Aunque Marx pugnaba por que la clase proletaria “ascendiera” a la categoría de “clase nacional”, su análisis inicial no podía abstraerse de la realidad: “Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen”. Efectivamente, los pobres no tenemos patria, porque por ahora no tenemos más que hambre y, habiendo hambre, su sola mención (la de la patria) es una desvergüenza.
Contrariamente a los planteamientos fascistas históricos, la patria es un lujo que en tiempos de crisis sólo pueden comprarse los burgueses. Cuando existe una población oprimida a la que ya ni siquiera puede encasillársela en una clase social determinada, cuando dicha población ya no sabe ni socialmente lo que es, cuando el desempleo no deja que se les etiquete como obreros, cuando lo que empiezan a tener vacío no es el bolsillo sino el estómago, no se les puede hablar de “identidad nacional”, de “orgullo patriótico”, de “sentimiento de pertenencia cultural”, sin insultarles. ¿A qué patria pertenecen? ¿A la constituida o a la que está por constituir? ¿A la que los mata de hambre, los reprime, los explota ahora o a la que ya está haciendo prácticas para hacerlo en futuro? ¿A la que te hace trabajar a destajo o mendigar en silencio, a la que te desahucia, a la que te criba la asistencia médica bajo la sombra de una bandera o la que lo hace bajo la sombra de otra? ¿De qué me tengo que sentir orgulloso? ¿De tener una “patria libre” con una población esclava? ¿De una tierra conquistada más por la miseria que por los propios ejércitos? ¿De qué puedes sentirte orgulloso cuando la situación actual (como sentenciaba una viñeta de El Roto) te hace sentir vergüenza de pertenecer a cualquier sitio? ¿De qué puedes presumir cuando los ojos de desconsuelo de tus hijos te hacen maldecir el mismo suelo en que naciste? ¿Qué identidad existe, más que la personal, para quien se sabe engañado y pisoteado en aras de la grandeza de una “comunidad humana” en la que se siente extraño o prisionero?
No hemos comprendido todavía que no hay nada de lo que sentirse orgulloso, ni de banderas, ni de montes, ni de mares, cuando se tienen agujeros en los zapatos y en el vientre, y cuando la “madre patria” no te proporciona más que miedo, porrazos, cargas, desazón, angustia, desnutrición, intemperie y sometimiento. Ya lo decía Manuel González Prada:
“La patria no es sólo el aire que respiramos, el río de que bebemos, el terreno que sembramos, la casa donde vivimos y el cementerio en que duermen nuestros antepasados; es también el soplón que nos delata, el esbirro que nos apercolla, el juez que nos condena, el carcelero que nos guarda y la suprema autoridad a quien debemos obediencia y sumisión”.
Cuando la gente está planteándose cosas tan básicas, tan elementales, tan primarias, como prolongar la propia existencia, como subsistir, hablarles de “patria” es como darles pan cuando tienen sed, como darles sal cuando se han perdido en el desierto.
Siguiendo al hijo del carpintero es posible que algunos objeten: “pero no sólo de pan vive el hombre”. Ciertamente necesita más cosas, pero sólo cuando tiene asegurada la propia vida, y esto, por ahora, sólo lo proporciona el pan. Podemos hablar de mil cosas, todas ellas sublimes y que elevan el espíritu de los seres humanos y los hacen trascender de su condición primaria; dígase lo que se quiera, pero sin pan eso significa transcender cadáveres. Un famélico, antes del tránsito de convertirse en muerto, lo que necesita es pan, y tomará, con justa razón, a todo aquel que intente ofrecerle lo contrario como un enemigo. Ya explicaba Kropotkin cuál era el deber de toda revolución para poder considerarla como tal:
“¡Pan, la revolución necesita pan! ¡Ocúpense otros en lanzar circulares con frases rimbombantes! ¡Pónganse otros en los hombros tantos galones como puedan llevar encima! ¡Peroren otros acerca de las libertades políticas! Nuestra tarea consistirá en hacer que en los primeros días de la revolución, y mientras dure ésta, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto a quien le falte el pan, ni una sola mujer obligada a formar cola delante de la tahona para recoger la bola de salvado que le quieran arrojar de limosna, ni un solo niño a quien le falte lo necesario para su débil constitución. Somos utopistas, es cosa sabida. En efecto, tan utopistas, que llevamos nuestra utopía hasta creer que la revolución debe y puede garantizar a todos el alojamiento, el vestido y el pan. Es preciso asegurar el pan al pueblo sublevado, es menester que la cuestión del pan preceda a todas las demás. Si se resuelve en interés del pueblo, la revolución irá por buen camino”.
Los gobernantes, poco importan que sean desde la metrópolis o desde las colonias, han invertido la fórmula y han comprendido la máxima del buen político que tan fielmente se enorgullecía en aplicar Simón Bolívar: “Formémonos una patria a toda costa y todo lo demás será tolerable”. Lo será el hambre y las injusticias, lo será la corrupción y la represión, lo será el Estado policial y la férula de la Mercadocracia. Todo puede esconderse con unas pocas fronteras, todo puede ocultarse bajo la promesa de constituir formalmente una patria o de aumentar la grandeza de la existente.
Decía curiosamente Secundino Delgado que en el panorama político los únicos que creían en sus propios ideales eran los anarquistas, porque “los demás obran como comediantes”. El patriotismo sería una gran comedia, si en tiempos de hambre no fuera una gran tragedia. Por suerte el hambre sigue teniendo una fuerza oculta que pocos le reconocen: la fuerza de romper banderas.
Fdo.: Juan Sin Tierra