Prólogo de «Visca la terra i visca l’Anarquia (2)»

Fuente: Prende la paraula

Prólogo

No tengo el gusto de conocer personalmente a Jordi Martí Font, pero, a pesar de ello, creo poder afirmar que tiene algo de temerario. Temerario es, por lo menos, que invite a un servidor, un apátrida, a escribir, desde Canarias, un prólogo para un libro que va sobre la relación del anarquismo con la cuestión nacional catalana.

El trabajo de compilación de documentos realizada por el autor, la cronología que traza sobre esta reedición del conflicto catalán conocida como el procés, son de por sí de gran interés –aunque no se comparta su tesis de fondo– por el simple hecho de que permite sistematizar los acontecimientos, las posturas y reacciones ante un fenómeno muy mal entendido fuera de Catalunya e incluso, según parece, también dentro.

La importancia documental de Visca l’Anarquía i Visca la Terra irá en aumento con el tiempo. Todos los colectivos e individuos, los pequeños y grandes actores que circulan por sus páginas, desde los intelectuales consagrados a los militantes recién salidos del anonimato, quedarán retratados ante la Historia (quizás no ante esa tan solemne que se imparte en las universidades, pero sí ante esa más modesta que se fragua en los márgenes). Las actitudes, compromisos y posiciones adoptadas durante la tormenta, desde las cargas policiales del 1 de Octubre hasta la «Batalla de Urquinaona», desde la inusual huelga del 3-O hasta el paripé de la declaración parlamentaria de independencia «suspendida y diferida», les definirán durante mucho tiempo. Definirá su capacidad de ejercer crítica y tejer la propia narrativa, pero también de entender su contexto, plantar cara ante la represión y solidarizarse con sus vecinos.

A nivel teórico el debate tiene tres vertientes: anarquismo ante la política institucional, anarquismo ante la cuestión nacional y anarquismo ante las movilizaciones populares, es decir ante su realidad inmediata. Puede que muchos de estos temas parezcan superados, pero evidentemente no es así.

En vez de hacer un prólogo al uso y limitarme a recomendar la lectura de este libro, voy a analizar someramente las tres patas en las que en mi opinión se fundamentan, desde una óptica libertaria, los aspectos más controvertidos de una historia, tan reciente como inconclusa, que arriesgadamente trata de abarcar Visca l’Anarquía i Visca la Terra.

Anarquismo e instituciones

Los intentos de conciliar al anarquismo con la vía institucional son cíclicos y no pocos han sido los científicos locos empeñados en mezclar aceite y agua. Varios anarquistas recorrieron ese camino, a algunos les sirvió para reforzar sus convicciones abstencionistas1, otros lo hicieron por el utilitarismo más prosaico2 y la gran mayoría quedó fagocitada por la política vertical3, e incluso hicieron naufragar proyectos colectivos que aún están pagando la factura4.

Hoy en día siguen salpicando la actualidad los casos de libertarios que dan el salto a la política de gabinete y que no conformes con eso se largan dando un portazo y culpando a los demás de su giro de 180°. A niveles macro, y en relación al conflicto catalán, la idea de reducir la beligerancia con aquellos partidos con los que parece compartirse ciertos aspectos de la agenda o incluso tratar de vender la idea de un Estado pequeño y edulcorado como «mal menor», son algunos de los grandes errores en los que se ha incurrido desde los ambientes libertarios más permeables al procés.

La gran rémora que han arrastrado casi todas las comunidades humanas que han intentado autodeterminarse es no haber conseguido desprenderse de su propia casta política, permitir que las instituciones marcaran los tiempos del conflicto y no permitir que la clase trabajadora protagonizara el proceso. Confiar en la capacidad de partidos y gobiernos para provocar un cambio real de paradigma es la fórmula perfecta para obtener el fracaso más aplastante. No es dogma libertario, sino la experiencia acumulada de varios siglos de Estados modernos. El gobierno, como nos explicaba William Godwin en su Investigación sobre la justicia política (1793), sólo puede tomar partido por el error, pues debe velar por perpetuar el estado de cosas existentes. Si puede alterar el formato político, es incapaz de hacerlo con el económico, y si no altera el económico, la situación real de la población no cambiará nunca más allá de lo formal.

Si algo nos han enseñado las llamadas «candidaturas populares» o «del cambio», nutridas a veces por «libertarios arrepentidos», es la inutilidad del poder institucional. Extrapolando uno de los argumentos dados por Sébastien Faure en su folleto Doce pruebas sobre la inexistencia de Dios (1926), las instituciones son en verdad como Dios: o no hacen el bien porque no pueden, en cuyo caso son impotentes; o no lo hacen porque no quieren, en cuyo caso son perversas. Sean una cosa u otra –o las dos– no nos sirven. Lo hemos comprobado en los desahucios, en los servicios sociales, en las respuestas al sinhogarismo, en la represión a la migración y la venta ambulante, etc.

Intentar articular un movimiento popular que trata de romper con un Estado en quiebra, de cuestionar principios tan arraigados como el centralismo y la integridad estatal, y hacerlo a través de unas instituciones desprestigiadas, de la misma clase política que ha reprimido y empobrecido a su propia población, supone un viaje a ninguna parte para el que no se necesitan las alforjas de la independencia real. Ningún pueblo será libre y autónomo mientras no aprenda a independizarse primero de su propia clase gobernante.

Anarquismo y nacionalismo

Con respecto a la cuestión nacional, en el anarquismo conviven dos almas. Por un lado ha combatido históricamente cualquier chovinismo y patriotismo y entiende que en ellos se esconde el germen de la guerra, la razón de Estado, la conquista y el racismo. Por el otro, el anarquismo parte de abajo, de las oprimidas, y no puede ignorar a los pueblos sojuzgados por los Estados, aunque no comparta con ellos sus aspiraciones políticas, religiosas o su propio deseo de constituirse en un nuevo Estado. El anarquismo, por tanto, parte de reconocer el derecho de toda comunidad humana a organizarse como estime oportuno, pero no puede dejar de alertar sobre los peligros del nacionalismo, de las fronteras, de la guerra de banderas y de todo lo que establezca nuevas relaciones de poder sobre las ruinas de sus antecesoras.

El anarquismo, a diferencia del marxismo o de los movimientos sociales que no cuestionan el principio de autoridad, no cree que suponga un cambio sustancial que a una forma de poder la sustituya otra. El lugar de nacimiento del amo, su color o su género, no cambia su naturaleza de amo. Como decía Joan Salvat-Papasseit: “La llibertat del poble no està en que l’amo sigui natural o ‘estranger’, sinó en que no hi hagi amo”5.

La historia nos demuestra que no les bastó a los pueblos con librarse de sus invasores para que sus propios miembros, o sus vecinos, fueran libres. Los íberos conquistados por los romanos necesitarían unos cuantos siglos de maceramiento civilizatorio para lanzarse a masacrar Canarias y América; los bóers encerrados en campos de concentración por los británicos estarían en menos de 100 años haciendo lo mismo con la mayoría bantú de Sudáfrica; el pueblo judío sobreviviría al Holocausto para transfigurarse en menos de una década en Estado y acabar sometiendo a sangre y fuego a la población palestina… El eterno retorno.

El imperialismo y el colonialismo no sólo tratan de conquistar política y económicamente un territorio; también tratan de invadirlo culturalmente. Es de ahí de donde nace la reivindicación nacional de los pueblos conquistados (desde los tiempos del Romanticismo). Lo prioritario a tener en cuenta en una pugna legítima como ésta es intentar no convertirse en aquello que se desprecia. Como apuntaba Nietzsche: “Quien con monstruos lucha, cuídese de no convertirse a su vez en monstruo”6. Eso es lo que olvidaron los bolcheviques en 1917 y también la mayoría de movimientos que hoy celebran que mujeres y personas racializadas puedan convertirse en policías, militares o gobernantes.

El análisis de la teoría anarquista sobre la cuestión nacional está, por tanto, íntimamente relacionada con la cuestión del poder, y necesita, para ser consecuente consigo misma, establecer una línea divisoria clara entre sociedad y Estado, entre pueblo y gobierno; una línea que los movimientos nacionales, hay que admitirlo, no siempre han sabido trazar.

En conclusión, cuando un grupo de personas sojuzga a otras, sea por cuestiones culturales, étnicas, religiosas, territoriales o económicas, parece evidente que el lugar del anarquismo está con los sojuzgados. Pero su eterna advertencia sobre la posibilidad de que el oprimido se convierta en opresor ha permitido que surgieran muchas voces llamando a la neutralidad. El debate, en consecuencia, es el siguiente: ¿es suficiente esa advertencia para inhibirnos de participar en una lucha similar de carácter popular? ¿La certeza de que todo se corrompe y desvía basta para quedarse de brazos cruzados? ¿Que muchos movimientos nacionales consideren que el pueblo y el gobierno son elementos intercambiables justifica que adoptemos una actitud neutral ante el imperialismo y la colonización? No se puede afrontar el anarquismo, a nivel colectivo e individual, teórico y práctico, sin enfrentar antes estas cuestiones autodefinitorias.

Anarquismo y movimientos populares

Los movimientos populares han sido históricamente el hábitat natural del anarquismo. Sin embargo, desde hace tiempo es una tendencia que ciertos colectivos e ideólogos destacados dentro del ámbito libertario hagan llamamientos a la «no intervención», cuando no directamente al boicot de dichos movimientos.

Esta actitud no siempre se ha cimentado en reservas legítimas. Las negativas a implicarse en movimientos como el 15M o los últimos disturbios catalanes han dejado claro las verdaderas motivaciones de muchos detractores. Hablan de movilizaciones «burguesas», «reformistas» o «nacionalistas», pero sin contraponer ninguna alternativa de clase, revolucionaria o internacionalista real. De hecho, de la mayoría de discursos de este tipo se desprende una defensa vergonzante del inmovilismo como «táctica», de la inviolable unidad del Estado o de otro nacionalismo mucho menos cuestionado: el español. Que esto, llamándose anarquistas, les coloque en las mismas coordenadas que fascistas, militares, policías, jueces y políticos nacionalistas españoles –no menos burgueses que los políticos independentistas catalanes– es una circunstancia que pasará a la historia –gracias a una obra como la que tienes entre las manos– como una aberración histórica.

El anarquismo clásico, por el contrario y por suerte, pensaba que sólo interviniendo en los procesos populares cabía la posibilidad de radicalizarlos o reconducirlos hacia posturas revolucionarias. Cada vez que esta clarividencia se impuso, el movimiento anarquista consiguió espantar durante algún tiempo la amenaza de ser relegado como un artefacto arcaico.

La participación del anarquismo en fenómenos como el sindicalismo a finales del s. XIX (que durante mucho tiempo se tuvo por exclusivamente reformista), las protestas para impedir la subida de los alquileres, el reclutamiento militar, etc., ha partido de esta premisa. Organizaciones o eventos populares que surgían en muchas ocasiones de aspiraciones parciales o de la pura desesperación, no de programas revolucionarios. Y los movimientos que se han organizado contra la opresión territorial han tenido entre los clásicos la misma consideración.

Personajes como Errico Malatesta, Louise Michel o Mijaíl Bakunin lo entendieron así. Apoyaron, con mayor o menor fortuna, movimientos o insurrecciones populares de carácter nacional, aunque muchas acabaran en fracaso. La idea era clara: cuando la gente se echa a la calle, la misión del anarquismo es estar ahí, ya sea para tensar la situación, para extremar las demandas o para enfrentarse a los líderes burgueses que suelen acaparar el relato en la mayoría de las ocasiones. Ciertamente, no todos los movimientos populares tienen tendencias revolucionarias. Algunos, incluso, pueden ser reaccionarios. Hay movimientos impulsados por el racismo o el ultranacionalismo, como el Euromaidán. Pero incluso en esos casos el lugar del anarquismo está la calle; no para apoyar o secundar, obvio, sino para enfrentar y desafiar, para aplastar al fascismo antes de que abandone la cuna. Quizás muchas escaladas fascistas se habrían podido cortar antes de llegar a su punto álgido si los anti-fascistas hubieran tratado de aplastar al enemigo en la calle y no en las urnas o en los debates ideológicos.

No es cuestión de idealizar movilizaciones y experiencias, sino de asumir que sólo en la calle puedes desarrollar y contraponer un discurso real, influir en la gente. Si en un movimiento popular imperan puntos de vista burgueses, reformistas y exclusivamente nacionalistas, el anarquista debe interrogarse sobre su parte de responsabilidad en ello. Cuando no se interviene se está entregando la narrativa al enemigo. Inhibirse no es un acto inocente y sin consecuencias. Las ideas reaccionarias también crecen porque aquellos que dicen defender las ideas revolucionarias están tranquilamente en casa mientras sus adversarios teóricos les comen la tostada. Para Piotr Kropotkin la hoja de ruta no podía estar más clara y argumenta algo que es perfectamente extrapolable a la cuestión catalana:

Nuestra tarea [en los movimientos de emancipación nacional] habría de ser la de hacer aparecer los problemas económicos. […] En Irlanda la dificultad principal proviene del hecho de que los jefes del movimiento, grandes propietarios, igual que los ingleses, vaciaron el movimiento de emancipación nacional de su contenido social. […] Me parece que en cada uno de estos movimientos de emancipación nacional se nos reserva una tarea importante: plantear el problema en sus aspectos económico y social, y esto paralelamente a la lucha contra la opresión extranjera”7.

Sin embargo, no todo es un asunto de cálculo estratégico. La cuestión también nos tira de las tripas e interpela a nuestra sensibilidad y empatía, a nuestro más elemental sentido de solidaridad. A veces, simplemente, toca entender que no tomar partido también es tomar partido y que entre una población desarmada y un Estado armado, el anarquismo no puede tener un resquicio de duda sobre cuál es su lado de la barricada. Emma Goldman, poco sospechosa de ser una «nacionalista identitaria vendida a la burguesía», lo entendía perfectamente:

La rebelión de Pascua en Irlanda culminaba trágicamente. No me había hecho ilusiones sobre el movimiento. Por muy heroico que fuera carecía de la intención consciente de ser una emancipación completa del gobierno económico y político. Mis simpatías estaban naturalmente del lado de las masas en rebelión y contra el imperialismo británico, que había oprimido a Irlanda desde hacía tantos años”8.

El libro de Jordi Martí Font también interpela a esta sensibilidad, a esta solidaridad entre vecinos y pueblos de la que tan huérfanos estamos.

Ruymán Rodríguez

Norte de África, marzo de 2020, en plena distopía pandémica.

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1Después de la llamada «Revolución francesa de 1848» Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), anarquista de primera hora, es elegido diputado de la recién proclamada Segunda República. Su conclusión después de esta experiencia fue: “Es necesario haber vivido en este aislador que se llama Asamblea Nacional, para entender cómo los hombres que más completamente ignoran el estado de un país, son casi siempre quienes lo representan” (Las confesiones de un revolucionario, 1849).

2Giuseppe Fanelli (1826-1877), como garibaldino y mazziniano, fue elegido diputado en 1860 en pleno Risorgimiento (unificación italiana). A partir de 1865 conoce a Bakunin y se inicia en el anarquismo, rompiendo con el nacionalismo burgués italiano. Sin embargo, el propio Bakunin le recomienda que no renuncie a su acta de diputado pues con ésta podía viajar gratuitamente por ferrocarril y así seguir propagando las ideas libertarias por el sur de Europa.

3Paul Brousse (1844-1912), de difusor de la «propaganda por el hecho» a padre del «posibilismo político» en Francia, Andrea Costa (1851-1910), considerado el primero diputado italiano y Saverio Merlino (1853-1930), de compañero de Malatesta a partidario del revisionismo partidista, serían claros ejemplos de anarquistas bakuninistas que acabarían integrados en instituciones o partidos.

4La llamada Revolución española de 1936 fue un claro ejemplo de esto. La posición colaboracionista de comités y militantes destacados de la CNT-FAI arrastró al Movimiento anarquista en el Estado español a un callejón sin salida del que aún no ha salido.

5J. Salvat-Papasseit, Sabadell Federal. La Nacionalitat i el Socialismo, en Llibre Negre (volumen I) de Jordi Martí Font, 2018.

6F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía de futuro, 1886.

7Carta de Piotr Kropotkin a María Korn, 11 de mayo de 1897.

8Emma Goldman, Viviendo mi vida (volumen II), 1931.