La identidad anarquista

Por Ruymán Rodríguez. Aparecido originalmente en Alasbarricadas.org

Nunca he entendido lo de considerarse anarquista como una identidad. Para mí las identidades colectivas tienden siempre a constreñirnos en compartimentos estancos, en categorías cerradas, cuantificables, cómodamente identificables y asimilables. Respeto todas ellas, siempre y cuando no se configuren en oposición a otras identidades que tengan por inferiores, pero en mi opinión la identidad que verdaderamente nos pertenece y define es la individual, la que desarrollamos aunque nos hubiéramos criado a oscuras y en una isla desierta. Cierto que la identidad se configura con el entorno, a veces absorbiéndolo y otras repeliéndolo (y muchas veces un poco de cada), pero me interesa conocer cuánto de lo que somos sobrevive al contacto con el medio. Siempre he considerado, seguro que erróneamente en opinión de los filósofos y sociólogos, que lo que somos realmente es lo que queda después de ese contacto con el entorno. Lo que el medio pone en nosotros es nuestra identidad social; lo que el medio no puede cambiar, lo que resiste a su contacto, eso es lo que somos. Seguro que para muchas es romanticismo individualista, pero no es mi intención filosofar. Baste con decir que para mí lo que define a una persona es su identidad individual, por encima de la identidad cultural, étnica, genérica, etc., que le hayan impuesto o que haya tenido que escoger entre un número limitado de opciones. A veces esas identidades, como son las políticas, no son neutras, y marcan bastante cómo es la persona en sí (por ejemplo, una identidad política autoritaria), otras están cargadas de unos privilegios de serie (como es la identidad genérica masculina) y hay que declararse en contra o a favor de los mismos, y eso también nos define como individuos. Pero en general, cuando simplemente nos limitan a ser algo circunstancial, que no hemos escogido, que otros eligieron en nuestra cuna por nosotros (identidades nacionales o religiosas), pues todas pueden ser igual de apercollantes. Lo he dicho alguna vez y siempre suena igual de duro, pero me gusta insistir: todas las culturas son iguales, porque todas pueden ser igual de malas. En definitiva, las identidades grupales no me sirven para definir a las personas, su identidad individual sí, del resto hago como hacía Jesús Lizano y sólo “veo mamíferos”.1

Para mí ser anarquista es una sensibilidad, una forma de entender la vida y las relaciones sociales que conlleva una práctica real y una propuesta de vida alternativa a lo existente. Es una sensibilidad que existía antes de que se le diera ese nombre y que existirá después de que éste se haya olvidado. Las manifestaciones anarquistas preceden a la etiqueta, son anteriores a que los griegos acuñaran la palabra2 y a que un francés se autodenominara así como gesto provocativo3. Se asume el nombre de anarquista porque recoge todo lo que conlleva esa sensibilidad, pero a lo largo de la historia han sido muchos y variados los sustantivos que han intentado definir lo mismo. El que corresponde a la edad contemporánea es ese, no hay más. Es posible que ahora, al no vincularlo con un concepto ideológico o científico, alguien entre por la puerta y me exija el carné de anarquista para rompérmelo en la cara. Pero lo que digo no es nada nuevo ni original y son muchas antes que yo las que han entendido así la anarquía y el anarquismo. Para Malatesta: “El anarquismo es un modo de vida individual y social a realizar para el mayor bien de todos, y no un sistema, ni una ciencia, ni una filosofía”4. Rocker se explayaba más todavía:

“Soy anarquista, no porque crea en un futuro milenio en donde las condiciones sociales, materiales y culturales serán absolutamente perfectas y no necesitarán ningún mejoramiento más. Esto es imposible, ya que el ser humano mismo no es perfecto y por tanto no puede engendrar nada absolutamente perfecto. Pero creo en un proceso constante de perfeccionamiento, que no termina nunca y sólo puede prosperar de la mejor manera bajo las posibilidades de vida social más libres imaginables. La lucha contra toda tutela, contra todo dogma, lo mismo si se trata de una tutela de instituciones o de ideas, es para mí el contenido esencial del socialismo libertario. También la idea más libre está expuesta a este peligro, cuando se convierte en dogma y no es accesible ya a ninguna capacidad de desenvolvimiento interior. […] El anarquismo no es un sistema cerrado de ideas, sino una interpretación del pensamiento que se encuentra en constante circulación, que no se puede oprimir en un marco firme si no se quiere renunciar a él”5.

El anarquismo ha sido para muchas, que lo han sabido explicar mejor que yo, un anti-absoluto, una sensibilidad especial y concreta ante los problemas reales que ha exigido a su vez una forma específica de confrontarlos: el antiautoritarismo práctico. Es lógico que si eso es el anarquismo a eso, más que a identidades prediseñadas y uniformadas, deba corresponder el anarquista.

Es cierto que el anarquismo sí surge como problema identitario en muchas ocasiones. Ya lo he comentado en varios textos. Hay quien necesita asumir una identidad prefabricada que cree que le proporcionará prestigio entre un grupo más o menos amplio de afines. Así se producen fenotipos verdaderamente ridículos: el anti autoritario que defiende con fanatismo la autoridad intelectual de tal o cual santón; el iconoclasta que guarda su reliquia libertaria, en forma de bandera o símbolo, junto al corazón; el herético que encabeza la “congregación de la doctrina para la fe” en pos del dogma libertario. Aberraciones de ese tipo las ahí en todos lados: anticapitalistas especuladores, aliados feministas misóginos, ateos creyentes e intelectuales ignorantes. También hay anarquistas que lo son de forma identitaria, pero para mí, con todos los respetos, esa es una forma muy pobre de ser anarquista. Como considerarse identitariamente ario es una forma muy pobre de ser un humano.

Lejos del terreno de las aporías, considero que la sensibilidad anarquista es de vital importancia a la hora de gestionar nuestra propia vida y los conflictos y desigualdades sociales. Una vida sin jerarquías y dónde nuestra supervivencia se vea garantizada por relaciones de ayuda mutua es hoy más necesaria que nunca. Aunque la mayoría de anarquistas podamos coincidir en esto, algunas compañeras han planteado un debate que se podría sintetizar así: ¿debe esta sensibilidad seguir recibiendo el nombre de “anarquista”? Aunque la cuestión parezca meramente formal y no de fondo, la realidad es que las implicaciones, por sus motivaciones y consecuencias, van más allá de una cuestión nominal.

Empecemos aclarando que este debate no es nuevo. Ya Ricardo Flores Magón proponía hace más de un siglo: “Solamente los anarquistas sabrán que somos anarquistas y les aconsejaremos que no se llamen así para no asustar a los imbéciles”6. Varias voces a principios del siglo XX en el Estado español proponían la utilización del término “socialismo libertario” en lugar de “anarquismo” para evitar las connotaciones negativas de este7Y el las últimas décadas el término mismo de “libertario” se ha convertido en un eufemismo de anarquista, cuando no en una forma de aclarar que se es anarquista pero de forma light, descafeinada, no inflamable. En realidad el origen de la palabra no tiene nada que ver con la búsqueda de un sustantivo amable y edulcorado para definir al antiautoritarismo. La palabra fue acuñada por el anarcocomunista francés Joseph Déjacque que tituló así a su periódico (Le Libertaire, 1858-1861) y que ya la había usado en 1857 en una carta abierta dirigida contra Proudhon en la que le acusaba de ser “liberal y no libertario” por su machismo8. El término fue rescatado por Sébastien Faure ante las leyes antianarquistas (conocidas como “leyes perversas”) aprobadas en Francia a partir de 1893 que prohibían expresamente la propaganda anarquista y la inclusión del vocablo en cualquier texto apologético. Así dio vida en 1895 a su periódico Le Libertaire y volvió a popularizar una palabra que había sido olvidada hacía 30 años. El término se usaba como sinónimo de anarquista cuando éste no podía usarse si se querían evitar las consecuencias legales, pero no era necesariamente una graduación de compromiso o autoafirmación. Es con el paso de los años cuando a las manifestaciones y personajes con cariz social que no se declaraban anarquistas pero que se oponían al autoritarismo se les empieza a definir así. Y es con el paso de los años cuando los que no están cómodos con un nombre que toman por agresivo o poco estético empiezan a usar lo de “libertario”.

Esta actitud se ha tratado de justificar en la mala prensa que tiene la palabra anarquista, sobre todo atribuida a la oleada de atentados de los años 90 del s. XIX. Es cierto que la palabreja se ha teñido de connotaciones negativas, pero esto surgió mucho antes de que los “propagandistas por el hecho” irrumpieran abruptamente en el tablao de la historia. Durante la Revolución Francesa se usaba el término anarchiste de forma peyorativa para acusar a los opositores políticos radicales, a los partidarios de la “igualación de fortunas” y a los sans-culottes más agitadores9. Sería exhaustivo e innecesario reproducir todos los fragmentos de la historia de la filosofía en la que el término anarquía o anarquista, de Platón10 a Bentham11, ha sido anatemizado. Incluso los primeros clásicos anarquistas, de Godwin12 al propio Proudhon13 (que la utilizaba indistintamente), se contagiaban y usaban el término de forma negativa. En conclusión, el nombre no fue maldecido originalmente por lo que hicieran o dejaran de hacer los anarquistas que lo portaban; desde siempre ha existido miedo al término y no tiene más recorrido, en un mundo organizado bajo el ordeno y mando, que su sentido etimológico: ausencia de jefes. No necesito abundar en ello porque los anarquistas llevan siglos explicando la paradoja de vincular anarquía y caos, autoridad y orden. El miedo al horizontalismo, a la autonomía, a la desregularización de la vida cotidiana, a la abolición de la propiedad privada sin subterfugios, es connatural a un mundo cuyo funcionamiento se basa en que unos estén arriba y otros abajo. Lo lógico es que cualquier intento de alterar eso se considere una amenaza. De hecho, en todos lo ejemplos que acabo de mencionar, de Platón a Bentham y de este a las facciones más conservadoras de la Revolución Francesa, la crítica a la anarquía y sus supuestos propagadores no se fundamenta tanto en el miedo a la libertad absoluta como en el miedo al igualitarismo que conlleva la ausencia de autoridad formal. Para los citados la anarquía supondría un inadmisible seísmo igualador que socavaría la jerarquía social, acabaría con la superioridad “natural” de unos individuos sobre otros y nos llevaría al caos. El anarquista, obviamente, no podía caerles más antipático.

La palabra anarquista, por tanto, debe ser lógica e impepinablemente negativa en una sociedad donde los poderosos tienen el monopolio del discurso, donde el tabú de la autoridad apenas se cuestiona de forma pública, donde todo sigue girando gracias a que no se alteran ni los privilegios de unos ni los deberes de otros. Lo que las anarquistas hayan hecho con ese nombre puede ayudar más o menos a dar munición al enemigo, pero en modo alguno condiciona las connotaciones del vocablo. Partiendo de esto, hemos de entender que cuando surgen las primeras personas que conscientemente se dotan de este nombre saben perfectamente lo que están haciendo. No están cogiendo una palabra nívea que se manchará con el uso; están cogiendo un insulto, un epíteto peyorativo, un descalificativo político, y lo están reivindicando. Es un acto de provocación, de prestigiar lo mancillado, de revolverse contra lo establecido. Y la provocación, consciente y estratégica, sigue siendo necesaria. Es lo que han hecho la mayoría de colectivos y personas reprimidas y marginadas cuando han vuelto contra sus acusadores sus propias injurias: negro, puta, maricón, paria, han sido dardos que las oprimidas han recogido del suelo para devolvérselos a sus acusadores. Y no son pocas las veces que han dado en la diana del orgullo herido.

Dejando atrás esta digresión histórica, que espero haya sido de alguna utilidad, vamos a adentrarnos en lo que más me interesa de la mayoría de asuntos: su dimensión práctica. Ser anarquista, como identidad fetichista, sectaria, como actividad masturbatoria, sí es un estorbo. El anarquismo de esos anarquistas es el que siempre he criticado: el que sermonea a las supuestas masas analfabetas, en el que cree que la verdad absoluta le fue revelada por algún libro polvoriento, el que imagina que puede dar lecciones de superioridad moral, el que piensa que no puede aprender nada de la gente de a pie y sin ideología definida, el que no da un palo al agua porque moverse mancha y la realidad empuja a la contradicción. Pero la sensibilidad anarquista, la forma de definirse anarquista por lo que se siente, se vive, se propone y, sobre todo, se hace, ¿debe dejar de recibir ese nombre? El argumento a favor viene a decir que es un nombre muy impopular, que crea una distinción entre la anarquista y el resto de la gente, que es más fácil introducir nuestras prácticas en las luchas sociales si nos dejamos el nombre en el bolsillo y que es de por sí una marca gastada, obsoleta. Yo no coincido, nunca lo he hecho, con ninguno de esos argumentos.

En primer lugar ya he aclarado que la impopularidad de dicho término proviene de su propio significado y de la capacidad que tienen los poderosos de imponer la hegemonía semántica sobre una palabra que supone para ellos un desafío per se, sobre todo si llegara a materializarse como opción mayoritaria. Pero con independencia de esto, hemos de partir de algo que es tan terrible como cierto: no todo lo popular es correcto. Una cosa es enfocar el mensaje de forma que cale en la gente, buscar la mejor manera de expresarse y presentarlo, dejar de creer que todo lo que proponemos es infalible, que es la gente la que tiene que convertirse a nuestro credo, y empezar de una vez a ser conscientes de que es nuestra propuesta la que tiene que dar una respuesta eficaz a las necesidades más inmediatas de la gente. Y otra cosa muy distinta es pensar que nuestro discurso debe seguir la estrategia de la demagogia y adaptarse a lo generalmente aceptado. Nuestro discurso debe ser realista, contrastable en los hechos, pero eso no implica que no sea provocativo, que tenga que ser necesariamente cómodo y que deba ser aceptado sin romper alguna resistencia inicial. Pensar lo contrario es abrir la puerta al maquiavelismo, a la falta de integridad, a decir lo que la gente quiere oír aunque no sea lo que necesita escuchar. Dejarnos llevar por eso plantea un antecedente peligroso: ¿por qué no asumir un discurso racista para poder introducirnos en aquellos barrios obreros donde ha calado la propaganda contra la inmigración? ¿Por qué no aceptar un argumentario machista si queremos meter basa sindical en un curro donde se respira testosterona? ¿Por qué no apoyar el maltrato animal a cambio de compadrear con pibes a los que les gustan las peleas de perros? ¿Por qué no olvidarnos de cuestionar la propiedad privada y el capitalismo para llegar a la peña que inunda los centros comerciales y que tiene como ocio el consumo? Son preguntas retóricas, pero que ejemplifican muy bien el peligro de rebajar la intensidad del discurso en pos del marketing. El fin nunca justifica los medios. Dejarnos arrastrar por lo contrario nos convertirá en unas estupendas publicitas expertas en mercadotecnia, pero seremos nulas como transformadoras sociales. Cuando el humo se disipe no tendremos nada que ofrecer porque ya habremos renunciado a todo para ser populares.

Hay una frase de Luther King que lo define muy bien:

“La cobardía hace la pregunta: ¿es seguro? La conveniencia hace la pregunta: ¿es políticamente correcto? La vanidad hace la pregunta: ¿es popular? Pero la consciencia hace la pregunta: ¿es correcto? Y llega un momento en que uno debe tomar una posición que no es ni segura, ni políticamente correcta, ni popular. Pero uno debe tomarla porque es la correcta”14.

Hay veces en que se impone hacer lo correcto aunque inicialmente no sea popular. El feminismo, por ejemplo, ha sido durante muchos años un movimiento, una lucha y una reivindicación muy impopular. De hecho lo sigue siendo en muchos y significativos ambientes a pesar de los esfuerzos de las mujeres por no ceder espacio ni conquistas. ¿Deben las feministas darse otro nombre más popular, mejor aceptado, para que los hombres no sientan amenazados sus privilegios o para no lastimar su orgullo masculino? No. Lo que hacen es todo lo contrario: cuanto más incómoda el nombre con más fuerza lo reivindican, disputan la hegemonía de los significados a quienes controlan la lengua y no permiten que sean otros los que decidan cómo deben llamarse. Gracias a esa vindicación son muchas las mujeres que se acercan a un nombre que no necesita adaptarse a las sensibilidades susceptibles y que no renuncia a ser lo que es. Todavía se repite sin cesar que es tan malo ser feminista como machista, que son extremos que se tocan, que no hay que ser ni lo uno ni lo otro. Si las feministas renunciaran al nombre estarían perdiendo una batalla que va más allá de lo formal, estarían dando la razón a quienes las denigran y entregándole la exclusividad de la narrativa a sus adversarios. Lo mismo se aplica en el caso de las anarquistas o de cualquier otra reivindicación demonizada.

Por otra parte está el tema de la honestidad. Recuerdo los comienzo del 15M en Las Palmas de Gran Canaria. Inicialmente éramos cuatro anarquistas que irrumpimos en una tranquila acampada con folios que bramaban contra las elecciones o la posibilidad de que los partidos desmovilizaran el movimiento. Los pobres universitarios que entonces llevaban la voz cantante no tenían mucha idea de que era eso del anarquismo, y los que lo sabían no tenían los mejores referentes. El primer día se hizo una asamblea para echarnos. Hoy lo recuerdo con una gran sonrisa. De aquella experiencia surgió que se removiera bastante el ambiente, que la gente con más formación política o con más empatía hacia los perseguidos nos defendieran, que los adversarios se replantearan su supuesto pluralismo y sus convicciones democráticas y que la mayoría se preguntara “¿qué carajo es eso de la anarquía?”. Al final los resultados fueron sorprendentes: mucha gente dejó de juzgarnos por sus ideas preconcebidas y empezaron a juzgarnos por nuestros actos; a los pocos días empezaron a surgir anarquistas de debajo de las piedras, todo el mundo era o había sido anarquista pero nadie se atrevía a decirlo hasta que montamos el revuelo; la gente sin politizar empezó a interesarse por nuestras ideas, a debatir y a formarse; muchas se declararon anarquistas sin serlo previamente (un grupo de 4 anarquistas aisladas se convirtió en un grupo de 20, sin contar simpatizantes, con capacidad para convocar manifestaciones por sí mismo); se hablaba en una plaza pública de anarquismo como quizás no se había hecho en Gran Canaria desde los años 30 del pasado siglo; las banderas negras empezaron a ser un símbolo identificable para la gente (de pensar la mayoría que significaban “luto por la democracia” [esto es totalmente verídico] a aparecer en carteles y proclamas como reclamo para atraerse a las libertarias); las anarquistas daban talleres o se implicaban en las comisiones y en la resolución de conflictos; había asambleas bastante nutridas en las que, sin proponerlo y para mi sorpresa, las libertarias eran mayoría; y así, en pocos meses, nació la FAGC. Había otro factor importante: las anarquistas nunca ocultamos que lo éramos y de forma más errónea o acertada (yo sigo pensando que fue un acierto) decidimos no interferir en las decisiones asamblearias de forma colectiva (no concertar previamente ningún postura común en las votaciones) para preservar la autonomía del movimiento. Otros grupos, por el contrario, sobre todo pescadores políticos, trataban de manipular las asambleas de forma bastante evidente, vetando propuestas y votaciones o generando votos en cascada con estratégicos aplausos compulsivos. Al final la gente podía identificar perfectamente si el Partido Humanista, DRY, o el que fuera, estaba detrás de una propuesta. Lo más curioso es que muchos de los miembros de los distintos colectivos o partidos políticos no se identificaban abiertamente como tal, enredaban siguiendo consignas colectivas pero sin explicitar sus vínculos ni filiaciones. Esto generaba cierta suspicacia y animadversión entre muchos de los asambleados. ¿Es esa la táctica que debe seguir el anarquismo, la del paracaidismo y la infiltración? Siempre he pensado que no. No hay que ser ingenuas, cuando nos declaramos anarquistas la gente de los partidos, los que estaban ahí para sacar tajada personal, los aspirantes a periodistas, los que estaban relacionados con las instituciones o los que aspiraban a convertir al propio 15M en un partido, no pararon de atacarnos y de intentar bloquear o incluso sabotear cualquiera iniciativa lanzada por las anarquistas. La gente puede ser permeable y manipulable, pero no todos y no todo el tiempo. Si el boicot de los partidistas podía funcionar cuando se pedían manifestaciones sin banderas y abuchear o incluso linchar al que las llevara, la misma gente que hacía de turba en una situación era la que nos pedía consejo para saber qué hacer en caso de detención y la que celebraba que hiciéramos muro humano ante los desahucios, que solucionáramos los problemas internos de convivencia en la acampada sin recurrir a la policía o que expusiéramos el cuerpo ante el desalojo de la Plaza de San Telmo. Finalmente esa gente, con independencia del miedo que les metieran los políticos contra nosotras, aprobó por mayoría, sin más brújula que el sentido común, la propuesta de organización para el 15M que se basaba en los principios libertarios expuestos por un libertario15. Descubrir que las anarquistas no sólo podíamos agitar, sino también construir, proponer y razonar abrió los ojos a mucha gente, sin importar el peso de las leyendas negras y las décadas de telediarios, que formaron sus juicios en función del contacto cercano con nosotras y que dejaron de valorarnos por lo que habían oído y empezaron a valorarnos por nuestra actividad.

¿Es mejor ahorrarse todo esto y no tener que derribar prejuicios iniciales? Considero que no. Cuanto más ocultemos que somos anarquistas más se enconaran esos prejuicios. La gente no es tonta y en cuanto empiecen a vincular nuestras propuestas con determinadas corrientes ideológicas empezarán a definirnos y puede que a sentirse engañadas. El contacto ya habrá derribado el prejuicio, pero no necesariamente la suspicacia ante un grupo de gente que necesita velar, como si se avergonzaran de ello, lo que subyace tras propuestas que hablan de apoyo mutuo, de actuar sin intermediarios, de carecer de líderes, de mantenerse independientes de partidos e instituciones. Por otra parte, esa tensión que he descrito en el anterior párrafo es necesaria. Es importante remover el avispero, que la gente se enfrente a sus miedos e ideas preconcebidas, que tengan que cuestionarse lo enseñado y deconstruir lo aprendido. No toda provocación es gratuita y descerebrada, la hay bien razonada y con fines estratégicos. De todas formas nos nos engañemos: lo importante es lo que hagamos, eso es lo que condicionara la opinión que la gente tenga sobre nosotras, sobre nuestras ideas y sobre cómo nos definimos.

Lo esencial es que las prácticas anarquistas abandonen sus espacios afines y que su discurso de la espalda a la hiperretórica. El apoyo mutuo debe verse en el tajo y en los desahucios; el ilegalismo debe dejar de ser una fantasía y debe practicarse en los piquetes y en la socialización de inmuebles; la acción directa debe usarse a la hora de organizarse con las vecinas, las obreras, las desempleadas, las indigentes y las perseguidas. Y para esto no es necesario dejar de definirse como anarquistas; todo lo contrario. Se subestima a la gente cuando damos por sentado su rechazo. Muchas vecinas pasan del término, o no lo conocen o no les importa. Las que a priori están en contra ofrecen una magnífica oportunidad de debatir, de confrontar sus creencias con la realidad de la práctica, de demostrar que tenemos que aprender a olvidar lo que nos han enseñado. Y quizás nos llevemos una sorpresa y nos encontremos con una o dos voces felices de reencontrarse con nosotras, que nos recuerden lo leído sobre 1936 o lo vivido en 1968 y nos presionen para estar a la altura. La experiencia que he descrito con el 15M demuestra que ahorrarnos un nombre no sirve para reducir la distancia con la gente sin ideología concreta, todo lo contrario. Definir la propia sensibilidad sirve para galvanizar resistencias y para imantar a las que están buscando justo lo que estamos ofreciendo. Repito que serán nuestros actos los que nos definan a nosotras y a nuestras ideas anarquistas. Si somos eficaces, resolutivas y prácticas nuestro anarquismo será útil y la gente adoptará la herramienta sin necesidad de proselitismos. Si somos charlatanas, incapaces y abstractas nuestro anarquismo será inútil y la gente lo despreciará sin importarle lo que le diga Tele 5.

En nuestra actividad militante en vivienda definirnos como anarquistas nunca nos ha supuesto un problema. Como he dicho antes, la mayoría de la gente desconoce el término y también sus connotaciones (al menos en Canarias, y más hace algunos años). Las personas quieren soluciones a los problemas que les están ahogando, y cuando esas soluciones se logran a través de las armas anarquistas son esas armas las que se ponen en la cintura o entre los dientes sin importarles otras consideraciones. Cuando tu curro social es eficiente y ofrece resultados positivos la gente asocia tu anarquismo a inmediatez y a realismo. Esa es la base de todo. Cuando sigues trabajando en esa línea presentarte como anarquista puede hasta llegar a ser una ventaja. La gente que acude a tus asambleas o que contacta contigo busca primero información en Internet o le pregunta a sus vecinas. Cuando tu discurso y tus logros hablan por sí mismos, y cuando en cada barrio obrero hay alguien que a su vez conoce a alguien cuya prima, hermana o cuñada recibió ayuda de tu colectivo para parar su desahucio o para conseguir vivienda, el término anarquista empieza a abrirte puertas. Hemos llegado a comunidades que iban a ser víctimas de un lanzamiento masivo donde nos han recibido peor cuando creían que veníamos de algún partido o plataforma que cuando se han enterado de que éramos anarquistas. Vecinas que nos miraban con desconfianza cuando pensaban que éramos de Podemos, nos han abierto las puertas de sus casas cuando han descubierto que éramos esas pibas de la FAGC que levantábamos comunidades okupadas, que parábamos desahucios de edificios enteros y que habíamos sido detenidas y torturadas por ello. Al final el término anarquista puede prestigiarse y ser una bonita carta de presentación, sólo hace falta que tus actos estén a la altura.

Después está la excusa del desgaste del término. ¿Qué palabras han sido más manoseadas que la igualdad o la libertad, cuáles más manipuladas y dirigidas contra sus propios defensores? ¿Renunciamos a ellas? ¿Las damos definitivamente por perdidas y se las entregamos al poder? Socialismo, autogestión, autonomía y un largo etcétera son términos que también pueden ser acusados de anacrónicos y desfasados. ¿Debemos reactualizarlos con prácticas nuevas o debemos dejar que nuestros enemigos se los apropien para reinventarlos de formas retorcidas o para deshacerse de ellos en el sumidero de la historia? Por otra parte, el anarquismo difícilmente está agotado cuando sus prácticas son más necesarias que nunca en los barrios y cuando éstas revisten formas vivas cada vez que una comunidad humana decide rebelarse y escoge el modelo libertario para organizarse de forma oficiosa. Quizás esto sea lo más alarmante: después de una última década de desprestigio político, de descreimiento de los partidos, nos planteamos ahora si dejar en el cajón de la mesilla de noche el término anarquista, cuando quizás ha sido el mejor momento para explotarlo. Permitimos que se rearme la confianza en las instituciones con los partidos reciclados, dejamos que el patriotismo, especialmente el españolista, vuelva a identificar al pueblo con el Estado y todo ello mientras renunciamos a nuestros discurso comenzando por el nombre. Renunciar al término significa cederlo para que sean otros los que digan qué es y qué no, sin ninguna resistencia por nuestra parte. Si tú no reivindicas tu anarquismo ni lo defines, por miedo a ser impopular o incomprendido, serán otros los que lo definan, y te definan, a su conveniencia. Y ese espacio vacío lo ocupara el poder, siempre dispuesto a meter sus tentáculos en espacios vacantes. Y si no lo hace el poder lo harán los oportunistas. En Gran Canaria volvimos a ratificar la necesidad de definirnos como anarquistas, sin subterfugios ni eufemismos, justamente cuando comenzamos a intervenir en el frente de la vivienda. En un principio, por pudor al protagonismo más que por otra cuestión, no reivindicábamos los desahucios que parábamos o las viviendas que expropiábamos. Hablábamos de asambleas y del pueblo en movimiento, lo cual era cierto y muy honesto por nuestra parte, pero de la actividad de las anarquistas, que habían preparado y organizado la acción, no decíamos nada. Fue así, por nuestra dejación e inhibición, cómo plataformas que ni habían acudido a los piquetes reivindicaban en los medios de comunicación la paralización de desahucios de gente que desconocían o que se habían negado a ayudar (por ser casos de alquiler, precaristas o motivos personales). Fue así cómo se nos llegó a proponer realizar okupaciones siguiendo el modelo de las subcontratas, haciendo nosotras el trabajo sucio y corriendo con todos los riesgos, mientras otros colectivos reivindicaban públicamente la acción y se ponían las medallas. Así llegamos a la conclusión de que si nosotras no reivindicábamos públicamente nuestro trabajo como anarquistas serían otras las que lo harían por nosotras. Y no era una cuestión de ego o primogenitura, de nombre y etiquetas; era una cuestión de fondo. Si nosotras callábamos, el mismo trabajo que se había hecho movilizando a las vecinas del barrio, organizado a través de asambleas en las que participaban migrantes, indigentes y okupas, al margen de cualquier órgano de poder, sin subvenciones, sin ningún tipo de ayuda institucional, en oposición a la ley y a la propiedad privada, fundamentado en relaciones de apoyo mutuo y solidaridad desde abajo, iba a ser reclamado por gente que se estaba convirtiendo en la marca blanca de determinados partidos políticos, que trataban a los desahuciados como “usuarios” a los que se les podía cobrar la ayuda prestada, que defendían las leyes y el Estado de derecho, que confraternizaban con la policía y compadreaban con las instituciones y que no pretendían cuestionar los fundamentos del mundo capitalista. El mismo acto, parar un desahucio o ayudar en un realojo, podía ser reivindicado bajo unas premisas y valores muy distintos, denunciando o defendiendo intereses totalmente contrapuestos, bien suponiendo un desafío para el Sistema, bien intentado simplemente arreglar sus excesos. Tras el nombre había mucho más que el nombre.

En conclusión, cada vez que renunciamos a ser lo que somos, a afirmarlo abiertamente, para no escandalizar, para no asustar, para no generar alarma, vamos limitándonos un poquito, replegándonos en el lecho de Procusto de lo conveniencia, rebajando el discurso, moderando las exigencias, edulcorando el contenido, suavizando el programa. Cada vez vamos cediendo más y más terreno, entregando más y más espacio, hasta que ya no nos queda nada. Así ocurre, hasta que un día miras atrás y descubres el mar a tu espalda. Lo que importan son los hechos, esos son los cimientos de la más humilde chabola revolucionaria. Pero los hechos necesitan ser representados y reivindicados, porque de lo contrario, como ya he explicado, serán absorbidos por el enemigo. Y para representarlos no bastan nombres huecos o letras de paja, necesitamos conceptos claros, ideas-fuerza, términos afilados que tajen como hachas. Toca pensarlo bien, o al final, por miedos, complejos y un mal sentido de la estrategia, habremos entregado la narrativa, la semántica, el verbo y la palabra… Y no somos tan fuertes como para permitirnos el lujo de renunciar a nada.

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  • 1. “Yo veo mamíferos.
    Mamíferos con nombres extrañísimos.
    Han olvidado que son mamíferos
    y se creen obispos, fontaneros,
    lecheros, diputados. ¿Diputados?
    Yo veo mamíferos” (Jesús Lizano, Novios, mamíferos y caballitos, 2005).
  • 2. Una de las primeras constancias escritas del término nos la ofrece Esquilo en Los siete contra Tebas (467 a. C.) donde pone en boca de Antígona: “No estoy avergonzada de actuar desafiante en oposición a los gobernadores de la ciudad” (“ekhous apiston tênd anarkhian polei”).
  • 3. Pierre-Joseph Proudhon parece ser el primero en definirse así en su obra ¿Qué es la propiedad? (1840).
  • 4. Citado por Carlos Díaz en el prólogo de La Moral Anarquista de Kropotkin, edición de 1978.
  • 5. R. Rocker, “¿Por qué soy anarquista?” (El Pensamiento de Rudolf Rocker, antología compilada por Diego Abad de Santillán), 1982.
  • 6. Citado por L.L. Blaisdell, The Desert Revolution, 1962. En la misma obra se recogen otras recomendaciones de Magón que insisten en el mismo planteamiento: “Todo se reduce a una mera cuestión de táctica. Si desde el principio nos llamamos anarquistas muy pocos nos escucharán. […] Para no tener a todos contra nosotros, continuaremos la misma táctica que nos ha dado tan buenos resultados; continuaremos llamándonos liberales durante la revolución pero en realidad continuaremos propagando la anarquía y ejecutando actos anárquicos”.
  • 7. “Tarrida, hablando en francés conmigo, empleaba los términos: la anarquía sans phrase y la anarquía pura y simple; en 1908, en la reimpresión de su ensayo del certamen propuso, siguiendo a Ferrer (en 1906 o 1907) renunciar a la palabra anarquía, que el público interpreta demasiado mal, y decir socialismo libertario” (M. Nettlau, La anarquía a través de los tiempos, 1933).
  • 8. “Anarquista a medias, liberal y no LIBERTARIO, exige usted el libre cambio para el algodón y otras naderías y preconiza sistemas de protección del hombre contra la mujer en la circulación de las pasiones humanas; clama contra las altos barones del capital y quiere reedificar la alta baronía del hombre sobre la mujer vasallo; filósofo con anteojos, ve al hombre por el cristal de aumento y a la mujer por el reductor; pensador afectado de miopía, no sabe distinguir más que lo que deja tuerto en el presente o en el pasado, y no puede descubrir nada de lo que está arriba o a lo lejos, la perspectiva del porvenir: ¡es usted un lisiado!” (J. Déjacque, De l’être-humain mâle et femelle, carta de mayo de 1857).
  • 9. Ver P. Kropotkin, La Gran Revolución (1789-1793), 1909.
  • 10. En la República (390-370 a. C.) Platón pone en boca de Sócrates: “[Entre los defectos de un joven se encuentran] la soberbia, la anarquía, el desenfreno y la desvergüenza […]. ¡Ah!, querido en tales condiciones la anarquía se adentrará en las familias y terminará incluso por infundirse en las bestias. Nace en el padre la costumbre de que sus hijos sean sus semejantes, y a temer a los hijos, y los hijos adquieren el hábito de ser semejantes al padre, hasta el punto de que ni respetan ni temen a sus progenitores para dar fe de su condición de hombres libres. Así se igualan también el meteco y el ciudadano, y el ciudadano y el meteco; y otro tanto ocurre con el esclavo”.
  • 11. J. Bentham, Falacias anárquicas, 1796. Es un libelo contra la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano aprobados durante la Revolución Francesa. El título lo dice todo.
  • 12. “No se ha comprendido suficientemente la naturaleza de la anarquía. Constituye ciertamente una gran calamidad, pero es menos horrible que el despotismo” (W. Godwin, Investigación sobre la justicia política, 1793).
  • 13. “En el estado actual de la sociedad, el comercio, entregado a la más completa anarquía, sin dirección, sin datos, sin punto de mira y sin principio, es esencialmente agiotista” (Proudhon, De la capacidad política de la clase obrera, 1865).
  • 14. M.L. King, A proper sense of priorities, discurso pronunciado el 6 de febrero de 1968.
  • 15. El modelo aún sigue en la red: https://laspalmas.tomalaplaza.net/2011/08/08/propuesta-para-la-organizacion-de-las-asambleas-en-gran-canaria/