El problema no es la diversidad

La izquierda tiene muchos problemas. Tiene primero un problema de autorrepresentación que le impide saber cuáles son sus fronteras. Conocemos su origen, en aquella ala izquierda de la Asamblea Nacional Constituyente en los inicios de la Revolución Francesa. Sabemos que “izquierda” designa a las supuestas corrientes políticas progresistas, pero este es un término intencionadamente vago. ¿Acaso son lo mismo el parlamentario sin corbata que apura su gin tonic en el bar del Congreso que una activista que pone su cuerpo para parar desahucios a diario? ¿Son lo mismo la bolchevique leninista, la estalinista que diseña gulags imaginarios en su cabeza, la consejista y la anarquista? Chomsky, cuando todavía tenía rumbo, decía que “si se entiende que la izquierda incluye al bolchevismo, entonces yo me disociaría rotundamente de ella. Lenin fue uno de los mayores enemigos del socialismo”1.

Este problema de autodefinición alimenta la paranoia de la izquierda, la empuja a un psicoanálisis constante (cada tendencia interna sobre las otras; nada de autocrítica) y muchas veces la lleva a detectar problemas donde no los hay, y a ignorar otros, graves y de peso, que es incapaz de ver.

El nuevo problema para algunos (casi nuevo, pongamos que desde los 70 del siglo pasado) es que supuestamente el discurso de la diversidad y las identidades subalternas ha suplantado al discurso histórico de la clase. O dicho de otra manera, el discurso de la diversidad se ha desclasado y ha desclasado las reivindicaciones, que ya no son principalmente obreras, de la izquierda moderna.

Acusar a las reivindicaciones e ideologías articuladas en torno a la diversidad de ser una parte importante del proceso de desclasamiento imperante es una forma grosera de simplificar un problema bastante más complejo. El capitalismo lo ha tocado todo, y ese todo no sólo incluye al activismo contemporáneo; incluye también a la propia clase obrera. No son las ideologías de la diversidad y su supuesta “intoxicación neoliberal” las que han desclasado (o ayudado a desclasar) a la clase obrera; la clase obrera ya estaba desclasada previamente, absorbida por este maremágnum capitalista del que ninguna nos escapamos y que ha llegado hasta las chabolas más pequeñas y los barrios más marginados. Podemos carecer de agua y luz, de techo y de comida fresca, pero no de capitalismo. La clase trabajadora no ha quedado al margen de un fenómeno vírico global.

El capitalismo ha monopolizado el ocio y ha sustituido la mayoría de actividades recreativas sociales por el consumo. Y cuando no las ha sustituido las ha vinculado a él. La nueva estructura laboral, con sus subcontratas, ETTs, precariedad estandarizada y los inventos que van surgiendo (como la genialidad de llamar “economía colaborativa” a la autoexplotación), hace que la mayoría no reconozca la cara de quien tiene al lado en el tajo (si es que tiene a alguien) ni se sienta capaz de establecer un verdadero nexo con personas que le son ajenas, con las que se les obliga a competir, y que no volverá a ver si todo va bien2. Eso son factores que coadyuvan objetivamente al desclasamiento. Poner al mismo nivel, a un nivel merecedor de profundas reflexiones y sesudos estudios, a las ideologías de la diversidad, es como señalar un grano de arena y acusarlo de montarnos una playa.

Por otra parte, el acusar de “desviar fuerzas” a las incipientes reivindicaciones sociales no es una novedad y ya existía mucho antes de que se pusiera de moda acusar gratuitamente a cualquier cosa de “posmoderna” y “neoliberal”. Es tan tristemente antiguo como lo es sentirse amenazado por algo nuevo que irrumpe, que empieza a cobrar fuerza y a ganar terreno. Es el clásico filisteísmo (neofobia podrían llamarlo hoy), un vicio que los movimientos políticos nunca han conseguido abandonar del todo.

Un buen ejemplo es el del nacimiento de Mujeres Libres (abril de 1936) y el debate y las reacciones que esto suscitó. Las organizaciones de mujeres de la época o eran decididamente burguesas y paternalistas o cuando abordaban la cuestión de clase lo hacían como apéndice de algún partido del que dependían totalmente. Mujeres Libres surgió con la intención de crear una organización autónoma de mujeres obreras que abordara de forma específica un problema que el resto de colectivos ignoraban o subordinaban: la verdadera emancipación política, económica, social e individual de la mujer. En la prensa anarquista y confederal Lucía Sánchez Saornil, fundadora de Mujeres Libres, fue avivando el debate mientras personajes como Federica Montseny o Marianet R. Vázquez alegaban que sus reivindicaciones ya tenían cabida dentro de la CNT y no hacía falta crear ninguna organización específica feminista (Marianet llegó a proponerle que participara en la creación de una “sección femenina” dentro del periódico Solidaridad Obrera3). Finalmente se rechazaría oficialmente considerar a Mujeres Libres como un componente más del Movimiento Libertario peninsular4.

Lo que no se entendía entonces, y sigue sin entenderse ahora, es que los movimientos específicos se crean por que hay una necesidades específicas que son silenciadas por la pretendida mayoría política, porque sus reivindicaciones y exigencias concretas no forman parte de la hoja de ruta de las supuestas organizaciones generalistas. Los sindicatos de precarios no surgen por capricho; surgen cuando los sindicatos clásicos no se interesan por la precariedad ni abren sus puertas a quienes no tienen nómina. Los espacios no mixtos surgen ante una necesidad real de seguridad frente a estructuras grupales que amparan a violadores y silencian agresiones. Si no te gustan los espacios no mixtos tal vez debas dejar de darle palmaditas en la espalda a los agresores de turno y así quizás no serían necesarios. Hablamos de guetos y acusamos de segregación a diestro y siniestro, a las feministas, a la comunidad LGTB, etc., y quizás no nos paramos a pensar que si la gente busca lugares donde relacionarse con personas comprensivas para compartir similares vivencias, pesares y trayectos es por la necesidad natural que todas tenemos de sentirnos respaldadas entre iguales y evitar la hostilidad exterior. Acabemos con esa hostilidad y a lo mejor la gente se siente lo suficientemente cómoda lejos de su círculo como para no necesitar un espacio seguro. Pero el problema no está en quien busca seguridad; está en quien la amenaza. Como siempre, responsabilizamos a las demás de aislarse porque eso es mucho más fácil que hacer autocrítica y realizar un trabajo profundo y duro sobre nosotros mismos y nuestra cacareada tolerancia. Esa es nuestra tragedia cotidiana: acusamos al efecto sin apreciar que nosotros somos la causa.

Incluso cuando se coincide en esto y se admite que las reivindicaciones de género, sexuales, culturales, étnicas, animalistas, tienen su importancia, se tiene que aducir rápidamente que, por importantes que sean, son muchos los motivos por los que deben supeditarse a la reivindicación de clase. Un argumento clásico consiste en acusar a este tipo de luchas de “parciales”. ¿Qué lucha no lo es? ¿Acaso creemos que detrás de toda huelga se encuentra el germen de la revolución social? ¿No es parcial reclamar una subida de salario? ¿Acaso las obreras que se ponen en huelga para evitar un ERE están pensando, todas y cada una de ellas, en que su huelga es una herramienta para debilitar al capitalismo e instaurar un nuevo paradigma político y económico internacional? Todas nuestras luchas, por ambiciosas que seamos, son parciales y localistas. Lo es oponerse a que derriben un CSOA en Barcelona, lo es rechazar la construcción de un bulevar en Burgos, lo es movilizarse contra el levantamiento de un muro en Murcia y lo era sentarse en los asientos reservados para blancos en la Alabama de 1955. Todo es parcial y todo es necesario, por pequeño que parezca, porque crea las relaciones políticas y comunitarias necesarias, porque ejercita los músculos revolucionarios más útiles, porque, con un poco de suerte, pondrá la semilla para que surjan cosas algo más grandes. E incluso cuando no es así y la lucha acaba donde empezó, ¿cuál es la alternativa? ¿Cruzarse de brazos? No es mi opción. Quienes discrepen pueden seguir tranquilamente en casa leyendo algún polvoriento tomo sobre la Escuela de Frankfurt o sobre las gloriosas vanguardias revolucionarias del siglo pasado.

Se dice también que el problema es que las reivindicaciones no estrictamente obreras están desclasadas y llenas de tics burgueses. Bien, esto es tristemente cierto, pero es que incluso las reivindicaciones estrictamente obreras son a veces igual de vacuas y retóricas, intoxicadas del mismo burguesismo. Sí, los movimientos de izquierda están llenos de gilipollas superficiales. La FAGC lleva años sufriendo sus ataques, ignorándolos cuando puede, tomándoselo con humor casi siempre y, a veces, con cierta inevitable rabia. A la FAGC se la ha acusado de especista por comentar en las redes que las vecinas de una de sus comunidades socializadas llamaron “granjita” al refugio de animales que tenían dentro de sus muros. De terrorista ecológica por comprar motores para proporcionar luz a familias sin recursos. Y a su vez se la ha acusado de magufa y pseudocientífica por decir que en sus huertos usa té de ortigas como fertilizante y repelente porque le sale gratis y se asegura de no usar contaminantes. En definitiva, sabemos bien de lo que hablamos.

Pero casi nadie escapa a la banalización del discurso. ¿O acaso creemos que por introducir la palabra “proletario” en una frase esta se vuelve automáticamente revolucionaria? La izquierda que presume de obrerista, que se tiene por seria y ortodoxa, no está más cerca de la realidad (puede que incluso mucho más lejos) que aquellas opciones a las que critica. Recuerdo la charla de un compañero anarcosindicalista que nos hablaba de la necesidad de captar a los trabajadores de las grandes fábricas, a los funcionarios, a la “aristocracia obrera”… En un momento le objetamos que ese no era el perfil laboral ni social de los barrios donde vivíamos y militabamos, y que su discurso evidenciaba un gran desconocimiento de la realidad canaria. Sí, aquí hay funcionarios y aún quedan algunas fábricas, pero nos parecía que para empezar a crecer nuestro nicho objetivo, mayoritario y más próximo, era la gente en situación de precariado que nos rodeaba. Las trabajadoras temporales, las camareras de hotel, las cuidadoras a domicilio, las paradas, las que dependían del subsidio, las que buscaban chatarra, es decir, la médula real de nuestros barrios más golpeados. Y que había que abrir espectro y tocar otras situaciones de emergencia como los desahucios (el paso posterior al despido y al desempleo). Nada nos dijo de aquello y aún seguía buscando a una supuesta “aristocracia obrera” que de existir en la isla ni la conocíamos ni nos necesitaba.

Y esto entronca con otra acusación recurrente a las ideologías de la alteridad: supuestamente, “nos fragmentan y nos desunen” (siempre me resultó curioso que se acusara de crear confrontaciones internas a una serie de ideas a las que a su vez se acusa de posmodernistas, cuando una de los grandes críticas contra el posmodernismo es que precisamente es antidualista y rehuye el conflicto). Parece ser que todo lo que adjetivice el concepto “obrero/a” (migrante, negra, lesbiana, trans, etc.) y señale otras opresiones más allá de la de clase es un agente atomizador. ¿Es que acaso el término “obrero” se expande tanto siempre como para acogernos a todas? Ciertamente todo el que se ve obligado a alquilar su fuerza de trabajo (su cuerpo y su inteligencia) para subsistir es clase obrera. Pero años de clasismo, en su sentido clásico, ha creado estratos dentro de la propia clase obrera y ha permitido que se excluya a su capa más vulnerable de la denominación. Acuñar el término “lumpenproletariado” no tenía otra intención. En ese contexto, en nuestros barrios más castigados, con paro cronificado, una mayoría que sobrevive a través de la economía en B, el ilegalismo como forma de vida y una existencia al margen de salarios y jubilaciones, el discurso netamente obrerista propio del siglo XIX y principios del XX puede sonar perfectamente a marcianada. El paraguas de la clase es grande, y debe ser un eje en todas nuestras reclamaciones, pero sin olvidarnos que debe ampliarse y adaptarse incluso a los distintos “yos” (por mal que le suene a algunos) que, desde prostitutas a presas “comunes”, no siempre han sido aceptados.

Sí, el transversalismo de clase es un grave problema que empaña el discurso de muchos colectivos y les lleva a tomar como triunfos que haya ministras y banqueras mujeres, presidentes y empresarios afrodescendientes y policías y jueces gays. Sí, el aburguesamiento está obligando a veces a los corderos a yacer con el lobo. Pero la crítica a dichas estupideces no nos puede llevar a ignorar que más allá de la clase existen otras formas de opresión. Minimizarlo, aunque no se niegue, es caer en el absurdo. ¿Deben todas las opresiones supeditarse a la opresión de clase? No sé de que serviría establecer categorías entre distintas formas de coacción y sufrimiento. Eso sí que divide y fragmenta, fabricando unos absurdos estatus de superioridad e inferioridad que sólo pueden generar frustración y complejo. Es volver al manido tema de las “superestructuras” que la propia realidad ya venció hace mucho tiempo. Si las anarquistas hemos puesto el foco sobre la necesidad de eliminar la jerarquía en todas sus formas y las distintas relaciones de poder no ha sido por antojo. La historia nos ha demostrado que las sociedades sin capitalismo (todas antes del s. XVII) e incluso con pretendida igualdad económica absoluta (como las misiones jesuitas en Paraguay del mismo siglo o los experimentos comunistas del s. XX) pueden ser tiranías y que las sociedades sin Estado (desde los ejemplos de la antigüedad al moderno caso de Somalia) también pueden serlo. Sin Estado y propiedad privada la autoridad y el despotismo puede tomar la forma de la teocracia, el nacionalismo, el machismo, el racismo o la simple fuerza bruta del hacha de sílex. Las distintas formas de opresión conviven y se retroalimentan, van sofisticando su discurso y justificando su existencia. Nuestra misión es deslegitimarlas y romperlas, no celebrar un concurso de talentos a ver cuál queda primera.

Creer lo contrario es pecar de soberbia. Que yo sepa todas las que no tenemos cerca de 100 años no conocemos en primera persona como se gesta una revolución. Ninguna sabemos cuál es el botón que hay que pulsar para que se produzcan. Rescatar los viejos argumentos de Ted Kaczynski5 no parece muy inteligente pues nadie conoce con certeza la tecla ni el detonante del fenómeno revolucionario. De hecho, lo que hoy se toma por superfluo y accesorio puede ser mañana la idea-fuerza de un movimiento inesperado. El ecologismo inicialmente era mirado por la izquierda oficial con el mismo desdén con el que hoy ve otras muchas cosas. Cuando los naturistas anarcoindividualistas, como Henry Zisly, Georges Butaud, Sophia Zaïkowska o Mariano Costa Iscar (protoecologistas que oscilaban entre el primitivismo del primero6 y el preveganismo de los segundos7 a la actitud mucho más crítica con “las exageraciones” [dixit] de Costa Iscar8), hablaban de los peligros de la mecanización de la vida y el industrialismo ciego se les contraponía la “sublime idea” de someter por la fuerza a la naturaleza. Cuando pioneros más modernos como Murray Bookchin levantaban la bandera verde9 la mayoría miraba hacia otro lado. Hoy, después de algunos accidentes nucleares, varios desastres medioambientales, con la temperatura global batiendo récords y ante la perspectiva de nuestra propia extinción, el ecologismo está en la agenda de la mayoría de organizaciones progresistas (aunque sea para cumplir expediente) y son planteamientos como la ecología social de Bookchin los que están germinando en el combativo suelo de Rojava. Ridiculizar las ideas que ignoramos es una buena forma de ir acumulando papeletas para recibir un bofetón histórico.

Este bofetón lo están recibiendo hoy todos los que siguen depositando sus esperanzas revolucionarias en un sujeto revolucionario ideal sacado de los carteles de propaganda soviéticos, todos los que siguen teniendo sueños húmedos con grandes masas fabriles musculadas y uniformadas e ignoran que en este último lustro, con escasa movilización social, las únicas muestras de descontento callejero se las debemos a las feministas y sus demostraciones de fuerza, a las desahuciadas, a las jubiladas o a las manteras. Puede que eso joda predicciones y análisis de escritorio, pero no es honesto menospreciar el fenómeno y considerarlo una anécdota.

La reducción al absurdo, a pesar de nuestra dura realidad social, es desgraciadamente tendencia. En un contexto donde el mal llamado Estado del bienestar ha involucionado tanto como en el sur del Estado español lanzar un discurso decimonónico de grandes cinturones industriales u otro al estilo del sindicalismo nórdico no es más realista que hablar de orgonitas, reiki y otras majaderías. La izquierda pretendidamente seria y oficial suele sonar bastante absurda cuando confronta con la realidad. Su campo de trabajo preferido es la política ficción o lo que yo llamo “la política de lo imposible”. Cuando surgió el 15M recuerdo la desagradable censura que sufrieron las feministas cuando se les obligó a quitar una pancarta muy acertada que afirmaba: “La revolución será feminista o no será”. De nada sirvieron sus protestas ni las nuestras. Los “organizadores” aducían que esas consignas desunían y apartaban a la gente (a los machistas, obviamente), y tengo constancia de que esto no sólo pasó en Las Palmas de Gran Canaria. Sin embargo, este era el mismo grupo de personas “inteligentes”, periodistas y estudiantes universitarios, posteriormente fichados por partidos e instituciones, de línea dura contra todas las desviaciones, que decretó, sin otro procedimiento que la mayoría de votos en una asamblea callejera, que España no fabricaría ni vendería más armas al exterior. Aún veo las manos girando con fuerza en el aire y los abrazos y gritos de alegría. Y también recuerdo a un compañero sindicalista boliviano, muy lúcido y simpatizante del anarquismo, que se me acercó para comentarme: “acaban de aprobar algo que es infinitamente más utópico que instaurar mañana mismo la anarquía” (desde entonces le tomaría prestada esa observación varias veces).

Ese es un gran problema de la izquierda, y aún así sigue sin ser todo el problema. El problema no es sólo que tenga un discurso fantasioso, ingenuo, frívolo y aburguesado. El gran problema es que sólo tiene discurso.

Sí, tenemos una izquierda censora, paranoica, con cierta inclinación inquisitorial. Le encanta tildar de desviaciones y perdidas de tiempo a todo lo que no encaja en sus manuales clásicos y eso es un problema objetivo en un tiempo huérfano de alternativas. Es un problema porque las fórmulas preexistentes, o no sabemos aplicarlas, o han fracasado, e impedir que se actualicen o que se construyan otros modos de lucha sólo puede hacer más hondo el hoyo social en el que nos encontramos. Tenemos además una izquierda paradójicamente rancia y conservadora. Cada vez más patriotera, sobre todo en su vertiente españolista, e incapaz de librarse del todo de una íntima tendencia machista y etnocentrista impermeable a su discurso externo. Eso contribuye a mantenerla fracturada y también a alejar a la gente con inquietudes sociales incipientes que empieza a militar. Pero lo que la aleja del pueblo no es, desgraciadamente, ni su dogmatismo ni su caspa. Lo que la aleja de la calle es que la izquierda se ha convertido exclusivamente en un artefacto retórico, un mero vivero para intelectuales profesionales. Y ese es un problema que ni siquiera se plantea abordar.

Prueba de lo que digo es el propio debate generado en torno a la diversidad. Cuando la izquierda analiza las dificultades que tiene el activismo actual lo hace en unos parámetros integralmente teóricos. Cree que el problema siempre es teórico porque sólo es capaz de cuestionar y generar teoría. Ha asumido que si verbaliza algo, por supuesto cada vez con palabras más complejas y conceptos más enrevesados, el asunto queda solucionado sólo con nombrarlo. Piensa, por ejemplo, que el declive del activismo político y social se debe a que las activistas ponen el acento en unas formas de opresión y no en otras, y priorizan la raza o el género por encima de la clase. En definitiva, se busca (o inventa) un problema teórico, que se analiza de forma teórica y espera resolverse de forma teórica.

El problema no está en las ideas, si no en su poca o nula capacidad de materializarse y traducirse como una solución real que mejore la vida real de la gente real. La idea de “tomar los medios de producción” no llega más y mejor a nuestras vecinas que la de luchar contra el heteropatriarcado, el antiespecismo, o cualquier otra cosa. No llega porque la izquierda sólo habla con la izquierda (de hecho la izquierda sólo habla). Nosotras, como trabajadoras no cualificadas, como vecinas de barrios excluidos, como personas que pisan la realidad a diario, no somos las interlocutoras directas de la izquierda. La izquierda es esnob en casi todas sus vertientes. Sus discurso puede diseñarse para las masas (aunque por su jerga especializada nadie lo diría), pero sólo circula por gabinetes, claustros universitarios, seminarios y terrazas de moda. La concesión a la “plebe” es fabricar pesadas y densas teorías al calor de las redes sociales como si lo que allí pasara fuera necesariamente un reflejo de la realidad militante. La verdad es que la izquierda no está más lejos del espectáculo de lo que lo están los neoliberales.

Por eso su obsesión con el mundo de las ideas, porque estas son mucho más fácilmente encuadernables, vendibles y consumibles que nuestros actos rutinarios, poco llamativos, nada comerciales, demasiado duros y a veces desagradables. Sin embargo, las ideas no deberían ser víctimas de lo que la gente haga con ellas, porque repito que las ideas no son el problema. El problema es su forma de aplicarlas o, mejor dicho, su forma de no aplicarlas. Que un ecologista ponga el foco en conservar el planeta no es el problema; el problema es que crea que lo está haciendo denunciando por Internet que personas sin ingresos usen un motorcito de feria para tener luz y agua caliente mientras dicho ecologista no organiza nada contra la megacorporaciones que tienen el planeta en sus manos. El problema de un activista contra Monsanto no es que nos advierta del peligro de los transgénicos, sino que use todo su conocimiento adquirido para afearle a una familia sin recursos que no mire la etiqueta de la comida que recibe en el banco de alimentos. Tenemos un problema de falta de práctica concreta, de enajenación de la realidad, de hiperintelectualismo mal digerido, de hipercriticismo mal enfocado, de inmobilismo y elitismo en definitiva, pero no de diversidad.

Hemos conocido a activistas antidesahucios, queridas en sus comunidades, capaces de crear barrio y proyectos populares, completamente volcadas en la teoría queer y otros planteamientos que se desprecian desde la izquierda escolástica. Y hemos conocido también a históricos representantes de la izquierda comunista y nacionalista canaria, de los de cantar la Internacional con el puño en alto y la camisa abierta, que nos decían que no participaban en los piquetes antidesahucio porque eso suponía respaldar a gente “sin conciencia de clase” entregada a los bancos y sus hipotecas… Al final hemos aprendido a no juzgar a las personas más que por lo que hacen y no por lo que dicen pensar.

Pero admitir que todas las ideas redentoras, tanto las hipotéticamente buenas como las malas, son igual de inútiles si no estamos dispuestas a llevarlas a la práctica, puede joder el negocio de los que viven gracias a que el pensamiento revolucionario se ha monopolizado y profesionalizado. El discurso de la emancipación de las más pobres lleva desde hace siglos en manos de personas cuyos privilegios provienen directamente de la división del trabajo. Pueden cuestionar al mismo sistema que les ha encumbrado, pero es muy difícil rechazar que toda la teoría que han generado se la deben una tragedia capitalista cotidiana: a ellos, los intelectuales, se les paga por pensar, mientras que a nosotras, las obreras manuales, se nos paga por no hacerlo.

¿Son mis palabras un alegato contra la intelectualidad? En modo alguno. Las pobres no tenemos más que nuestra inteligencia para enfrentarnos al Sistema. La teoría es importante, siempre que se use para para dotar de contenido a nuestros actos, para explicarlos y para comprenderlos. El problema del intelectualismo profesional es que usa la teoría con fines simplemente masturbatorios. No teoriza sobre su práctica, sobre lo que ha hecho, sino sobre lo que espera no hacer. La única teoría inspirada por elementos empíricos es la que realiza para cuestionar lo que han hecho otras. Como me señalaban dos compañeros libertarios valencianos después de que me tocara dar una charla en la que polemicé sobre este tema: “es muy difícil que el militante que se expone y se compromete en un proyecto lo haga sin tener una idea detrás; lo contrario, que el teórico no cuente con una práctica detrás de sus ideas, no solo no es difícil sino que es lo más probable” (otra frase brillante que también tomaría prestada desde entonces). En definitiva el problema no es que se teorice, sino que solo se haga eso. El problema es que por cada militante obrera de barrio contamos con 100 teóricas, dedicadas exclusivamente a teorizar. El problema es que el perfil de esa izquierda que habla de que la clase lo es todo no es el de una obrera manual, una excluida, una perseguida, sino el de un profesor universitario de mediana edad.

Como conclusión, no es el problema del activismo (o como se le quiera definir, pues es un término que se puede usar de forma peyorativa y que a veces incomoda) que los distintos sectores, desde la izquierda ortodoxa a sus nuevas manifestaciones, pongan el foco en una u otra forma de lucha, en una u otra forma de opresión. Sí, hay que buscar por fuerza soluciones integrales, pero se puede tener ese objetivo sin que la diversidad, la multiplicidad y la búsqueda poliédrica sean una desventaja, sino, por el contrario, algo beneficioso, un motivo de aprendizaje y riqueza, una forma de acelerar el proceso necesario de ensayo/error revolucionario10. La cuestión es saber cómo adaptar las distintas ideas a las necesidades cotidianas y urgentes de las personas a pie de calle. Porque en definitiva somos lo que hacemos, lo que sentimos, y no lo que decimos que somos ni lo que aseguramos pensar. Son nuestros actos los que nos definen y éstos, si queremos que sean verdaderamente revolucionarios, deben ir más allá de teclear, impartir lecciones magistrales y firmar manifiestos. Nuestros principios deben salir de los manuales y las redes, de la publicaciones especializadas y los anaqueles, y deben situarse a la altura del asfalto, plantar los pies sobre el terreno, ponerse a disposición de las vecinas de nuestros barrios, sin miedo a que éstas, con su sentido pragmático y su urgencia vital, los adapten, los estrujen y aplasten hasta quebrantar todo lo que haya en ellos de artificial e impostado y sólo dejen lo útil, lo afilado, aquello que los convierte en un arma.

Ruymán Rodríguez

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1Entrevista en Red & Black Revolution (“Chomsky on Anarchism, Marxism & Hope for the Future”), 1996.

2Al hablar de alienación laboral suelo poner el ejemplo de Stirner y su cárcel. El mismo protocolo que siempre se ha aplicado en la prisión convencional se ha llevado hoy, de forma más sofisticada, a la prisión laboral. Podemos trabajar juntos, pero lo que el sistema empresarial no puede permitir es que establezcamos una relación empática real, pues de ahí, de la unión, nacen las huelgas: “De que hagamos un trabajo comunitario, de manejar una máquina o realizar cualquier cosa, de eso se cuida la prisión; pero que yo olvide que soy un preso y entable contigo una relación, que también te has olvidado, eso pone en peligro la cárcel, y no sólo no puede aceptarse, sino que se debe prohibir. […] La cárcel forma una sociedad, una corporación, una comunidad (por ejemplo, trabajo comunitario), pero ninguna relación, ninguna reciprocidad, ninguna unión. Por el contrario, toda unión en la cárcel contiene el peligroso germen de un complot que, en circunstancias favorables, podría tener éxito y dar fruto” (M. Stirner, El Único y su propiedad, 1844).

3Para más información sobre este debate y la organización Mujeres Libres en particular ver la recopilación de Mary Nash: Mujeres Libres. España 1936-1939 (1974).

4Ibíd. En el libro se nos muestra la paradoja de que la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (fundada en junio de 1932) también apoyara el veto, cuando ella misma fue acusada en su momento de desviar fuerzas y centrarse innecesariamente en un problema específico (la juventud) del que supuestamente ya se encargaban la CNT y la FAI.

5Tanto en su famoso manifiesto (La sociedad industrial y su futuro, 1995) como en su manido cuento El buque de los necios (1999), Kaczynski, usando muchas veces una terminología bastante desafortunada, ridiculiza todas las reivindicaciones parciales de la “izquierda liberal”, sin prestar atención a que su preocupación antitecnológica también podría ser acusada de parcial por otros buscadores de la revolución pura y absoluta. Como muestra de lo poco originales que son algunos de los argumentos que se usan hoy contra las ideologías de la diversidad este fragmento del manifiesto muestra muy bien la deuda no reconocida que tienen con Kaczynski los críticos modernos: “Los izquierdistas odian todo lo que tenga una imagen de ser bueno, fuerte y exitoso. Odian América, odian la civilización occidental, odian a los varones blancos, odian la racionalidad”. Nada nuevo bajo el sol.

6Ver H. Zisly, “Hacia la conquista del estado natural” (en La Revista Blanca), 1902.

7Ver Butaud y Zaïkowska, Tu seras végétalien!, 1923 (desconozco si hay traducción al castellano).

8Ver M.C. Iscar, Crítica y concepto libertario del naturismo, 1923.

9Ver, por poner un solo ejemplo, M. Bookchin, La ecología de la libertad, 1982.

10Como bien explicó Voltairine de Cleyre con este bello razonamiento convertido hoy en lema: “¿Preguntas por un método? ¿Le preguntas a la primavera su método?, ¿qué es más necesario el sol o la lluvia? Son contradictorios, sí; pero de esta destrucción nacen las flores. Cada cual que busque el método que exprese mejor su fuero interno, sin condenar al otro porque se exprese de otra manera” (“Anarchism”, en Free Society, 1901).