Los límites de la comunidad

La mayoría de movimientos sociales tienden a reproducir en su discurso la idea de “crear comunidad”1. Cuando los sueños revolucionarios chocan con la realidad, también es hacia la creación de comunidades alternativas hacia dónde se dirigen las expectativas. A su vez en los ambientes revolucionarios hablamos insistentemente, pero de forma vaga, de levantar “comunidades de resistencia” (haciendo más hincapié, en las práctica, en el primer término que en el segundo). Lo hacemos sin concebir casi nunca que este mito de nuestro imaginario común también tiene sus límites. Esto no significa que lo considere algo negativo ni un elemento a desterrar, pero sí a cuestionar, a replantearnos sus aparentes certezas.

Durante el siglo XIX muchos de los primeros socialistas desarrollaron, tanto en el plano práctico como teórico, modelos comunitarios idílicos de implantación inmediata; todos fracasaron. Tanto los inspirados en Owen como en Saint Simon, Cabet o incluso el modelo más libertario de Fourier, corrieron la misma suerte. Josiah Warren, considerado el primer anarquista consciente de Norteamérica, participó en una de esas primeras comunas owenistas estadounidenses, y el resultado fue el desencanto total por su parte y abrazar un concepto individualista sobre la interactuación social que él llamaba la “desconexión”. Según su opinión, la gente era más feliz cuanto más independiente era y más libre se sentía en sus hábitos, cuanto más desconectada estaba de estructuras generales. Esto no quiere decir que Warren rechazara los lazos sociales; sólo consideraba que reglar todos los aspectos de la vida de los miembros de una comunidad conducía a la muerte de la misma.2

Muchas décadas antes que él, e incluso antes de que se dieran las primeras experiencias comunitarias utópicas decimonónicas, William Godwin ya había alertado de estos excesos. Godwin, que en su Investigación sobre la justicia política (1793) defiende precisamente un modelo de vida basado en la propiedad colectiva, considera que esta forma de propiedad no puede suponer comunalizar también usos y costumbres. Para él la propiedad común no debe significar obligatoriamente comedores, horarios, trabajos y pensamientos también comunes3. La propiedad colectiva debe inspirar, sin renunciar a los vinculos sociales, a la independencia de espíritu. Algo muy parecido defendería casi un siglo después Oscar Wilde en su ensayo El alma del hombre bajo el socialismo (1890)4.

Los experimentos comunitarios que se dieron a finales de ese siglo XIX y principios del XX también fracasaron. Estos fueron en su mayoría de corte libertario y se extendieron por Italia, España, sobre todo Francia y también los países sudamericanos más afectados por la migración europea (como Argentina o Brasil). Desde los primeros ejemplos de mano de personajes como Fortuné Henry hasta la popularización de los llamados “medios libres” que se extenderían hasta finales de la Belle Époque, los anarquistas pusieron mucho de su esfuerzo en estas experiencias. Muy pocas consiguieron asentarse en el tiempo y la mayoría se fueron destruyendo más por la acción disolvente interna que por la represión del Estado.

Uno de los ejemplos mejor documentados fue el de “La Cecilia” (1890-1894), un experimento sui géneris pero muy paradigmático hecho en su mayoría por migrantes italianos en un paraje aislado de Brasil. Explicar los pormenores de la vida comunitaria de esta comuna daría para varios artículos y no es mi intención. Baste con explicar que a nivel personal se produjeron muchas de las contradicciones de nuestros ambientes actuales, no sólo a nivel de celos y mezquindades, si no a la hora de forzar a la gente a experimentar situaciones amorosas o emocionales para las que no estaban preparadas (como si eso significara obtener algún tipo de pedigrí evolutivo revolucionario). A nivel social y económico, el egoísmo, la vagancia, la insolidaridad, el autoritarismo, también hallaron brecha. ¿Nos extraña? Una comunidad humana se compone de vicios y virtudes humanas. Ponerle el adjetivo anarquista a algo no sirve como si fuera un fetiche animista que sacudir delante de la cara para espantar a los malos espíritus.

Estamos educados como estamos y aunque hayamos querido eliminar muchas de las influencias del medio eso no quiere decir que lleguen a desaparecer del todo. Un ambiente creado con fines libertarios no puede blindarse ante la autoridad que le rodea ni depurar a golpe de decreto el autoritarismo que sus miembros llevan insertos. Y aunque se pudiera, ¿qué saldría de este espacio hermético?

Ya Élisée Reclus en su breve pero genial texto “Las colonias anarquistas” (1900) nos advertía de todas estas circunstancias. Apuntaba:

“[…] ¿Crearán los anarquistas Icarias para su uso particular del mundo burgués? Ni lo creo ni lo deseo. […] Sostenidas por el entusiasmo de algunos, por la belleza misma de la idea dominante, pudieron durar algún tiempo esas empresas, a pesar del veneno que las consumía lentamente; pero a la larga hicieron su obra los elementos disgregantes, y todo se hundió por su propio peso, sin necesidad de violencia exterior. […] El aislamiento no queda impune: el árbol que se trasplanta y que se pone bajo cristal, corre peligro de perder su savia, y el ser humano es mucho más sensible aún que la planta. La cerca puesta alrededor de sí por los límites de la colonia, es letal; se acostumbra a su estrecho medio, y de ciudadano del mundo que era, se empequeñece gradualmente a las mínimas dimensiones de un propietario; las preocupaciones del negocio colectivo que lleva entre manos, estrechan su horizonte; a la larga se convierte en un despreciable gana-dinero”5.

Estas cosas que señala Reclus ¿se diferencian en algo de lo que hemos visto en todas las comunas modernas desde las hippies en los años 60 y 70 del s.XX hasta las contemporáneas? Es imposible que algo se reproduzca siempre, de forma impepinable, porque sí.

Podríamos pensar que el problema es la gente ideologizada, que con personas libres de taras políticas sería distinto; pero no. Los problemas son exactamente los mismos; menos sofisticados a nivel retórico, pero idénticos.

La cuestión es que aún cuando consiguiéramos crear una sociedad perfecta, ¿qué ocurre con el resto de la sociedad? Aún no se ha resuelto el problema planteado por Bakunin cuando exponía que no se puede ser libre rodeados de esclavos6. Una microsociedad aislada, con un funcionamiento libertario perfecto, sería a niveles generales muy poco libertaria. Un grupo de estrechos “gana-dineros” como decía Reclus, obsesionados por sacar a flote el pequeño negocio familiar y que convertirían la comunidad en una empresa con formato de sociedad limitada. Quizás 15 personas vivan un espejismo de libertad, pero 7000 millones seguirán reptando exactamente igual que siempre.

¿Hay que eliminar toda intención de crear comunidades entonces? No va mi discurso por el lado de las aseveraciones. Recuerdo cuando Kropotkin definía la propuesta libertaria en la Enciclopedia Británica (1905) y hablaba de comunas autónomas de distintos tamaños y si se deseaba temporales. Recuerdo también la idea de las “asociaciones de egoístas”7 de Stirner. E incluso los ejemplos de vida de personajes como Thoreau que huían de las ciudades y que colocaban en sus casas solo tres sillas: “una para la soledad, la segunda para los amigos y la tercera para la sociedad”8. Ninguno sabía que depararía el futuro como no lo sabemos ninguno de nosotros. Discutir el mejor modelo basándonos en la teoría es estúpido y estéril. Sólo la práctica lo zanjará. Este texto habla por tanto de lo que la experiencia, histórica y personal, me ha demostrado.

Una comunidad, si quiere subsistir, debe evitar enredarse en lo que yo llamo “la política de lo imposible”. Hay cosas que una comunidad puede votar en asamblea por mayoría, incluso consensuar, pero si lo aprobado escapa de lo posible no se cumplirá. Votar por mayoría absoluta que mañana vamos a levitar no nos levantará un centímetro del suelo. La comunidad no puede abordar asuntos que se escapan a su control. Si acuerda, por ejemplo, un horario de ruidos tendrá que ver la predisposición real de los comunados hacia dicho acuerdo, la capacidad comunitaria de hacerlo cumplir y las consecuencias de un posible incumplimiento. Si el análisis nos indica que no hay posibilidad real de hacer cumplir lo que se ha acordado, más vale ni proponerlo. Y esto entronca con tomar decisiones sobre ética y moral y la esfera privada del domicilio y las costumbres. Por mucho que determinados hábitos molesten y desagraden, hay cosas cuyo cumplimento no puede constatarse. Y aunque se pudiera, ¿es deseable? Para conseguirlo habría que poner en marcha una repugnante y pesada maquinaria represiva semejante a la del Estado, o una labor de pedagogía y autoformación que con suerte, de funcionar, nos llevaría décadas. Hay elementos en los que la comunidad debe reconocerse, aunque sea temporalmente, incompetente.

Con respecto a los individuos que la componen o rodean la comunidad sólo puede abordar aquellos asuntos que afectan al común, que implican a la mayoría o que directamente la amenaza o pone en peligro. Mientras eso no ocurra debe inhibirse.

Sobre esto recuerdo un ejemplo ocurrido en la acampada del 15M de Las Palmas. Se hizo una asamblea promovida por la “Comisión de respeto” para ver la forma de evitar que una persona con actitudes “inconvenientes” (motivadas por abuso de drogas y problemas mentales serios) accediera a la plaza. Todas las voces hablaban de expulsión y “patrullas de control”. Cuando me tocó tomar la palabra planteé dos objeciones: primero, el dilema moral de la exclusión, de barrer bajo la alfombra aquellos problemas que nos incomodan tal y como hace esa sociedad capitalista que tanto nos desagradaba; segundo, aunque se aprobará por mayoría impedirle participar, ¿cómo llevar dicha resolución a la práctica? Una plaza es un espacio público al que no se puede impedir el acceso. ¿Crear una policía del 15M que vigilara constantemente el perímetro? Y de poner en marcha esa aberración, ¿recurrir a la violencia si el individuo cruzaba el cordón? Llamé la atención sobre el hecho de que los mismos pacifistas que censuraban la autodefensa ante las agresiones policiales aprobaran la violencia a la hora de “protegerse” de una persona acuciada por múltiples enfermedades mentales y sociales. Propuse entender la situación del aludido y proponerle, ya que le interesaba el Movimiento, alguna ocupación y forma de implicarse. Como le gustaba pintar, le propuse encargarse de diseñar la cartelería y estuvo dedicado a eso durante varias semanas, hasta poco antes del desalojo. No fue una panacea, pero los problemas de convivencia se redujeron.

Siempre habrá individuos disruptivos, elementos que sabotean desde dentro. La comunidad debe plantearse qué herramientas tiene para enfrentarse a estas situaciones y si puede aplicarlas sin convertirse en el mismo modelo autoritario que condena. Debe estudiar si el individuo es permeable a la persuasión o a la pedagogía, si se requieren medidas sancionadoras (una vía peligrosa que no conoce techo y que no se aplica con palabras9) o si hay que recurrir a la expulsión. Y, sobre todo, si tiene posibilidad de aplicar alguna de esas medidas. Debe plantearse también cuál es la proporción real de los elementos disruptivos. Una comunidad donde la mayoría sabotea ya no es una comunidad y lo mejor es abandonarla.

La comunidad10 debe dejar de verse como un ente con vida propia, suprahumano. Es sólo una estructura inánime que existe gracias a quienes la componen. Su naturaleza, si es negativa o positiva, está determinada por la calidad humana de sus componentes. Hay que contemplarla como un cuerpo que nunca es el núcleo de sí mismo; ese cuerpo se compone de células y para bien o para mal son ellas las que determinan el estado de salud o enfermedad de dicho cuerpo. El cuerpo puede eliminar una célula maligna, extirpar un cáncer, pero no puede hacerlo sin automutilarse.

La vida en comunidad es un fenómeno social que parece incuestionable; cuestionarlo sería tanto como enredarse en cuestionar si el ser humano es sociable o no por naturaleza. No me interesa ese debate desde que era adolescente. Me interesa cuestionar sólo los límites del modelo, las fronteras que no puede cruzar sin arriesgarse a morir (a morir, desgraciadamente, matando).

Después de todo lo dicho no creo conveniente, en relación a los proyecto sociales, contemplar la constitución de comunidades como un fin en sí mismo. La comunidad es un medio, para contrastar las propias teorías, para ponerlas a prueba, para hacerse fuertes, para ejercitar la convivencia, para crear estructura y tejido, para sacar músculo en la práctica cotidiana y común del día a día; todo muy importante, pero sigue siendo un medio y no una meta. Ver la creación de comunidades como nuestro fin último es como invertir todas nuestras fuerzas en arreglar un vehículo, en engrasarlo y prepararlo, en hacer de él un objeto digno de exposición, pero sin ser capaces nunca de arrancarlo, bien porque se ha convertido en un artículo decorativo inutilizado para la automoción, bien porque tenemos miedo a que se deteriore durante el viaje. Me viene a la mente el llamado “Proyecto A” promocionado por Horst Stowasser en Neustadt (Alemania) a finales del s. XX. Es un ejemplo, una demostración de capacidad, una experiencia con muchas lecciones válidas, pero verla como el objetivo sería, en mi opinión, errar el disparo. Es un proyecto que justamente representa lo que acabo de comentar: la necesidad de fortalecer la herramienta, de crear una estructura poderosa, sin darse cuenta de que se puede perder la perspectiva al transformar una parte en el todo. Es el ejemplo de lo que pasa cuando se subvierten los términos, cuando los métodos pasan a ser las finalidades y los recursos sustituyen a los objetivos. Se daba ingenuamente por sentado que el proceso revolucionario se produciría per se con sólo reforzar la red autogestionaria, que el conflicto con la autoridad vendría dado, de forma inevitable, con el propio crecimiento del proyecto. La verdad es que el poder suele tolerar cualquier proyecto paralelo mientras ocupe todo el tiempo de los implicados y no tenga la intención de interferir en el funcionamiento del status quo de forma directa. A veces hasta lo alienta, dejando que nos agotemos, que no demos solos el batacazo o que hagamos de nuestro proyecto el objetivo de nuestra vida en vez de un simple elemento para ayudarnos a cambiarla. Al final, los participantes acaban obsesionados por el buen funcionamiento del proyecto, por mantener su estabilidad, por perfeccionarlo y mantenerlo libre de alteraciones. Ya sólo interesa el proyecto en sí y para perpetuarlo se sacrifica todo, hasta la finalidad inicial que le dio vida. Los anhelos emancipadores del comienzo han desaparecido, eclipsados, y ya solo queda el propio objeto que hemos creado: el huerto, la fábrica, la comunidad, como receptáculo de todas nuestras expectativas. El medio para mejorar la vida se ha convertido en la vida misma. Debía ser un simple escalón más hacia la liberación, pero en vez de eso se convirtió en una escalera sin principio ni fin: una escalera de caracol que gira sobre sí y que acaba justo donde empieza, incapaz ya de llevarnos a ninguna parte fuera de sí misma. Un sucedáneo aceptable de la emancipación.

En consecuencia, si queremos crear comunidades, a un nivel reducido (anarquistas) o grandes comunidades de resistencia, amplias (ahora y de cara al futuro), con proyección en nuestros barrios, tenemos que quitarnos de encima la mitificación comunitaria. En común solo se pueden dirimir los asuntos que afecten al conjunto, pero tratar de regular aspectos de la esfera puramente personal o imponer patrones conductuales o prácticas colectivas que la propia comunidad no demanda, es la mejor forma de crear crispación y desafección en la comunidad. Es un fenómeno que no catalogo de positivo o negativo pero del que me he dado cuenta: cuando hemos okupado una o dos casas dentro de un edificio no okupado y los realojados han sabido adaptarse han habido pocos problemas de convivencia. Cada vecino ha sido autónomo, ha regulado su propia vida y la interactuación se ha limitado a asuntos comunes. Nadie ha interferido en la vida de nadie. Cuando hemos okupado mazanas y edificios enteros y las asambleas no han sabido limitarse a tomar decisiones sobre lo que afecta al conjunto y han tratado de cuestionar lo que cada uno hace en su casa sólo han habido fracasos y conflictos. Podríamos pensar que es una cuestión proporcional: a menor contacto menos desencuentros. Y, sin dejar de ser cierto, tiene también mucho que ver con las atribuciones de la comunidad y su tendencia a extralimitarse en pos de una perfección imposible e inalcanzable.

El anterior ejemplo es extrapolable a casi cualquier situación. En nuestro medios hablamos de comunidad como en las series y películas norteamericanas: un conjunto amorfo y superior a los individuos que lo componen. Ser un “miembro respetable de la comunidad” equivale a respetar normas cuya naturaleza y funcionalidad desconocemos, y esto no suele ser ni deseable ni bueno. Una comunidad no puede entrometerse en la dimensión puramente individual –mientras no afecte al conjunto– por mucho que le agrade o disguste lo que se mueva dentro de dicha esfera. El esfuerzo de los participantes no debe ser tanto “crear comunidad”, “sentimiento colectivo”, “pertenencia al grupo”, como reforzar el criterio propio, la capacidad de criticar y disentir. Ya he dicho en alguna ocasión que si hoy en día somos insolidarios no es por individualismo, sino por gregarismo; por adaptarnos a la insolidaridad imperante, por ser como todo el mundo. Ser solidario, sin competir ni sacar tajada, es minoritario y está mal visto. A niveles de moral superficial puede que no (“no matarás”), pero sí a nivel de moral profunda (“sé político, policía o militar y sé respetado por matar”).

En una comunidad hay que tratar de fortalecer la independencia de criterio, el querer colaborar por convicción y no por inercia, el saber llevar la contraria cuando la comunidad se equivoca. Ninguna de nuestras comunidades, ni siquiera las libertarias, han sabido hacer esto. Han tratado de forzar la uniformidad de hábitos y una armonía ficticia dada por la semejanza y no por la diferencia. Incluso hace falta individualidad para detectar pronto la muerte del proyecto, para saber cuándo se vive en una comunidad y cuándo en otra cosa impulsada por las ganas de unos pocos y lastrada por la desidia y vagancia de una mayoría. También es necesaria para detectar cuándo la comunidad se resigna con su condición de medio (para facilitar la vida de sus participantes, para armarnos de cara al acontecimiento revolucionario) y cuándo no, y se revuelve hasta convertirse en el fin de todo esfuerzo (cuando exige que se trabaje sólo por y para la comunidad y no asume ser el trampolín que nos permita transitar a otros estadios revolucionarios).

Pensar por uno mismo, saber oponerse al número, generar disenso, sentirse dueño de la propia vida, es el precio que toda comunidad humana debe estar dispuesta a pagarle a sus miembros si quiere permanecer sana, construirse con personas reales y no ser una simple abstracción ajena a los seres concretos que deberían darle vida.

La comunidad que no entienda esto corre el peligro de crear a sus propios refractarios y que se cumpla lo que anunciaba Renzo Novatore cuando avisaba de que “cualquier sociedad que construyas debe tener sus límites”11.

Ruyman Rodríguez


Notas:

1. A lo largo de este texto cuando aludo al término comunidad lo hago principalmente para referirme, más allá de su sentido general, a las comunas alternativas creadas en los margenes de la sociedad capitalista (desde las utópicas del s. XIX hasta las hippies de la segunda mitad del s. XX), que aspiran a la demostración práctica de un modelo social teórico. Tienden por tanto a la estabilidad. No confundir con las comunidades creadas en situación, buscada o no, de conflicto, desde la de los diggers ingleses del s. XVI pasado por la Revolución española de 1936 hasta experiencias más actuales como la zapatista. Estas comunidades tienden a ser de otra naturaleza, no aspiran al aislamiento y su aspecto experimental necesita más la irradiación y el contagio, el movimiento, que la conservación estática.

2. “[El gobierno de la combinación] tiende a postrar al individuo y reducirlo a mera pieza de una máquina; involucrando a otros en la responsabilidad de sus actos y responsabilizándolo a él, a su vez, por los actos y sentimientos de sus asociados; que, de esta manera, vive y actúa sin control sobre sus propios asuntos, sin poseer ninguna certeza sobre el resultado de sus acciones y casi sin un cerebro que se atreva a usar por su propia cuenta; y que, en consecuencia, nunca llega a conocer los grandes propósitos para los que la sociedad ha sido expresamente formada” (Warren, Manifiesto, 1841).

3. “[…] Nuestro sistema de propiedad igualitaria no requiere ninguna especie de superintendencia ni de coerción. No hay necesidad del trabajo en común, ni de comidas en común, ni de almacenes comunes. Estos son métodos erróneos, destinados a constreñir la conducta humana, sin atraer los espíritus. Si no podemos ganar el corazón de las gentes en favor de nuestra causa, no esperemos nada de las leyes compulsivas. Si podemos ganarlo, las leyes están demás. Ese método compulsivo armonizaba con la constitución militar de Esparta, pero es absolutamente indigno de personas que sólo se guían por los principios de la razón y de la justicia. Guardaos de reducir a los hombres a la condición de máquinas. Haced que sólo se gobiernen por su voluntad y sus convicciones. ¿Para qué han de instituirse comidas en común? ¿Acaso he de sentir hambre al mismo tiempo que mi vecino? ¿He de abandonar el museo donde trabajo, el retiro donde medito, el observatorio donde estudio, para presentarme en un edificio destinado a refectorio en lugar de comer donde y cuando lo exige mi deseo?” (Godwin, op.cit.).

4. “Con la abolición de la propiedad privada tendremos, entonces, un verdadero, hermoso, sano Individualismo” (Wilde, op.cit.).

5. Reclus, op.cit.

6. Mijaíl Bakunin, El Principio del Estado, 1871.

7. Max Stirner, El Único y su propiedad, 1845.

8. Henry David Thoreau, Walden o La vida en los bosques, 1854.

9. Esta vía abre la puerta al aforismo de Friedrich Nietszche: “quien pelea con monstruos corre el riesgo de convertirse en uno” (Más allá del bien y del mal, 1886).

10. Sus miembros más bien, pues la comunidad ni piensa ni siente ni hace nada por sí misma, es solo un agregado de individuos.

11. Renzo Novatore, “Il mio Individualismo Iconoclasta” [en Iconoclasta!], Enero de 1920.

Tiempos complicados

Son tiempos complicados para nosotras. Este verano hemos sufrido embargo de cuentas y una falta total de recursos. El dominio de nuestra web estaba vinculado a una tarjeta de crédito y no hemos podido renovarla.

A nivel político y social hemos intentado impulsar varias asambleas de vecinos, poner en marcha de forma práctica nuestra Oficina de Expropiación Popular. Hemos conseguido atraer e interesar a la gente, pero esperaban que todo los decidieramos y organizaramos los anarquistas. Basándonos en la experiencia, hemos comprobado que esto a largo plazo solo genera dependencia. Redescubrimos que nuestro discurso es atractivo y también útil, que la gente sigue necesitando lo que proponemos, pero seguimos convencidas de que esto no basta. Todavía intentamos potenciar la autonomía y la autorganización y lograr que nuestros miembros más activos dejen de ser imprescindibles para generar actividad en los asambleados.

A nivel grupal y personal, algún compañero no ha aguantado el volumen de trabajo, las exigencias de nuestra actividad, y ha decidido tirar la toalla.

A nivel comunitario, el Ayuntamiento de Guía ha prohibido que se empadrone ningún vecino más de «La Esperanza» (algo que desarrollaremos más en textos futuros), impidiendo que los vecinos accedan a asistencia médica, a la escolarización, a ayudas, a trabajos públicos temporales, a alimentos, etc. Además, algún funcionario ha dejado caer con cruel satisfacción que este septiembre recibiremos un nuevo zarpazo del ayuntamiento.

Contrariamente a lo que se pudiera pensar, todo esto nos refuerza más en la idea de seguir adelante, especialmente por el nuevo pulso que se le está echando a «La Esperanza». Nos decidimos a abrir esta nueva web (www.anarquistasgc.noblogs.org), empezando a alejarnos del imperio comercial de Google, pues creemos que en los próximos meses necesitaremos como nunca tener un vocero que pueda denunciar un posible nuevo intento de desalojo.

Nuestro compromiso nos obliga a seguir hacia adelante, sin patriotismos de siglas de ningún tipo. Debemos enseñar los dientes y afrontar este nuevo desafío, aunque pueda significar que se convierta en la penúltima galopada de la FAGC.

Quizás puedan destruirnos, pero, por ahora, no derrotarnos.

Mitos anarquistas

Mitos anarquistas
“Había un hombre que tenía una doctrina.
Una doctrina que guardaba en el pecho […].
Y la doctrina creció […] y tuvo que llevarla a
una casa muy grande. Entonces nació el templo.
Y el templo creció y se comió al hombre […]”.
León Felipe.
En el anarquismo perviven algunos mitos a los que los propios anarquistas prefieren no enfrentarse. Ideas estanco, herméticas, en las que no se quiere profundizar.
Una de ellas es reducir la finalidad del anarquismo meramente al antiestatismo y al anticapitalismo. Yo creo que nuestros objetivos deben ser mucho más amplios.
Sí, ciertamente son las dos formas represivas de control social, político y económico más sofisticadas. Redundaría inútilmente si me pusiera a enumerar ahora todas las atrocidades que se desprenden de uno y otro elemento. Sin embargo, hemos de entender que no son creaciones divinas, ni artefactos ideados por una raza de gigantes malvados anteriores a nosotros. Son inventos cruda y terriblemente humanos, creados por humanos para controlar humanos.
Desmontarlos supone entender su naturaleza y ver qué los mantiene, y qué sobreviviría de ellos en nosotros si desaparecieran. Por eso, en una época en la que varias tendencias anarquistas afirman oponerse al Estado o al gobierno pero no a la autoridad o al liderazgo de unos sobre otros y en la que se reclama el concepto «poder» como algo positivo, yo necesito afirmar mi concepción de la anarquía, que más allá de limitarse a querer sólo derribar Estado y Capital pone en la picota el propio principio de autoridad.
No es mi constumbre hacer textos teóricos salvo a la fuerza, pero creo que este asunto tiene una dimensión inminentemente práctica, pues marca nuestros objetivos y nuestra relación con el entorno. Como anarquistas hemos de asumir que mañana podrían desaparecer Estado y Capital y aún así seguir viviendo en un mundo de sojuzgamiento y miseria. ¿Cuántas veces uno u otro elemento han caído, se han demostrado incapaces de imponerse o han permanecido en un estado vegetativo? Muchas, y no siempre les ha sucedido algo mejor que ellos.
Hemos de entender, sin traumas ni dramatismos, que el capitalismo puede desaparecer dejando intacto un sistema de explotación y renuncia. ¿Cuántas veces el capitalismo ha fracasado quedando localmente en suspenso? ¿En cuántas ocasiones ha sido más útil para calentarse quemar dinero que leña o carbón? Por otra parte, ¿qué ha pasado en las dictaduras autodenominadas comunistas en las que supuestamente se ha abolido la propiedad privada? Sin un capitalismo al uso, ¿han mejorado en algo la vida o las condiciones de libertad de la gente? Y no necesitamos ir a los ejemplos obvios sucedidos después de la irrupción de los Estados de inspiración marxista. En el siglo XVII los misioneros jesuitas que evangelizabanParaguay impusieron en varias poblaciones un régimen comunista estricto, sin propiedad privada y con aparente repartición de la riqueza. ¿Balance del experimento? Eran los únicos pueblos cuyas empalizadas estaban puestas hacia adentro y no hacia afuera, para impedir que los guaraníes huyeran. Esto nos demuestra que puede establecerse dentro de un minuto la igualdad económica absoluta y seguir viviendo como en una colonia de insectos, uniformados, reglados y esclavizados. Esto es así porque el fundamento de la cuestión es mucho más profundo. Capitalismo y propiedad privada son hijas de la jerarquía, no sus madres. Yo mismo he participado en muchos proyectos comunitarios (han habido muchos otros, aparte de «La Esperanza», que se ha considerado más conveniente no popularizar) donde la igualdad económica y la satisfacción de las necesidades básicas ha sido un hecho, y la jerarquía, la violencia y el abuso, tristemente, se han seguido produciendo.
¿El problema es el Estado entonces? No son pocos los lugares ni momentos históricos en los que el Estado ha desaparecido o se ha demostrado impotente y no lo ha sustituido necesariamente una estructura mejor. En Somalia el Estado ha llegado a desaparecer de facto y la situación de sus habitantes no ha sido una idílica acracia. Los señores de la guerra han controlado el país a sangre y machete. Sin Estado el edificio de la autoridad ha quedado intacto. En varios sitios los sueños de los capitalistas feroces se han cumplido y han conseguido adelgazar al Estado hasta convertirlo en un espantajo. Casi todas las funciones del Estado han sido privatizadas, no solo educación o sanidad sino incluso las represivas como policía o cárceles. ¿Han conseguido los partidarios de los «mini Estados» que la libertad o el bienestar de sus habitantes mejore, aunque sea una micra, cuando todo su sistema se reduce a ser esclavo del Mercado y el salario y a vivir bajo el punto de mira de la policía privada de tu vecino? Evidentemente no. Actualmente tenemos también una ciudad grande como Detroit. Primero cayó el capitalismo industrial, cerrando fábricas y provocando una migración que vaciaría la ciudad. Después el gobierno local se declaró incompetente, sin dotación de ningún tipo, ni siquiera policial, para controlar la ciudad. Han surgido algunos proyectos interesantes de autogestión, pero ni mucho menos una racional urbe asamblearia y libertaria. Las bandas controlan barrios enteros y saquean casas y recursos. Sin Estado el poder no desaparece.
En todas estas situaciones el principio de autoridad, la ley del más fuerte, las relaciones de superioridad e inferioridad, se han mantenido; simplificadas y desnudas, pero igual de rigurosas. Sin una alternativa libertaria viable que pudiera dar un paso hacia delante y aprovechar su oportunidad histórica, sin capacidad por parte de los anarquistas de ofrecer otras estructuras horizontales y autónomas que desatascaran la situación, las crisis y colapsos sistémicos han perpetuado lo existente rebajando simplemente la complejidad del discurso del poder.
Los anarquistas llevamos demasiado tiempo ciñéndonos a la versión de enciclopedias y libros de texto, encerrados en el antiestatismo y anticapitalismo ascéticos como un fin en sí mismos. El no ver que el problema de ambas instituciones es que refinan las relaciones de dominio subordinando a unos individuos con respecto otros y que por tanto es la propia autoridad la que debemos de cuestionar, nos han traído y traerá muchos problemas.
De esta miopía viene la infiltración de capitalistas dentro del anarquismo sin que se les consiga contraargumentar por qué su antiestatismo neutro (manteniendo todas las estructuras represivas sólo que en manos privadas) no cabe en una propuesta social libertaria. De ahí también que muchos machistas y racistas declarados, sujetos reaccionarios que por lógica deberían situarse en las fronteras del fascismo, crean que pueden denominarse en justicia «anarquistas» con solo oponerse al binomio Estado/Capital. De ahí también el falso «humanismo» que pretende sacrificar en el altar de su antropolatríacualquier otra forma de vida y que sólo entiende la relación con la naturaleza en clave de destrucción y conquista.
Pero el problema no viene de fuera. De ahí viene también que nuestro discurso sea tan estrecho, y que sea cual sea la tendencia, ya hablemos de antidesarrollismo o de sindicalismo, creamos que sólo con trabajar para desmantelar Estado y Capital se instaurará en breve un improbable paraíso en la tierra. Puede ser duro de aceptar, pero si alguna vez tuviéramos la capacidad de hacer que ambas estructuras se tambalearan, no nos encontraríamos al final del trayecto, en la meta, sino justamente al inicio. Lo verdaderamente difícil, el trabajo realmente complicado, no habría hecho más que comenzar.
Hemos de interiorizar, por tanto, que el problema se encuentra en las relaciones de poder, en la dinámica de superiores e inferiores, de oprimidos y opresores, de dominantes y dominados. Y tender en nuestros propios proyectos a eliminar las relaciones de subordinación, el principio mismo de autoridad. Y no hablo del llamado «anarquismo de estilo de vida», sino de comprender en nuestros proyectos populares, en nuestros grupos antidesahucio, en nuestros huertos expropiados, que nuestra aspiración cuando hacemos asambleas de vecinos o hablamos de la gestión directa de los barrios no es sólo sustituir al Capital y al Estado, sino tomar el control de nuestras vidas en nuestras propias manos.
Ruymán Rodríguez

El testimonio de un realojado

Buenas, voy a contaros un poco la que fue nuestra situación sin entrar en muchos detalles e intentando acortarla lo más posible, que no fue ni menos, ni más dramática que la de miles de familias que por desgracia pasan un bache en su vida y un día se encuentran «viviendo» en la calle. Por circustancias de desempleo y al no percibir ninguna ayuda, fuimos dando tumbos por muchos sitios, en uno de esos acabamos en Guía. Al no encontrar ninguna casa no tuvimos otra opción que entrar a vivir en una obra abandonada, donde tuvimos que sobrevivir entre los excrementos de las palomas, suciedad y gente que entraba a consumir y a otras muchas cosas mas. Cerré como pude la «vivienda» por llamarla de alguna manera, para que mi mujer estuviera un poco más a salvo. Pasabamos frío por las noches, al principio nos dabamos calor pegándonos el uno al otro encima de unos palés que nos hacían de cama, hasta que conseguimos mantas. Un lujo vamos. Hacíamos la comida en un bidón vacío de pintura. Allí eramos los únicos que vivíamos. Hicimos lo que pudimos para que eso se pareciera lo más posible a un hogar. Como opinión personal creo que un hogar lo crean las personas no el techo donde vivas.

Catorce de diciembre del 2015 mi mujer se quedo embarazada, fue la noticia más bonita de mi vida, solo empañada por la situación que vivíamos, fue como ver brillar el sol cuando solo te rodea oscuridad. Nos pasábamos todas las noches buscando en los contenedores comida, muebles… lo que fuese para sobrevivir, pero eso era solo para sobrevivir nosotros. Ahora había una vida más que venía a este mundo. Así nos pasamos muchos meses, demasiados creo yo. Por que nadie se merece vivir hoy en día de esa manera cuando lo que sobran son techos dignos. Hasta que conocimos a un miembro de la FAGC que sin pretensiones de ningún tipo y buscando nada más que el sacarnos del hoyo, nos dio la oportunidad de entrar a vivir en la ahora tan conocida, COMUNIDAD ESPERANZA. Gracias a eso ahora tenemos un techo digno donde esperamos ver nacer a nuestra hija y recuperar, cosa que no os conte antes a otras dos niñas que son por parte de mi mujer. Gracias a eso ahora podremos ser una bonita y gran familia numerosa. Comunidad esperanza, otro nombre no podría tener, GRACIAS, GRACIAS Y MIL GRACIAS.

                                                     
                                                                                                                                                    Gustavo

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Aquí vivían:

Con el Banc Expropiat

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                                      Una vecina de Gràcia explica perfectamente la realidad del desalojo

En nuestros viajes por el Estado hemos detectado mucho inmovilismo, retórica y ambientes donde se prioriza la teoría a la acción. Lugares llenos de infraestructura (bibliotecas, ateneos, cafetas) pero con muy poca incidencia barrial. También hemos encontrado otros proyectos que no necesitan darse el nombre de libertarios para poner en práctica el apoyo mutuo, la acción directa y la autogestión más allá de la propaganda. Proyectos que nos han hecho creer que hay un nuevo movimiento libertario en este siglo XXI, un movimiento de gente que piensa, pero que ya no sólo piensa; actúa. Un movimiento de personas que no quieren tener contacto con las instituciones pero que sí quieren tenerlo con la gente que más sufre. Un movimiento que pone el trabajo por encima de las etiquetas. Uno de los colectivos con los que en este plano nos sentimos hermanados es el El Banc Expropiat, del barrio barcelonés de Gràcia. Contempla otra forma de okupar y de relacionarse con la gente de a pie, una forma que pasa por crear tejido barrial y solidario. Actúalmente, con la connivencia del Ayuntamiento de Barcelona de Ada Colau, los tribunales han hecho que el derecho a la propiedad privada prevalezca por encima de cualquier otra consideración y han entregado el local, manu militari y para que siga abandonado, al empresario que se lucró con la «crisis» y lo compró a precio de saldo: Bravo Solano. 

En la distancia poco podemos hacer para apoyarles, salvo adherirnos a su comunicado, en el que exigimos la reapertura del Banc (al que nos hemos adherido tanto la FAGC como la Comunidad «La Esperanza») y los gestos simbólicos de solidaridad que han surgido dentro de la propia Comunidad. Lo que sabemos es que más tarde o más temprano #TornemAlBanc.   
Nuestra vecina Pino hizo este cartel para difundir por las redes sociales
Azu elaborando otro a mano con la pintura donada por varios vecinos