Campañas

Las elecciones no son y no pueden ser actualmente más que un fraude y una expoliación de Amselme Bellegarrigue

Dicho esto, afrontaré la situación sin preocuparme de los sentimientos de miedo o de los sueños de esperanza que podrán empujar de vez en cuando a mi favor o en mi contra a los evocadores de la monarquía y los profetas de la dictadura. Usando de la inalienable facultad que me dan mi título de ciudadano y de mi interés de hombre, y razonando sin pasión así como sin debilidad; austero como mi derecho, calmo como mis pensamientos, diré:

Cada individuo que, en el presente estado de las cosas, pone en la urna electoral una papeleta para la elección de un poder legislativo o de un poder ejecutivo es -si no voluntariamente, al menos por desconocimiento, si no directamente, al menos indirectamente-, un mal ciudadano. Ratifico lo dicho sin quitarle ni una sílaba.

Al presentar la cuestión de este modo, me desembarazo de una sola vez de los monárquicos, que persiguen la realización del monopolio electoral, y de los gubernamentalistas republicanos, que hacen de la formación de los poderes políticos un producto del derecho común; en realidad caigo, no en el aislamiento -que, por otra parte, me preocuparía poco-, sino en medio del vasto núcleo democrático -más de un tercio de los electores inscritos- que protesta, con una abstención continua, contra la indigna y miserable suerte que le hacen sufrir, desde hace más de dos años, la hedionda ambición, y la no menos hedionda rapiña de los partidos y de los vividores.
Sobre 353.000 electores inscritos en el departamento del Sena, solamente 260.000 han tomado parte en la votación del 10 de marzo pasado, a pesar de que el número de las abstenciones esta vez ha sido menos elevado que en las elecciones precedentes. Y siendo París un centro político más activo que los demás y conteniendo, en consecuencia, menos indiferentes que la provincia, es exacto decir que los poderes políticos se forman sin la participación de más de un tercio de los ciudadanos del país.

Es a ese tercio al que me dirijo. Porque allí, se convendrá en ello, no existen el miedo que vota bajo el pretexto de conservar, ni la ignorancia servil que vota por votar; allí existe la serenidad filosófica que fundamenta en una conciencia apacible el trabajo útil, la producción no interrumpida, el mérito oscuro, el coraje modesto.
Los partidos han calificado de malos ciudadanos a estos sabios y serios filósofos de los intereses materiales, que se mezclan a las saturnales de la intriga. Los partidos tienen horror a la indiferencia política, metal sin poros que ninguna dominación puede corroer. Es tiempo de prestar atención a estos legionarios de la abstención, porque es entre ellos que se encuentra la democracia; es entre ellos que reside la libertad, tan exclusivamente, tan absolutamente, que esta libertad no será alcanzada por la nación sino el día en que el pueblo entero imite su ejemplo.

Para aclarar la demostración que estoy haciendo, debo examinar dos cosas: primero, ¿cuál es el objetivo del voto político? Segundo, ¿cuál debe ser inevitablemente su resultado?

El voto político tiene un doble objetivo, directo e indirecto. El primero es constituir un poder; el segundo es -una vez constituido éste- liberar a los ciudadanos y reducir las cargas que pesan sobre ellos; y además, hacerles justicia.
Este es, si no me equivoco, el objetivo reconocido del voto político, en cuanto al interior. Aquí no está en cuestión lo que atañe al exterior.

Por tanto, yendo a votar y por el solo hecho del voto, el elector reconoce que no es libre y atribuye a aquél a quien vota la facultad de liberarlo; confiesa que está oprimido y admite que el poder tiene la fuerza de volverlo a levantar; declara querer la institución de la justicia y concede a sus delegados toda autoridad para juzgarlo.

Muy bien. Pero reconocer a uno o más hombres estas capacidades, ¿no es poner mi libertad, mi fortuna y mi derecho fuera de mí? ¿No es admitir formalmente que éste o estos hombres -que pueden liberarme, volver a levantarme, juzgarme-, son capaces asimismo de oprimirme, arruinarme, juzgarme mal? E inclusive les es imposible hacer otra cosa, considerando que, al haberles sido transferidos todos mis derechos, yo ya no tengo ninguno y que protegiendo el derecho, no hacen sino protegerse a sí mismos.
Si yo pido a algo a alguien, admito que éste tiene lo que yo le pido; sería absurdo que hiciese una petición para obtener lo que ya está en mi poder. Si tuviera el uso de mi libertad, de mi fortuna, de mi derecho, no iría a pedírselos a nadie. Si se los pido, probablemente es porque éste los posee y, si es así, no veo del todo claro qué lecciones mías tenga que recibir acerca del uso que considera oportuno darles.

Pero, ¿cómo es que el poder se encuentra en posesión de lo que me pertenece? ¿Cómo lo ha conseguido? El poder, tomando por ejemplo aquello que tenemos delante, está constituido por el señor Bonaparte que, todavía ayer, era un pobre proscrito sin demasiada libertad y sin más dinero que libertad; por setecientos cincuenta Júpiteres tonantes que -vestidos como todos y no más bellos ciertamente-, hace unos meses hablaban con nosotros -y no mejor que nosotros, oso decirlo-; por siete u ocho ministros y sus acólitos, la mayor parte de los cuales, antes de tirar de las cuerdas de las finanzas, tiraban de la cola del diablo con tanta obstinación como un amanuense cualquiera.
¿Cómo ha sucedido que estos pobres desgraciados de ayer sean mis patrones de hoy? ¿Cómo es que estos señores detentan el poder al cual han sido enajenadas toda libertad, toda riqueza, toda justicia? ¿A quién hay que responsabilizar por las persecuciones, las imposiciones, las iniquidades que sufrimos todos nosotros? A los votantes, evidentemente.

La Asamblea Constituyente, que fue la que empezó a meternos en el baile; el señor Luis Bonaparte, que ha continuado la instrumentación; y la Asamblea Legislativa, que ha venido a reforzar la orquesta, todo esto no se ha hecho solo. No, todo esto es el producto del voto. A todos aquéllos que han votado les corresponde la responsabilidad de lo que ha sucedido y de lo que seguirá. Nosotros, demócratas del trabajo y de la abstención, no aceptamos esta responsabilidad. No busquéis entre nosotros la solidaridad con las leyes opresivas, los reglamentos inquisitoriales, los asesinatos, las ejecuciones militares, los encarcelamientos, los traslados, las deportaciones…la crisis inmensa que aplasta al país. ¡Id a golpear vuestro pecho y a prepararos para el juicio de la Historia, maníacos del gobierno! Nuestra conciencia está tranquila. Ya es bastante que, por un fenómeno que repugna a toda lógica, suframos un yugo que sólo vosotros habéis fabricado; ya es bastante que hayáis empeñado, junto con lo que os pertenecía, lo que no os pertenecía -lo que debería ser inviolable y sagrado-: la libertad y la fortuna de los demás.