos para partidos y representantes y hacen guiños a nuestra labor? Es posible que el mismo sujeto o colectivo que hace años era considerado por los periódicos una terrible amenaza social ahora se haya convertido en un “benefactor” al que los políticos y medios quieran pasarle la mano por la espalda. Es difícil mantenerse impermeable a las críticas, pero mucho más a los halagos. Cuando se emerge de la ignominia, la luz, resplandeciente y cálida, debe interpretarse como una trampa para polillas. 
 
Y no sólo eso. Con el tiempo la cosificación como “extremistas”, “irresponsables”, “locos”, “incapaces de generar nada constructivo”, ha desarrollado cierto complejo entre algunos militantes: la necesidad de mostrarse prácticos, sensatos, transigentes, de romper con ese mito aunque haya que escoger el momento menos propicio para ello. Gran parte de la contemporización de la CNT-FAI durante el 36, de su malentendido seny, viene también de la necesidad de no ponerse en el disparadero yendo contracorriente, mostrándose inflexibles, en tiempos de guerra y “unidad”. Ser discordante como minoría, en la derrota, es fácil; con todos los focos apuntando, con cierta repercusión social, con cierta perspectiva de éxito, es lo complicado. El miedo a que todo eche a rodar por “la mala cabeza de los anarquistas”.
 
Más allá de factores psicológicos, está el aspecto de la pura y dura manipulación política, la aritmética electoral, el arte de gobernar. Tienes que ser consciente de que el político que se acerca a tu causa y dice querer “ayudarte”, no está mirando como beneficiarte, sino cómo perjudicar a su rival político. Así puedes descubrir a partidos conservadores asegurándote que no va a haber desalojo, y a los supuestos “partidos anti desahucio” intentando echarte de tu casa. ¿Manipularlos a ellos? ¿Intentar ganarles en su terreno? ¿Ver quién mueve mejor las fichas por el tablero? La política es un juego sucio y, no ya para ganarlo, sino simplemente para jugarlo, hay que ensuciarse. Ni conviene ni compensa ahogarse en ese cenagal. Se pueden hacer todas las reuniones que se quieran, tratar de arrancar compromisos, pero siempre hay que imponer las propias condiciones, nunca se puede rebajar el nivel de desconfianza, nunca se puede dejar de blandir la movilización en la calle como medida de presión, hay que estar alerta contra cualquier intento de dejar a los afectados al margen, no se deben regalar fotos, se debe ser claro con los medios y las declaraciones y no dejar que limpien su imagen con tu desgracia, y sobre todo: no hay que permitir que te conviertan en un instrumento de sus maniobras partidistas. Que los vecinos obtengan el acuerdo más beneficioso, por supuesto que sí; servir para que unos y otros amplíen su ganado electoral, jamás. 
 
En esas circunstancias, por momentos tan complejas y desagradables, sólo se puede clarificar objetivos, saber por qué se está haciendo lo que se está haciendo, ceñirse a la estrategia trazada previamente siempre que las circunstancias no inviten a la reconsideración, perder el miedo a la responsabilidad y sus consecuencias y, finalmente, caer en una suerte de ataraxia: permanecer inmutable a los estímulos exteriores, sean positivos o negativos, y fijarte en tu meta. El vendaval mediático pasará, el interés partidista también, y si no tienes cuidado te tragarán y defecarán en un pestañeo. Si tienes constancia y tenacidad, sólo tu trabajo, la culminación de tus objetivos, quedará, en forma de transformación real en la vida de la gente. Simple, pero efectivo.
Sin embargo, los conflictos de este tipo de luchas son cuantiosos. Estos días, por ejemplo, han subido muchos colectivos a la Comunidad, algunos a ofrecer ayuda desinteresada y a ponerse a disposición de los vecinos, a informarse sobre su situación y necesidades; otros, los de corte legalista e institucional (los mismos que no se han interesado por ella en años), a decirles curiosamente que en su opinión la vía legal está agotada y que no tienen nada que hacer más allá de enfrentarse violentamente al desalojo. ¿Por qué colectivos perfectamente integrados en el Sistema, cómodos con las instituciones, subvencionados, imbricados con partidos políticos, les dicen a los vecinos que no presenten recursos? A su vez, ¿por qué nosotros, los anarquistas, opuestos a las leyes y al Sistema, no usamos nuestro ascendente para arrebatarle a los afectados la oportunidad de usar los artificios legales que puedan hacerles ganar tiempo? Desde fuera podría parecer contradictorio, pero en realidad tiene que ver con la línea de trabajo de cada uno: cuando se tienen intereses políticos, electoralistas, personales, siempre se es partidario del “cuanto peor, mejor” si quien gobierna es el adversario; cuando haces la función de “oposición política” (de forma directa o diferida) siempre te interesa que se produzca el desalojo, para después poder echar los cuerpos de los desahuciados contra la fachada del ayuntamiento; cuando un desalojo masivo puede permitirte ganar relevancia y con ello la subvención, el voto, el sillón y la concejalía, o simplemente que ganen los tuyos, la respuesta está clara. Por nuestra parte, que no tenemos ninguno de esos intereses, somos incapaces de esconderle a los vecinos una medida dilatoria como es la de la presentación de recursos y cualquier otra estratagema para tratar de aumentar el enredo legal cuando haya que presentar batalla en el contencioso. Por eso nos tapamos la nariz y nos dejamos las pestañas redactando absurdos documentos legales donde el “ruego” y “suplico”, sustituyen al “exijo” y “reivindico”. Si salpicarse en el proceso legal garantiza asegurar 6 meses, 1 año o 2 años de permanencia para estas familias, ganar tiempo para seguir presionando y poder negociar, no podemos decirle a los vecinos que desestimen la guerra de papel; y que los mencionados colectivos la desaconsejen es un indicativo suficiente para no abandonarla. En otros puntos de las islas, otras comunidades de vecinos con similares conflictos de vivienda siguieron este tipo de consejos inmoladores, no supieron manejar los tiempos legales por culpa de la mala asesoría, y actualmente se encuentran al borde del desahucio o del corte de suministros sin haber hecho entre tanto el ruido suficiente para evitarlo. La conclusión es sencilla: estas aparentes contradicciones se dan cuando para unos priman los intereses particulares y para otros las necesidades de los afectados; cuando unos juegan a ser pirómanos a conveniencia y otros se niegan a jugar con la vida de nadie; cuando unos aplican sus mutables ideas en función del rédito y otros las mantienen firmes, pero sin imponérselas a nadie. 
 
Los medios de comunicación son otra arista de los problemas que se presentan. En el gremio de periodistas, como en cualquiera, los individuos se definen por sus actos y la individualidad juega también su papel, a pesar de que la estructura lo absorba casi todo. La mayoría están marcados por las directrices de arriba y sólo unos pocos son capaces de dejar su impronta personal en lo que hacen. Después de muchos contactos empiezan a establecerse relaciones personales con algunos, y se descubren personas comprometidas y desinteresadas, pero también otras que explotan el sufrimiento y la ingenuidad de la gente en pos de sus intereses corporativos. Si dices que no te fías de tal político y la línea editorial de su agencia, periódico o cadena es defender a ese tipo, pues lo que dirán los medios es que tienes confianza ciega en él. Al final hay que saber cuándo contar con ellos, usarlos como a los venenos, contando las gotas, pues son un arma de doble filo. Mejor todavía es generar la propia información y que sea esta dinámica la que obligue a los medios a beber de tus noticias y comunicados y no a la inversa. Cuesta, pero si se recurre a los medios generalistas, el poder articular, gestionar y difundir contra información solvente es imprescindible para poder complementar o contrarrestar lo que estos publiquen.
Hay muchos elementos más, pero no se hace necesario sacar más conclusiones de una batalla que aún está inconclusa. 
 
Si se quiere recapitular, al final la gran conclusión positiva de todo esto es la capacidad de la gente de a pie, de los más excluidos y pisoteados, de plantar batalla con muy pocos recursos, de ponérselo difícil a los poderes públicos, tan sólo con diseñar una buena estrategia y tener la voluntad necesaria para llevarla a cabo. También, en el otro extremo, se puede concluir que si la pasividad crea monstruos, también, como decía Nietzsche, puede crearlos pelear mucho tiempo con ellos. Por eso es necesario tratar de no parecerse a aquellos a quienes se desprecia, mantener claros los objetivos y finalidades, conocer y evaluar previamente todos los posibles giros de la lucha y, especialmente, conocerse bien a uno mismo como individuo, saber hasta dónde se está dispuesto a llegar y hasta dónde no, y poder mantenerte en pie tanto en una chabola como en un palacio sabiendo cuál quieres organizar y cuál destruir.
A todo esto, la lucha no ha hecho más que comenzar…
Ruymán Rodríguez

Títeres desde arriba

Títeres desde arriba
He descubierto que la base de nuestra vida moral está completamente podrida, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira” (El Dr. Stockman en la obra de Henrik Ibsen Un Enemigo del Pueblo, 1882).
La detención de los dos compañeros titiriteros, y el posterior escándalo suscitado, tienen una dimensión etológica, social, que por ahora se prefiere omitir para centrarse en su aspecto mediático. Sin embargo, muchas cosas se han destapado con ese simple espectáculo de guiñoles, cosas que solo las buenas democracias saben mantener solapadas, latentes, pero ocultas.

La acusación de terrorismo hecha contra los titiriteros, la histeria despertada por su obra, muchas de las reacciones que han provocado estos hechos, son síntomas de una grave enfermedad social, de los demonios y tabúes que las “sociedades modernas” guardan engrilletadas en sus sótanos. “Títeres desde abajo” ha removido un limo que estaba empozado en la mentalidad ciudadana y burguesa con las que todos, hasta los más desposeídos, somos equipados al nacer. Lástima que hayan pagado un precio tan alto por darnos una lección tan valiosa.

La censura a rimadores de Hip hop, la cárcel para quienes queman banderas, el secuestro de publicaciones que se burlan de la realeza, son periódicamente muestras de los colmillos de la bestia; pero ha hecho falta que una compañía libertaria sacara su títeres a la calle para que el monstruo mostrará todo su crispado pelaje. Es hora de que lo aprendamos: dentro del traje bien cortado de todas las democracias se encuentra, encorbatada y con puños almidonados, la fiera babeante del fascismo. No hacen falta uniformes militares y campos de concentración al uso: tienen sus televisiones y periódicos uniformadores del discurso, los usos y las vestimentas; tienen sus cárceles y CIE’s, ¿para qué más? 
Los titiriteros nos han enseñado que en esta sociedad todavía hay cosas que no se pueden decir, que hay palabras, se pronuncien directa o indirectamente, a modo de sátira o no, que te pueden llevar a prisión. Nos han mostrado que en vuestra democrática y avanzada España no hay libertad ni de opinión ni de pensamiento, que nadie es libre por mucho que crea serlo. Han puesto el dedo sobre una llaga abierta y supurante: señalar el tabú provoca castigos colectivos y feroces, hace que la turba pierda la razón y sea capaz de despedazar a dos jóvenes. Os sentís Europeos, portadores de la democracia y del progreso, afortunados del primer mundo; sois en realidad lacayos vitales e ideológicos anclados en el abismo más hondo de la abyección, sujetos que se revuelcan por las cenizas cuando se rompe el fetiche, moradores del terror más profundo: el terror y el vértigo ante lo diferente y lo libre. No sois hijos de la democracia; sois hijos del miedo. 
No sois libres, y para serlo necesitáis mucho más que ese pequeño esfuerzo del que nos hablaba Sade. Os gusta señalar el fanatismo del integrismo islámico ante las viñetas de Mahoma, mientras vuestro abierto y cosmopolita occidente encierra a artistas callejeros. Vuestra sociedad, tan positivista, en realidad ha involucionado. Vuestros teatros representan a Alfred Jarry o Valle-Inclán, toda la buena burguesía se engalana para verlos; pero si hoy vivieran se encontrarían linchados o en prisión por atentar contra la moral. Tristán Tzara, Hugo Bäll o Man Ray son debatidos en cafés y museos, pero serían hoy fruto de escarnio, objetos de alguna denuncia municipal contra el mal gusto, si hicieran alguna exposición callejera o performance para escandalizar a los burgueses. Vuestras industrias cinematográficas homenajean a un Buñuel que si hoy mostrara sus ojos cortados, sus curas defenestrados o ahorcados, sería forzado a sentarse en el banquillo de la Audiencia Nacional. Tenéis miedo a las personas que son libres y creativas y sólo las aceptáis a condición de que estén muertas y asimiladas por la cultura pop. Sabed bien que el arte, para serlo, debe ser libre, anti autoritario y transgresor; el arte políticamente correcto, asimilable, oficial, de academia, es arte muerto; o mejor dicho, no es arte. Da asco comprobar que lo que podía hacerse en la anquilosada sociedad de 1930 es en nuestro siglo XXI motivo suficiente para encontrarse esposado ante el tribunal de la Inquisición. Si hoy alguna de las vanguardias de principios de siglo XX hubieran sobrevivido seguro que firmaban un comunicado a favor de los titiriteros, y lo titularían obviamente “Gora Alka-ETA”.
¿Duele darse cuenta de que no se es libre? Supongo que tanto como comprobar que quienes os reprimen son aquellos en los que delegasteis todas vuestra capacidad de cambio. Hoy reculan, se escandalizan por la detención y por la acusación de terrorismo, pero los primeros que corrieron a salvaguardar las ensencias morales, los valores de occidente y el buen gusto, fue el Ayuntamiento de Podemos en Madrid. Imagino que choca comprobar que esos concejales, colegas de asamblea en el Patio Maravillas, son los mismos que después rubrican comunicados hablando de “espectáculos deleznables” y asegurando que tomarán “medidas legales contra los titiriteros”. Choca porque nunca vemos al colega de barra, de CSO, de mani, como un aspirante a censor, pero eso ya lo advirtió el viejo Bakunin: sentad al obrero más humilde en una poltrona y tendréis a un tirano corrompido. Es triste comprobar como los progres que defendían La Torna de Els Joglars hoy apoyan a un Ayuntamiento que, acusando a los demás de dejarse instrumentalizar por la derecha, hace lo más de derechas que se recuerda: denunciar a unos artistas por escandalizar con sus obras.
A todos aquellos amigos posibilistas que nos decían que votar era tan inocuo como abstenerse, o que incluso nos recomendaban votar a Podemos, a las llamadas “candidaturas ciudadanas”, “del cambio”, porque era era el mal menor, hoy les podemos espetar que se traguen sus estúpidas palabras, que votar nunca es inocuo, nunca es inocente, porque la complicidad nunca lo es. El llamado cambio sólo ha representado por ahora un cambio de celda. La represión sigue desnuda y sea pasea por las calles de todo el Estado. 
Muchas de las víctimas son anarquistas y son detenidos, se quiera o no, en calidad de ello: los titiriteros por su arte, una compañera por negarse a colaborar con el sistema electoral, otros muchos por tener un libro o acudir a asambleas, uno más por tener el mismo libro y defender el veganismo, otros dos por haber esquivado en Chile lo mismo que ahora quieren endosarles en España y otros, como un servidor, por dar casa a gente sin recursos. 
En definitiva, en vuestra reluciente España se detiene a la gente por escribir, por hablar, por opinar, por crear, por hacer música, por pronunciar palabras prohibidas, por usar el humor contra figuras sagradas, por tener un libro, por acudir a eventos, por ser anarquista, por parar desahucios y realojar a familias necesitadas.
Pensad en ello y seguid sintiéndoos libres después de eso. Mientras os escandalizáis por los titiriteros, permitid silenciosos que nuestra generación, criada con cuentos que hablan sobre infanticidio, violaciones, maltrato animal, decapitaciones y canibalismo, deje el desarrollo de sus hijos en manos de Disney, ellos sabrán cómo vestir a vuestras hijas de rosa y hacerlas sumisas y dóciles princesas, y cómo vestir a nuestros hijos de azul, ponerles un arma en las manos e investirlos de una brutalidad testosterónica. Pero por favor, apartar a vuestros hijos del pensamiento crítico. No vayan a salir tan libres que os hagan cagaros de miedo.
Ruymán Rodríguez

De la necesidad de que el anarquismo toque el suelo

De la necesidad de que el anarquismo toque el suelo
Decía Malatesta (Congreso de Amsterdam, 1907), que la revolución anarquista “sobrepasa con mucho los intereses de sólo una clase” y que pretende la liberación de la humanidad entera. Coincido, pero no podemos negar que habrá unos que serán los interesados en conseguir esa liberación integral y otros los que se opondrán. Dable es también pensar que los más partidarios deberían ser, además de los concienciados, los que más tienen que ganar si las cosas cambian, y que los que más se oponen son los privilegiados, junto a todas esas innumerables víctimas del Síndrome de Estocolmo que desgraciadamente han fabricado con sus escuelas y televisores.
Si pretendemos subvertir las cosas no se hace difícil suponer dónde está nuestro lugar de trabajo. Sin embargo, y es triste decirlo, la mayoría de actividad que generamos ni siquiera gira en torno a ese objetivo.

El anarquismo siempre ha tenido una sensibilidad múltiple, interesada por todas las formas de belleza y sufrimiento. De ahí surge su riqueza. Esto se plasmaba en la filosofía, en libros de vivisección social (como los de Godwin, Proudhon o Stirner, con mayor o menos aspiración práctica), en todas las ramas del arte y en círculos de afines. Bakunin fue de los primeros en darse cuenta de que la única forma de que transcendiera dicha corriente de pensamiento era convertirla en una corriente de acción, relacionada con las aspiraciones de los más pobres. Lo que los nihilistas rusos llamaban “volver al pueblo”. El sindicalismo que surgió después participó de la misma aspiración: sacar el anarquismo de los salones, los cafés, las máquinas de escribir, las tertulias nocturnas, los clubes de disidentes, y meterlo en el tajo, en la fábrica, en el campo.
¿Sigue el anarquismo presente en esos lugares? Después de muchas derrotas, muchas más que éxitos, el anarquismo sólo ha vuelto a la calle de forma espontánea, desnuda, ateórica, y cogiendo a la mayoría de anarquistas por sorpresa. Nos interesan las relaciones de poder, cuestionarlas, entre géneros, entre especies, entre comunidades humanas, pero ¿quién es el receptor de esos cuestionamientos?
Desarrollamos grandes teorías, tenemos prolíficos teóricos, contamos con agudos analistas, pero escribimos, pensamos y hablamos para nosotros (yo mismo lo hago ahora). ¿Cuál es nuestro interlocutor si no? Casi toda nuestra dialéctica se genera para circular entre convencidos, y gran parte de los temas que nos interesan son expuestos para gravitar en torno a gente de intereses afines, gente del “palo”, del “rollo”. Así haremos gran literatura, pero no obtendremos ni un cambio.
Los temas que nos conmueven y sobre los que indagamos demuestran nuestra sensibilidad y son importantes. Es un proceso propio de la construcción personal. Después puede ser importante contrastarlo con personas con las que compartamos simpatías, obtener un reflejo de cordura. Pero pasada esta etapa inicial es necesario saber si queremos resolver esas inquietudes, hallar respuesta real en el mundo a esas preocupaciones, o si nos basta con haber llegado a ese “grado supremo” de consciencia. Si es así y no necesitamos incidir en nuestro entorno, lo acepto. Esa es la vida del asceta extremo al que le basta con sentirse sabio ante sí mismo. Pero si esa persona escribe, edita, hace actos públicos, para tratar de cuestionar la actitud general, habrá que evaluar (después de haberlo experimentado uno mismo) si su estrategia llega a alguien o si se reduce a él y a sus allegados; más aún: si alguna vez tuvo intención de llegar a alguien fuera de su círculo próximo; y aún más: si su mensaje tiene posibilidad real de alterar la vida de la gente de a pie.
Cuando hablamos el interlocutor ideal al que nos dirigimos cobra importancia, y cuando defendemos una causa también la cobra la forma en que la defendemos y las personas a quienes desearíamos tener al lado, aquellas a quienes tratamos de llegar con nuestras palabras. Si esta elección es importante lo es más darse cuenta, en el terreno social, de un punto clave: si son los oprimidos las personas a quienes escogemos, estos hace ya tiempo que no necesitan discursos, que ni los leen ni los quieren, porque lo que les urgen son actos.
Nuestras preferencias nos definen. Todos los frentes de lucha son importantes, válidos, honrosos, pero dependiendo cómo se aborden y a quién se dirijan, unos dejarán el mundo intacto y otros al menos le harán mella.
Cuando somos incapaces de establecer prioridades, de superar la actividad netamente formativa y especulativa; cuando nuestras soluciones colectivas no pasan por trabajar desde lo que está más abajo, desde el fondo; cuando tenemos alergia al trabajo de campo en los barrios, o cuando nos llenamos la boca con sus clichés para reducir a sus habitantes a caricaturas; cuando elaboramos nuestro discurso dando por sentado en nuestros receptores un estatus mínimo o unas necesidades mínimas satisfechas (“todo el mundo tiene coche, todo el mundo tiene Internet, todo el mundo ve la tele, todo el mundo consume, nadie se muere de hambre, etc.”), cuando creemos en definitiva que existe un estándar económico, social y cultural; cuando elegimos para interactuar los problemas de forma y no de fondo, los problemas que afectan a la estabilidad y no a la supervivencia; estamos estableciendo (con independencia de si nosotros somos más pobres o más ricos) un anarquismo de clase media para gente de clase media. Ese anarquismo debe morir.
No hablo de “clase media” como clase real, no me interesa ese debate; sino como concepto psicológico. Es la mentalidad, irreal, de pertenecer al estrato estable de los ciudadanos modelo, ni muy pobres ni muy ricos, la buena burguesía. Esa mentalidad nos viene inculcada desde niños, comamos pan duro o pasteles. La he vivido de cerca: el obrero desempleado cree que sólo pasa por una mala racha y que en breve volverá a donde le corresponde, porque “él no es un pobre”; si necesita realojo, no quiere convivir cerca de indigentes; a su vez el indigente nativo no quiere vivir cerca de indigentes foráneos; y así sucesivamente. El anarquista no tiene ningún prejuicio superior o distinto a los que le rodean en su entorno.
De esta forma nos vemos apoyando lógicamente a los afectados por la hipoteca, pero incapaces de articular nada sobre inquilinos o indigentes; involucrados en defender la sanidad pública y a sus profesionales, pero muy distantes de los migrantes sin cobertura; implicados de forma muy positiva y loable en criticar los atentados al planeta y la necesidad de desmantelar la tecnificación, pero incapaces de meter en la ecuación a los que no causan más impacto en el medio que el de sus huellas descalzas sobre el asfalto.
Ya he dicho alguna vez que creo que la simple lucha por las necesidades materiales está lejos de ser la panacea de nada, y también está fuera de mi intención, aunque no se crea, criticar las múltiples variedades de reivindicación y lucha; sólo creo que la única forma de llegar a la gente es implicarse en sus carencias básicas, y que de toda la gente son evidentemente los más pobres y más numerosos los que con más urgencia requieren nuestra colaboración, y que esto es aplicable a todos los frentes de lucha, porque todos deberían adaptarse a su participación. Pienso sinceramente que esta es la única manera de que el anarquismo vuelva a la calle, vuelva a ser algo popular, y no un objeto para uso y disfrute exclusivo de una minoría.
Ciertamente llegar a la gente de a pie no es fácil, ni es garantía de ninguna transformación inflexiva. La gente a veces no cambia ni a golpes de realidad. Ser “los más pobres” es sólo un superlativo de escasez material, no de excelencia personal. Bien pueden servir nuestras herramientas de hoy para armar a las nuevas jerarquías de mañana. Por eso repito que no basta con acercarse al pueblo, que hay que implementar el trabajo creativo con el conflicto. Pero para eso antes hay que entablar contacto, romper la barrera entre el mundo militante y el popular, lograr que converjan, y esto sólo se consigue metiendo la cabeza en la realidad social de las personas reales. Partiendo de esto, no se trata de transmitir nuestras preferencias a la población, de “salvarles” obligándoles a compartir nuestras neuras o monomanías. No sirven los mesianismos, las evangelizaciones, la inoculación doctrinaria de idearios exógenos. Se trata de ver cuáles de nuestras ideas pueden incidir en sus vidas para mejorarlas, a fin de construir juntos un enclave donde también nosotros podamos desarrollarnos libremente. Se trata gráficamente de elegir entre afilar nuestras ideas para que se claven en la realidad o permitir que la realidad quiebre estas ideas embotadas por el desuso.
No escribo ni milito para hacer amigos, prefiero hacerlo para conseguir compañeros, pero si pierdo a algunos de los dos no hay drama; habrá merecido la pena.
Necesitamos un sindicalismo que no tenga como prioridad disputar las pagas anuales de los funcionarios, u otras cosas que se les escapan a los que sobreviven con 400 euros mensuales, y que se centre en movilizar a los parados y en aceptar a los trabajadores “en negro”.
Necesitamos un movimiento por la vivienda que no se cierre en el tema de la hipoteca o en apilar casas para no darles utilidad pública, sino que comparta herramientas con los inquilinos y empiece a contar con los sin techo como protagonistas y máximos damnificados.
Necesitamos un activismo social que no hable “de pobreza sobrevenida” o de gente “normal golpeada por la crisis”, sino que no sume a sus estrategias a aquellos cuya pobreza les viene de cuna y que posiblemente también la leguen como herencia.
Necesitamos un feminismo que no sea un objeto de debate intelectual o de simple denuncia teórica, sino que trabaje con los personas forzadas a prostituirse, las chicas de los barrios marginados embarazadas desde la adolescencia, las que se ven en situación de indigencia cuando salen de las casas de acogida y todas aquellas mujeres ignoradas por desposeídas que son las más plurigolpeadas por el heteropatriarcado.
Necesitamos un anti especismo que no se conforme con dar charlas para afines en circuitos cerrados o con formar a través de la web, sino que pueda ofrecer una verdadera alternativa alimenticia a los hambrientos, expropiando tierras abandonadas y ofreciendo herramientas que demuestren que subsistir sin matar es posible y asequible.
Sean cuales sean nuestros intereses, no tendrán repercusión real hasta que se dirijan a cambiar la vida de los que hasta ahora no cuentan para casi nadie. Sí, me complace que mucho de lo que reivindico se esté haciendo a pequeña escala, como las asambleas de parados, los sindicatos de manteros, la colaboración con inquilinos, el trabajo con personas víctimas de la prostitución, okupar tierras y repartir hortalizas, etc., pero si destaco la necesidad de incidir en esa vía es porque considero que aún es testimonial en nuestro movimiento.
Hablo además desde la experiencia personal. Nuestros libros y discursos no llegan a la gente que más podrían necesitarlos, porque es posible y lógico que además ni les interesen. No nos siguen por las redes sociales, ni acuden a nuestras charlas y jornadas. La única forma de implicarse es participar de sus necesidades reales y adaptar lo que queremos compartir con ellos a dichas necesidades. Ofrecerles soluciones tangibles e inmediatas a problemas que no son teóricos, ni éticos ni morales, sino de pura supervivencia.
Algunos grupos de la FAGC al principio de nuestra andadura hicieron campañas de apostasía o contra Monsanto. Nadie dice que no sean temas importantes, pero cuando entramos en contacto directo con gente con problemas de emergencia vital nos planteamos: ¿es útil para estas personas que les demos un folleto sobre transgénicos cuando están comiendo pan mohoso que mojan en una fuente?, ¿es necesario que les digamos que apostaten cuando buscan cartones reciclados porque esta noche viene lluvia? Nos dimos cuenta de que les estábamos hablando a estas personas en un lenguaje totalmente alienígena para ellos, de que la división que se establecía entre nuestras aspiraciones y sus necesidades era insalvable, de que el anarquismo secular estaba a miles de kilómetros de la calle, como lo está el Everest de la costa. Se hizo imperativo cambiar de estrategia.
Cuando la FAGC estaba en su segunda etapa de expropiación de tierras (Proyecto “Tierra y Libertad”) conseguimos que se sumara gente sin ideología definida. Estaban ahí por necesidad material, no por afinidad a nuestras ideas. Conseguimos enrolarlos en las dinámicas de nuestras asambleas y que tomaran parte de las decisiones colectivas. Cuando los conejos y los lagartos empezaron a atacar las cosechas muchos de nosotros, veganos y anti especistas convencidos, nos vimos incapaces de hacerles entender que dichos animales no eran ninguna plaga, que estaban ahí antes que nosotros. Cuando una persona te dice que no tiene nada en la nevera y que esos animales no se van a comer el pan de sus hijos, aquello por lo que lleva meses luchando, te quedas desarticulado y te sientes ridículo al intentar discutir. La única opción era ofrecer una alternativa viable, algo que permitiera sacar la producción adelante sin tener que generar sufrimiento. Fue así como descubrimos a Fukuoka, los métodos no invasivos que aconseja para evitar los ataques de animales (pimienta de cayena), etc. Cuando la gente obtuvo una solución real y eficiente al problema, ya no necesitaron contemplar otras medidas. Podíamos habernos enrocado, llamar privilegiados y esclavistas a gente que carecía de recursos y que obtenían gran parte de su alimento de nuestro proyecto, o podíamos trabajar para ofrecer alternativas prácticas y caminos secundarios transitables.
En la Comunidad “La Esperanza” debemos reconocer que todos nuestros esfuerzos para desmontar de forma teórica el machismo imperante fueron un fracaso. Los talleres y charlas no eran funcionales, la contribución de una compañera psicóloga que quería dar herramientas de refuerzo no tuvo continuidad por falta de asistencia. Si algunos pidieron libros sobre anarquismo, jamás mostraron interés por libros específicamente feministas. Más allá de frases compartidas y manifestaciones que hicimos en asamblea, el feminismo verbal moría en nuestra boca. El vivencial sí tuvo más recorrido. No era sólo dar ejemplo con nuestras actitudes, sino implicar a las mujeres en labores atribuidas culturalmente a los hombres. Esta medida funcionó y las mujeres se convirtieron en interlocutores de referencia a la hora de abordar casi todos los problemas comunitarios, perdiendo su papel subalterno.

En definitiva, hablo de lo vivido. Desmantelar la jerarquía, desmontar las relaciones de supeditación, deconstruir las formas de dominio genérico, étnico, especista, laboral, cultural, económico, parte necesariamente por socializar herramientas de emancipación, evitar que sigan orbitando por los mismos limitados ambientes, adaptarlas a las necesidades diferenciadas de los de abajo y dejar que sean ellos los que las hagan propias y usen a su antojo.
No basta con trasladar nuestro discurso a otro ambiente; hay que disolverlo como teoría muerta y reconstruirlo como medida práctica y útil. Hay que hacer que el anarquismo deje de ser un artículo de lujo para iluminados, un fetiche de consumo académico, un artefacto especulativo para aburridos con remordimientos de consciencia. Hay que llevarlo a la calle y ponerlo sobre los adoquines. Puede que esto duela, que haya quien se sienta incómodo trasladando su mesa de trabajo de su cabeza, su local y su ambiente al parque público de un barrio, pero que eso escueza es sintomático. Si decimos que los hombres deben renunciar a sus privilegios de machos y los humanos a sus privilegios de especie, algunos anarquistas deben renunciar a sus privilegios de clase.
Todo consiste, en definitiva, en que el anarquismo vuelva a tocar el suelo.
Ruymán Rodríguez

El Liderazgo en los colectivos anarquistas

El Liderazgo en los colectivos anarquistas

Estimo a aquellos que están con la conspiración y no conspiran ellos mismos; pero no siento más que desprecio por aquellos que no quieren hacer nada pero se complacen en blasfemar y maldecir a aquellos que actúan” (Carlo Pisacane).
Carecer de una base bien pegada al terreno, a la realidad, nos ha hecho complicar la cuestión del liderazgo de una forma completamente innecesaria. Si al asunto le añadimos además una buena dosis de bajas pasiones, ya no hay quien extirpe el quiste.
Tenemos por un lado gente que quiere sofisticar tanto el tema que acaba cayendo en los galimatías marxistas, intoxicándolo todo con unos argumentos que la propia realidad, desde la crisis de la Primera Internacional a 1917, se ha encargado de desmontar, dejándonos bien claro a dónde nos lleva el concepto de “autoridad roja”. Por otro tenemos la voz de los desencantados y desesperados, gente que ante el cacao imperante une su voz a la de Ortega y Gasset a la búsqueda de “un hombre fuerte”, como si alguien pudiera hacer por nosotros lo que somos incapaces de hacer por nosotros mismos.
Estas incongruencias han sido cíclicamente rebatidas por un acerbo bien razonado y articulado que data desde antes de Godwin; este acerbo, sin embargo, no encuentra tristemente continuidad cuando confronta con gran parte de la militancia libertaria y los colectivos que lo componen.

La enajenación de la realidad, sumado a las filias y fobias propias de nuestra humanidad, nos ha hecho detectar autoridad donde no suele haberla, dejando intacto no obstante el verdadero edificio de la jerarquía.
Es cierto que en nuestros colectivos hay actitudes autoritarias y de liderazgo, personas que, al llevar la voz cantante, pueden absorber y engullir a una organización. No entraré ahora a valorar la responsabilidad de los engullidos, pues sólo quería constatar un hecho y no hablar de la “servidumbre voluntaria” que es algo que transciende de los límites de este artículo. Esto, sin embargo, es lo que ocurre en la mayoría de colectivos humanos, una tendencia propia de una formación verticalista cimentada en lo que Nietzsche defendía como “voluntad de poder”. La mayoría de errores que se producen en grupos y comunidades libertarias no son más que la mayoría de errores que surgen en el resto de grupos y comunidades no libertarias; así de simple. Evidentemente lo que llama la atención es que en ambientes que se dicen anarquistas, con gente que se dice anarquista, surjan roles de dominación y obediencia, y esto es algo que deberíamos corregir con un trabajo constante que parta de uno mismo sobre sí mismo; sin embargo, siendo falibles y vulnerables, como somos, no podemos esperar que denominarse anarquista suponga ser metahumano. Mientras nuestros propios mimbres no se rebelen contra lo que impera y sigamos nutriéndonos de identidades pre construidas, nuestros errores no diferirán de los de nuestro entorno.
Reconocido lo dicho, entro en el quid de este texto: ¿sabemos identificar bien los anarquistas el liderazgo en nuestros colectivos?
Dada la situación de nuestro movimiento, en los grupos anarquistas solemos ser pocos. Cuando un grupo se decide a dejar de teorizar y a llevar lo que predica a la práctica, esto significa que hay poca gente para realizar mucho trabajo. Tenemos otro problema además, y es que no hemos dado con lo que llamo el “militante integral”. Tendemos, como nos marca la educación y el mercado laboral, a la especialización. Nos enseñan que hay unos que trabajan con la mente y otros con las manos, que unos saben hablar y otros escuchar. Como ya dije, de estos males no quedan excluidos los colectivos libertarios sólo porque se den ese nombre. Nuestra tendencia debería ser la de generar una actividad integral, formándonos de esa misma manera: potenciar una militancia en la que, entendiendo las circunstancias y preferencias personales, no haya unos que se dedican a labores auxiliares, otros a hablar en público, otros al trabajo de trastienda, otros a escribir, etc.; sino en la que cada uno se sintiera capacitado de realizar cualquier labor, manual o intelectual. Sin embargo, la realidad es otra. En un grupo activista comprometido hay muchas funciones a desempeñar y, lastrados por un modo de actuar adquirido, solemos repartir las tareas en función de la especialidad de cada uno: el que tenga más dotes artísticas se encargará de la cartelería; el que tenga más formación, de redactar los documentos; el que tenga más habilidades sociales, de hablar con la gente, etc. ¿Y si surge el “militante integral”? Estamos tan poco acostumbrados a que el mismo que escribe los artículos sea el que trabaja en la huerta, el que sabotea una máquina en una huelga o el que abre una casa, que visto desde fuera solo podemos adecuar la fórmula capitalista a la militancia social y pensar: trabajo intelectual: líder; trabajo manual: subalterno. Sin pararnos a pensar que el que desarrolla ambas labores sea la misma persona, y sin plantearnos la influencia del medio en esa ecuación que separa el cerebro del brazo.
Si el grupo trabaja bien y hace cosas grandes que tengan repercusión mediática, se plantea entonces el problema crucial de hablar en público. Puede que esto ya se haya planteado en otras actividades, como charlas, talleres o mítines, pero la cosa se endurece cuando lo que se plantea es exponerse. Si el grupo desestima esta vía el problema parece subsanado, pero cuando la naturaleza de la lucha requiere necesariamente la concurrencia mediática (como por ejemplo en el caso de los desahucios) el debate en torno a quién hablará se torna muy revelador. Más allá de cuestiones banales, sobre vergüenza y complejos, está el tema de la exposición pública, de dar la cara, de perder un refuerzo a nuestra seguridad como es el anonimato. Visto desde fuera, diseccionamos al “portavoz” como el líder, el cabecilla, el cerebro, el ideológo, y no somos conscientes de si ese puesto le tocó sacando la pajita más corta o si se vió obligado ante el miedo y la negativa del resto; menos conscientes somos todavía de que lo mismo que pensamos nosotros lo estará pensando la brigada de información respectiva, que podrá añadir un nombre a su lista para cuando llegue el momento de “descabezar”.
A veces llamamos líder al que simplemente se sacrifica por una causa concreta, y da la cara cuando a todos los demás les conviene taparla. Por otro lado, hay que cuidarse mucho de no confundir al líder del grupo con el esclavo del grupo, porque a veces la línea se difumina bastante. Hay gente más comprometida que el resto, que no sólo está dispuesta a jugársela sino también a realizar todos los trabajos desagradables que nadie quiere. Hay personas que siempre se ofrecen, que avanzan cuando otros se detienen, que alientan la actividad y se arriesgan a enredarse en problemas que la mayoría de la gente rehuiría. Hay que ser honestos: cuando en la FAGC se nos planteó la posibilidad de la Comunidad “La Esperanza” la magnitud del trabajo apabulló a muchos. El nivel de implicación de todos los miembros no fue la misma. Algunos se sintieron superados, otros prestaron valiosas labores de soporte y los menos se la jugaron a tiempo completo por el proyecto. El que comparece ante los medios, juzgado desde el exterior por gente que no conoce los pormenores del asunto, puede parecer un aspirante a jefe, pero por dentro nadie sabe la loza que le está presionando el pecho.
Estas personas comprometidas, que como mucho son organizadores, dinamizadores, cuando no pobres mulas que cargan con el trabajo colectivo, son confundidas como líderes por el desconocimiento general de lo que suponen las atribuciones del mando, por los prejuicios sociales que ya mencioné, pero también por la mala baba imperante.
Esa persona que desarrolla un discurso, que lo manifiesta públicamente en base a hecho reales, que no puede ser acusado de vender humo, supone una amenaza para nuestro estatus de “sosiego revolucionario”. Su actividad amenaza nuestro quietismo y los objetivos que alcanza nuestra mediocridad. Una persona que demuestra que se pueden hacer cosas más allá de hablar del pasado o de celebrar actos endogámicos, de retro alimentación y auto complacencia, está indicándonos simultáneamente que no hacemos nada más práctico porque no queremos, y no porque no se pueda. Tildamos de líder, ya que no conocemos otro insulto peor, no al comisario, al jefe de partido o de secta, si no a aquel que hace destacar su voz y nos recuerdo que el anarquismo no es un acto de contemplación monacal. Si alguien nos escupe en la cara que el asamblearismo, el apoyo mutuo y la acción directa, no son mantras que repetir machaconamente, ni productos de consumo interno, ni lemas desgastados que añadir a cada cartel y a cada comunicado, sino que son respectivamente un órgano para que la gente de a pie gestione sus recursos y sus propios barrios; un instrumento para tejer redes de soporte y servicios mutuos; una forma de actuar que pasa por expropiar sin intermediarios bienes y recursos y no por hablar; esa persona es un enemigo, y al enemigo se le insulta y caricaturiza. Si alguien con sus hechos, y con el discurso que sirve de soporte teórico a los mismos, entra en tu zona de confort, desmantela tu verborrea cristiana de predicador, da un manotazo al santuario repleto de velas a Bakunin y Durruti, y te fuerza a la acción, no es raro que lo identifiques con un líder, porque siempre es más fácil reducir al absurdo que encajar un golpe.
Es por eso que todo el que en nuestros medios y ambientes hace algo, mueve algo o hace que algo destaque, pasa a ser instantáneamente, para una capillita muy bien acomodada en la estabilidad de la disidencia verbal, un aspirante a caudillo, un tipo con ínfulas de grandeza, un líder. Se logra así que la quietud genere quietud.
Esto no es nuevo, hoy las figuras de un Bakunin, Malatesta, Seguí o Durruti nos llegan casi regulares, sin aristas alarmantes, sin mácula de duda. En su época fueros acusados de papas, de dictadores del movimiento, de personajes sospechosos con deseos de fagocitar al anarquismo. Hoy los valoramos y respetamos porque ya no existen, porque están muertos; si existieran y nos obligaran a cuestionarnos nuestra inactividad, ya los estaríamos despellejando. Hubo personajes como Tomás González Morago, de cuya gran labor como organizador nos da constancia Anselmo Lorenzo en ElProletariado Militante (1901, 1923), que corrieron peor suerte y murieron solos en prisión orillados por sus propios compañeros. Hoy, como buen difunto, se le recuerda como uno de los fundadores de la AIT española, pero no como el ilegalista que murió marginado por los suyos. Parece ser entonces que lo único que hace falta para ahorrarse dichos ataques es llegar a la venerable vejez o morirse: pero lo primero para algunos aún está lejos, y lo segundo lo considero un precio excesivo para tan poco premio.
Ante el papanatismo imperante no podemos recular. Sólo nos queda seguir trabajando, cada vez más fuerte y con más ganas; saber discriminar las críticas razonadas de los ataques nacidos de las heridas al amor propio; y esperar que el Movimiento Libertario aprenda a distinguir entre los líderes que intentan controlar nuestras vidas y los revolucionarios que sólo tratan de organizar la resistencia.
Ruymán Rodríguez

Anarquía a pie de calle III

Anarquía a pie de calle III
El tercer movimiento
¡A ellos, a ellos mientras el fuego arda! […]. ¡A ellos, mientras haya luz del día!” (Carta de Thomas Müntzer a sus seguidores, 1525).
En los dos artículos anteriores hablé de los dos tipos de anarquismos que identificaba y también del potencial y los límites de la lucha social; ahora voy a hablar de la necesidad de que el anarquismo combativo, comprometido en esa lucha social, transcienda de su punto de partida y llegue hasta un objetivo revolucionario superior gracias a una estrategia sólida y bien diseñada.
Analizando la situación del activismo, los movimientos sociales, incluido el anarquista, llevan años a la defensiva. Sólo salimos a la calle y nos movilizamos para no perder terreno; nunca para ganarlo. No sabemos atacar. Lo único que queremos es no perder conquistas pasadas, pero no realizar conquistas nuevas. Luchas como la sindical, la de la vivienda, la de la educación o la sanidad, se articulan hoy en esa clave. Son respetables movimientos de autodefensa, no estructuras de ataque. Sinceramente creo que ya es hora de pasar a la ofensiva. 
Hay que superar esta eterna condición de fajadores y hay que aprender a contra atacar, a devolver los golpes, a hacer daño. Este último lustro de luchas, y especialmente la experiencia en vivienda, me ha enseñado que cuando uno concentra su militancia en la gestión de un “pequeño asunto”, en la preservación de lo que tiene, se arriesga a perder la ambición de ir más lejos y puede acabar haciendo de una simple etapa, de un mero medio, un todo y un fin. 
Sé que hablo de no limitarse en un mal momento. Vivimos una situación de repliegue de las luchas, como anarquistas y como activistas sociales. Unos pocos, resignados pero prácticos, intentan salvar los muebles del naufragio, y tratan de articular algo de cara al futuro. Una mayoría sigue impermeable a la oportunidad perdida y absortos en su liturgia de banderas e himnos no quieren darse cuenta de que hasta los colectivos más reformistas y pro sistema los han adelantado por la izquierda, gracias principalmente a su actividad. Otra parte no menos considerable abandona el barco, y seducidos por los cantos de sirena del establishment coquetea con el electoralismo, los partidos de nuevo cuño y la aporía: votar es la novedad transformadora; abstenerse, rebelarse y crear al margen, es la ortodoxia. 
Nosotros levantamos la voz desde el barro, en el corazón mismo de la pobreza. No pienso hablaros con la cara limpia, ni sacudirme el polvo en vuestra presencia ni ofreceros una mano lavada; aquí abajo, a pie de obra, no huele bien, no hay debates estériles ni sirve la retórica. Trabajando en la miseria, buscamos la manera de organizarla. ¡Empecemos!
No nos interesan las guerras de siglas, las trifulcas de banderines, las peleas familiares internas, de sectas, de tendencias, de clanes. Es como ver a dos insectos famélicos peleándose por un despojo. Todo lo que trate de arrastrarnos a eso nos sobra. No queremos tampoco oír a intelectuales balbuceando o peleándose entre ellos, hablándonos de un pasado que no se puede repetir o invitándonos a avanzar mientras ellos mismos no mueven el culo del escritorio. Hay un anarquismo nuevo, activo, práctico, que quiere hacerse adulto pero no envejecer, y no está dispuesto a enredarse en las batallas ideológicas de sus mayores. Nuestra propuesta es hacer un llamamiento a todas y todos los anarquistas combativos para trabajar juntos. Ese verbo es la clave: trabajar. Coordinar esfuerzos en base a propuestas prácticas de trabajo, dejando a un lado cuestiones sesudas sobre el futuro de una sociedad que aún no tenemos fuerza para prefigurar. Tardamos horas en discutir qué tipo de combustibles usará la sociedad post-revolucionaria, cómo se gestionarán los medios de producción, qué recursos usará y cuáles no, etc., y aún no hemos hecho la revolución que nos permita tener ese problema encima de la mesa. Sin capacidad alguna, por incompetencia, de decidir sobre nuestro presente, tratamos de decidir sobre algo que, sin incidencia real, pertenece al futuro y se escapa de nuestras manos. Trabajemos para que algún día podamos dilucidar esos problemas en una asamblea de vecinos o de trabajadores, pero hasta entonces no perdamos el tiempo.
Una vez aglutinados, dispuestos a trabajar juntos pero no a pensar lo mismo, a sumar esfuerzos pero no necesariamente sensibilidades, podemos seleccionar el objetivo. La FAGC eligió la vivienda y ya los interesados conocen los resultados. Sí, somos responsables de la okupación más grande del Estado, pero ya dije en mi anterior artículo que eso no lo es todo, que hace falta un tercer movimiento. Lo hecho ha aliviado la situación de mucha gente, ha permitido prolongar la vida de algunos en los casos más urgentes, y eso de por sí ya es más que importante. También hemos medido nuestra propia capacidad, sondeado los margenes de la militancia, la naturaleza de la miseria y la opresión. Pero no basta con quedarse ahí. Sería como organizar un ejército y negarse a declarar batalla. Todo lo vivido, bueno y malo, debe servir para sacar conclusiones, reflexionar, y llevar la lucha a un nuevo estadio.
¿Y esa alargada y fantasmagórica sombra del asistencialismo? Hemos aprendido la lección y dado con la forma de conculcarla. La lucha social, ofreciendo soluciones reales a problemas reales, nos permite entablar contacto con el pueblo, pero para que la relación avance es imprescindible que el afectado deje de ser receptor/observador y pase a ser actor. Y eso se consigue estableciendo como condición sine qua non que el realojado tome parte protagónica de su propio realojo. ¿Quieres recibir ayuda? Aquí nos tienes, pero demuestra primero que eres capaz de ayudarte a ti mismo y también a otros. ¿Te niegas? Muy bien, no daremos más solidaridad de la que se nos ofrece, he ahí todo. Quien necesite de verdad una vivienda se verá obligado a cuestionar lo aprendido, lo enseñado por el Sistema, su misma forma de comportarse con los demás, antes de tomar una decisión. Puede que no se produzca ningún cambio, pero lo habremos enfrentado, directamente, cara a cara, contra una dura contradicción. Y lo dicho en realojos es aplicable al resto. En nuestras últimas ocupaciones estamos aplicando ese principio y ha arrojado resultados muy positivos. Participamos ciertamente en menos realojos, pero las experiencias son mejores y los intervinientes más necesitados, más comprometidos y más activos. También hemos aprendido que detrás de la crítica de “asistencialismo” se encuentran muchas veces voces poco autorizadas que, contrarías a abandonar sus torres de marfil y mezclarse con la sucia y cruda realidad, muestran su alergia a la actividad buscando pretextos en vez de ofreciendo alternativas. Los riesgos del asistencialismo no se despejan desde la inmaculada distancia de un club de convencidos. 
Una vez organizados, fijado un protocolo que evite convertirse en una ONG o en una inmobiliaria, falta esa vuelta de tuerca que mencionaba en “Anarquía a pie de calle II”, ese tercer movimiento: la vía del conflicto.
El tercer movimiento es el que marca la diferencia entre una okupación convencional (un acto que cierra su ciclo sobre sí mismo, revolucionariamente inocuo) y una expropiación programada de viviendas abandonadas por los bancos, con el fin de establecer una gestión comunitaria de un bien colectivo (un acto que supone un desafío político, social y económico directo).
No basta con ocupar casas; lo cual no suele repercutir más que en un número limitado de personas. No basta siquiera con ponerlas a disposición pública y usarlas para realojo; al final podemos acabar reforzando el Sistema subsanando uno de sus déficits e inhibir a la gente de la protesta ayudándolas a volver a subirse al tren capitalista. Hay que ocupar y realojar, pero como parte de una estrategia política de socialización masiva que aspire a que sean los propios vecinos quienes gestionen de forma asamblearia los bienes de consumo, tal y como esperamos que hagan los obreros con los medios de producción.
La estrategia es simple: uníos a esos otros anarquistas combativos, convocad una asamblea popular sobre el tema más urgente que acucie a vuestro barrio (pongo como ejemplo la vivienda porque es nuestro terreno más trabajado), ofreced herramientas útiles a los vecinos y entablad contacto con ellos. ¿Cuántas casas vacías en manos de los bancos hay en el barrio? Pues ocupadlas todas y estableced por la vía de los hechos consumados que sean los propios vecinos quienes gestionen directamente el bien público de la vivienda. Hay que dar el paso, cruzar la frontera, y conseguir que la okupación se convierta en expropiación colectiva. 
¿Cuántos de vuestros vecinos pagan alquileres a la misma inmobiliaria, banco, gestora privada de vivienda o directamente a un fondo buitre? ¿Cuántos ya no pueden pagar o están a punto de encontrarse en esa situación? Nuevamente, convocad una asamblea de vecinos y dadle a ese fatalismo una dimensión consciente. En breve van a perder su casa por impago, pues dotad al impago de un carácter reivindicativo: proponed declarar una huelga de alquileres. Que nadie pague, bien hasta que haya una rebaja generalizada del alquiler (si los ánimos no invitan a la osadía); bien porque reclamáis, vosotros y los vecinos, que la gestión de los inmuebles pasen sin intermediarios a vuestras manos.
¿Militáis en un sindicato libertario? Proponed entonces implementar la lucha laboral con la lucha social (la cual no pasa por tener buenas intenciones, redactar comunicados y secundar campañas de apoyo, sino por iniciar una vía de intervención y confrontación propia, directamente revolucionaria). Competir con los sindicatos amarillos con sus armas es o perder el tiempo o un suicidio. La naturaleza del sindicalismo libertario siempre fue poliédrica, y extendía sus ramas más allá del plano netamente laboral. Por pura supervivencia, el anarcosindicalismo debe estar dispuesto a dotarse de integralidad y a ofrecer herramientas que no se limiten a las fábricas, o incluso a las cooperativas de consumo, sino que entren directamente en la problemática de los barrios más deprimidos. Recuperad los sindicatos de inquilinos que el anarcosindicalismo impulsaba en los años 30 y llevad las demandas vecinales a otro plano. 
¿Y las plataformas que ya trabajan en el tema de la vivienda? Primero, hay que distinguir entre las que realizan una labor comprometida y desinteresada, con raíz revolucionaria, y entre las que son ineficaces, están absorbidas por partidos políticos y se mueven por intereses espurios. Segundo, nadie tiene el monopolio de la lucha social. Si crees que una lucha tiene carencias, que está siendo usada como trampolín para estrategias electorales, y piensas que eres capaz de ofrecer y estructurar cosas mejores, más resolutivas, más radicales, no hay ningún motivo por el que cederle el terreno a nadie, ninguno que nos haga considerar que deben haber exclusividades e intrusismos en el frente de la vivienda. Tercero, hemos de ser conscientes, como anarquistas, de la necesidad de articular nuestras propias respuestas, nuestros propios programas, nuestras propias estrategias. Sí, las luchas deben ser necesariamente populares y colectivas, abiertas a todas y a todos; las alianzas tácticas son igualmente deseables, mientras se limiten al trabajo y no exijan claudicaciones; pero nosotras y nosotros hemos de ser capaces de estructurar una hoja de ruta diferenciada con nuestros propios objetivos, hemos de transmitirle al pueblo que ofrecemos soluciones solventes a los problemas sociales, y saber proyectar, en definitiva, que tenemos nuestra propia revolución en marcha. 
La situación, gracias a las llamadas “candidaturas ciudadanas”, puede ser más propicia de lo que parece. Desarrollad esta estrategia en todos lados, pero aprovechad para incidir allá donde los “abanderados de la vivienda y las políticas sociales” haya tocado poder. Ocupad a discreción, con el apoyo de los vecinos, y empezad a establecer las bases, el soporte teórico, para mostrar las contradicciones de estos “partidos ciudadanos”, bien porque su insensibilidad e incompetencia es la que os obliga a ocupar, bien porque desaten o consientan una reacción represiva. 
Esta propuesta general, la de intervenir en una lucha que tiene como fondo un bien (o un medio de producción o un servicio), para radicalizarla, llevarla hasta sus últimas consecuencias, y conseguir que el órgano popular (la asamblea de barrio, de vecinos, de inquilinos) que inicia y entabla dicha batalla sea simultáneamente el que consigue gestionar dicho bien, es una forma simplificada de iniciar una revolución. Los consejos o soviets no eran otra cosa en sus orígenes. En esto consiste el tercer movimiento.
Nos encontramos en un momento de inflexión. Absorvidos por la fiebre electoralista, desmovilizados por el partidismo de nueva generación, nos olvidamos que a los de abajo la mierda nos sigue llegando al cuello. Los enfermos y las hambrientas, los indigentes y las inmigrantes no pueden soportar más vuestro recuento de votos ni vuestras insufribles teorías. Podemos rehuir nuestra responsabilidad todo lo que queramos, pero no hay dónde escondernos. Yo mismo traté de abordar el asunto creando una comunidad idílica de realojados, creyendo que la respuesta revolucionaria vendría más tarde. Preocupado por garantizar la estabilidad de los vecinos, y sobre todo de sus hijos, tardé dos años en comprender que la vía del conflicto debe ir de la mano de la labor creadora. Puede que haga la vida más incierta, pero si la construcción de lo nuevo no se simultanea con la destrucción de lo viejo (como nos recomendaron los clásicos desde Proudhon a Bakunin), crearás una bonita ciudad amurallada, pero dejarás intacto lo que hay más allá de sus muros; y al final el exterior penetrará en la fortaleza y hará lo mismo que hace la humedad con la piedra. 
En este punto el anarquismo, los movimientos sociales al completo, se encuentran en una encrucijada. Hay un nudo gordiano que parece irresoluble, y tanto los teóricos puros como los institucionalizados pretenden cortarlo con un cortaplumas; desde la FAGC afirmamos que es hora de meterle cizalla. Meteos en los barrios, no tengáis miedo a la hostilidad, la desconfianza, las rencillas y las bajas pasiones que os aseguro vais a encontrar. Aprovechad antes de que la virtualidad de la recuperación penetre hasta en los que tienen el estómago vacío. Buscad al que no tiene casa, ni salario, ni sanidad, ni ayudas, ni esperanza. Convocad a un barrio entero y enfrentadlo a la idea de que está en sus propias manos cambiar su situación. Id creciendo poco a poco, con asambleas eficaces y libres de discursos pomposos. Ofreced realidad, desnuda y áspera realidad. Y empezad a tomar, tomar, y tomar, hasta que no quede nada que no gestionéis por vosotros mismos. Puede asustar, pero es el vértigo ante una revolución que comienza. Sólo falta que te sumes. ¿Qué no lo consigues? Al menos, maldita sea, lo habrás intentado. 
Lo he repetido alguna vez, pero no quiero dejar de decirlo: si ellos explotan la miseria, a nosotros nos toca organizarla.
Ruymán Rodríguez

¿Cuánto vale tu voto?

¿Cuánto valetu voto?
 Sobran los motivos para Abstenerse
[Información que ya hicimos pública en 2011]
Si el rechazo a convertirnos en cómplices, a secundar un sistema corrompido y a legitimar a políticos parasitarios no fueran suficientes motivos para abstenernos de votar, aquí va una razón más que transcendente: ¡Tu voto les da dinero a los partidos!

 Así es (y puede comprobarse mirando las partidas estatales [fondos públicos] que se destinan a los partidos), cada voto al Congreso “vale” –por media– 79 céntimos de euro, y cada voto al Senado 32(ése es el dinero que, aparte de sueldos, dietas, subvenciones varias, se le da, por cada voto conseguido, a los partidos). Por cada diputado o senador que consiga un partido, el Estado le paga –a dicho partido– 21.167 euros. Si tenemos en cuenta que la Cámara Baja se compone con 305 diputados, y la Alta con 208 senadores, en total hay que desembolsarles casi 11 millones de euros.
 
Aparte de eso, se les subvenciona el envío de propaganda electoral (lo que nos costó, en las últimas generales, 21,98 millones de euros). Por si fuera poco, los partidos perciben cada trimestre una media de 22 millones de euros (más 1,05 millones para gastos de seguridad).  
Ahora lo sabes: tu voto vale dinero; si no quieres que ese dinero caiga en los bolsillos más rellenos: ¡No les votes!