Crónica de un piquete contra un desahucio

Suena el móvil. Son las 23:30. Tengo agregado el número. Es el de una familia que asesoramos en febrero. Les dimos pautas y consejos pero no volvieron a contactar. Las voz al otro lado suena rota y alarmada. Creo que ha estado llorando. Rita (ha escogido ese nombre para aceptar que contemos su historia) me dice que el jueves (hoy es martes) la desahucian. A ella, a su pareja y a sus cuatros hijos menores.

Los últimos meses los ha gastado entre abogados incompetentes, negociaciones infructuosas con el casero (un especulador con múltiples propiedades) y acudiendo a alguna reunión con colectivos y plataformas donde no han obtenido soluciones (bien porque su caso es de alquiler bien porque se quería llevar el caso a los medios y la familia quería evitar la exposición).

La notificación de lanzamiento les llegó hace 26 días. El abogado de oficio y otro letrado «amigo» les han dicho que no tienen nada que hacer, que se vayan. Las «negociaciones» han sido ruegos y súplicas al propietario, intentos desesperados pero inservibles. El martes, sin más cartuchos, un activista de vivienda les recordó a los anarquistas. «Son lo que son, pero nunca han dejado de detener un desahucio», les dijo. Pero, ¿habrá tiempo de hacer algo? Se lo preguntan ellos y me lo pregunto yo. Le digo a Rita de vernos la siguiente mañana a primera hora. Llamo a los compañeros para una asamblea extraordinaria. Casi ninguno puede. La mayoría, informalmente, no lo ve. Yo tampoco. Pero acudiremos a la cita para informarnos mejor.

El miércoles Rita nos explica otra vez el caso. Refrescamos lo que nos contó en febrero. Su compañero no habla. Quebrado, abatido, se inhibe. El casero es un rentista multipropietario. A sus 50 años (aproximadamente) ha acumulado varios pisos, apartamentos en el Sur de la isla y al menos dos chalets. Casi todo heredado. Nunca ha trabajado. Siempre ha vivido de cobrar alquileres. Vive 6 meses al año en una casa que tiene en otra isla. Obviamente, no necesita el inmueble para vivir. Conociendo todos los pormenores del caso, creo que no podemos quedarnos de brazos cruzados. El resto de compas piensan lo mismo. Consultamos entre nosotros y se decide seguir adelante. La FAGC apoya virtualmente, pero físicamente solo podemos ir 4. Por motivos de trabajo y asuntos personales, imposible reunir más con tan poco tiempo.

Estudiamos la casa. Los accesos, el tipo de puertas, la situación de la calle y el barrio. Preguntamos por el posible apoyo vecinal. Parece que mínimo, sobre todo con tan poco tiempo. Reunimos los materiales con apuro y los dejamos preparados para el día siguiente. No pinta nada bien. Miedo, nervios, dudas. Puede ser el primer desahucio que no paremos. Nuevos detenidos y nuevas multas. Y la familia a la calle. Bajar la cabeza y plantearse que quizás lo mejor es no seguir. Un compañero lo entiende así y prefiere no acudir. Quedamos 3, más Rita y su compañero. Sus familiares no acudirán. Al menos aceptan cobijar a los menores.

No hay tiempo de convocar a los medios para documentar un posible linchamiento. Sondeamos a algún periodista conocido. Muy prematuro nos dice, no vendrán. Estamos solos.

Dormimos poco y mal. A las 6:00 de la mañana del jueves estamos ahí. Café para 5. La familia angustiada. Miradas húmedas. Ambiente tenso. Más dudas y más miedo. De nuevo, la mañana pinta mal. Pero entonces algo surge de dentro: «vamos, no hay tiempo». No pensamos. Tiramos de automatismos. Avisamos a los vecinos de que nos vamos a parapetar dentro, para que salgan si tienen que hacerlo. Como profesionales del piquete, como una pequeña cuadrilla de peones, nos movemos rápido y bien. Movemos puntales, clavamos tachas y listones. Planchas y soldadora. Aseguramos la ventana. El ambiente se distiende, la tensión se rompe. Aparecen las risas. Hago el payaso, y surte efecto. Creemos estar en un barco de vela, como en una película de piratas. «Refuerce la escotilla, contramaestre». Poco a poco el miedo se transforma en una extraña euforia contenida. Cantamos una particular versión de «A las barricadas», que hemos ido adaptando tras cada desahucio. Los afectados están flipando. Nosotros seguimos trabajando.

Avisamos a una vecina cuya ventana da a la calle para que nos avise cuando llegue la comitiva judicial. Le damos el número de mi móvil. Ahí nos quedamos esperando el «wasap» que nos indique que llegan los malos. A la media hora se presentan. Hay policía local, un auxiliar judicial y el abogado del propietario. Tocan. Les informamos que es un piquete y que no nos podrán sacar vivos (sí, tiramos de dramatismo). Viene un cerrajero, no puede abrir aunque rompe la cerradura. Lo intentan los locales. Una hora y media más tarde los nacionales. No pueden. Calor dentro, insultos y maldiciones fuera. Rompen bisagras. Preocupación. «¿Tiene todo el mundo el número del abogado ovilladito en el bolsillo?», pregunto. Todos contestan que sí. A esperar que la soldadura aguante y que lo haga después la última barricada de trastos. Al menos para que nos de tiempo a grabar cómo entran. Otra hora. Nada. Un papel pasa por una rendija lateral de la maltrecha puerta. El abogado del casero quiere negociar. Ofrece 6 meses más de alquiler, después tendrán que irse. Nosotros lo desaconsejamos. La familia está encantada, eufórica, se abrazan de alegría. Se acepta. Sensación agridulce. Nos piden que salgamos, pero en esto sí imponemos nuestras condiciones. Lo haremos después de las 14:00, y cuando la calle esté completamente despejada. A las 14:00 cogemos la autógena y cortamos las planchas para que puedan salir los vecinos. Pero no cumplimos nuestra palabra. Salimos por un garaje, también asegurado, y que nos permite sortear cualquier emboscada policial. Nos despedimos de la pareja, muy agradecida, que se sienten ganadores. Nosotros no celebramos. Estamos satisfechos por haber salido ilesos, por haber sobrevivido.

Seguimos en esta labor de francotiradores silenciosos, plantando batallas que no serán portada en ningún medio y ganando algo de tiempo para que los oprimidos puedan respirar. Algún día no podremos, seguro. Pero ese día aún está por llegar.

FAGC

[Publicado en http://www.alasbarricadas.org/noticias/node/37653]

¿Son útiles las instituciones para las personas sin techo?

Gestión del sinhogarismo: alternativa libertaria

Son cuatro los años que el Instituto Nacional de Estadística (INE) lleva sin actualizar los datos en relación con las personas sin hogar en España (en 2012 cifraba 22.398). A pesar de ello, asociaciones como RAIS Fundación y organismos como el Comité Europeo de las Regiones estiman que el número total de personas sin hogar se sitúa en torno a los 35.000 en España y los tres millones en Europa. Por su parte, activistas como Lagarder Danciu, constantes en el análisis de la situación de sinhogarismo a lo largo y ancho del Estado español, elevan la cifra nacional a 50.000 personas.

Desde el último estudio del INE, los datos numéricos de personas sin hogar no han hecho sino incrementarse. Además, según relata Alfonso Hernández, periodista especializado en el ámbito social y portavoz de RAIS Fundación, a partir de una campaña llamada “HomelessMeetUpValencia”, se ha encontrado que “cuanto más tiempo pasa una persona en la calle, más probable es que continúe en ella. En el caso de Valencia, un 35% de las personas permanecen, de media, en la calle más de 5 años, y un 15% más de 10 años”.

Según explica Patricia Benedicto, psicóloga clínica y maestra, las personas que se ven abocadas a esta situación de absoluta precariedad tienden a presentar “cuadros clínicos caracterizados por sentimientos de tristeza o vacío, pérdida de peso, fatiga, insomnio, sentimientos de culpa e inutilidad, indecisión y, en algunos casos, pensamientos recurrentes de muerte, inestabilidad, desmayos, opresión torácica, miedo”. Son síntomas que “se vienen manifestando desde que estas personas son conocedoras de su situación”, lo cual provoca que la ansiedad, por ejemplo, vaya en aumento.

Los niños tampoco están exentos de verse en estas tesituras y, por consiguiente, de padecer los cuadros clínicos enumerados, ya que es algo que afecta a familias enteras. En este sentido, según relata Patricia Benedicto, “los programas de prevención de trastornos psicopatológicos en la infancia y la adolescencia son bastante escasos”, y aunque en situaciones tan estresantes es difícil evitar lo anterior, se puede “trabajar desde las escuelas y desde programas de acompañamiento”.

Es fundamental “contar con una extensa red social de apoyo”, tanto a nivel institucional como por parte del conjunto de la sociedad. Benedicto cree que una forma eficaz de revertir la parte “prejuiciosa” de la ciudadanía con respecto a las personas sin hogar puede ser el trabajo en la escuela, ya que entiende esta como “un espacio privilegiado para trabajar valores” como la empatía “y fomentar un estilo asertivo en los alumnos, caracterizado por el respeto a los demás y a uno mismo. Como podemos ver escrito en la pared del centro de Jesús Abandonado «si juzgas mi camino, te presto mis zapatos»”.

De esta manera, a través de lo que se entiende como una parcela de educación en valores en los centros educativos, se puede desarrollar una conciencia colectiva de asunción de las problemáticas sociales que se suceden y de respeto igualitario al resto de personas independientemente de su situación económica. Tal como relata Benedicto, “un estudio de la Universidad Complutense de Madrid afirma que el 46.7% de las personas sin hogar son felices. Quizás deberíamos plantearnos si no somos nosotros, las personas ajenas, las que tenemos miedo y no ellos”.

Centros de atención infrautilizados

Para paliar la incesante problemática de sinhogarismo, las instituciones ofrecen centros de atención a personas sin hogar y albergues con diferentes servicios básicos y –aunque no siempre- de orientación. En 2014, el total de centros ascendía a 619. La ocupación de los mismos nunca llega al 100% a pesar de la inferioridad del número de plazas con respecto al número de personas sin hogar.

centros-de-atencic3b3n-por-cc-aa-2014Cabe preguntarse los motivos por los cuales ningún centro de este tipo consigue completar su aforo. En septiembre de 2015, el diario El Mundo mostraba que “solo 1 de cada 4 sin techo va a centros de atención”. El resto de personas decide “buscarse la vida fuera, en los metros, en los puentes, en los portales, en cualquier rincón”.

Un hombre, apodado “El Papi”, que ha vivido más de 22 años en las calles de Madrid, declaró en una entrevista concedida a eldiario.es que, si estuviera en su mano, “lo primero que haría sería acabar con los albergues, porque son como cárceles a régimen abierto”. También introdujo la idea de abrir espacios autogestionados donde ellos mismos pudieran organizarse “sin que hubiera detrás ninguna empresa con ánimo de lucro”. Muchas de las personas que han preferido ocupar las calles muestran su descontento con el trato recibido en dichos centros y con la inutilidad de los mismos a largo plazo.

La experiencia libertaria de La Esperanza

En este sentido, se podría enfocar la mirada hacia una extraordinaria experiencia autogestionaria que ha tenido lugar en Gran Canaria desde 2013: La Esperanza, considerada la mayor comunidad okupa de España. En ella viven 77 familias (alrededor de 250 personas). Se trata de “una experiencia libertaria llevada a cabo por gente no anarquista”. Esta iniciativa se desarrolló en un contexto “de precariedad social en Canarias”. El paro registrado alcanzaba el 35% y tuvieron lugar “más de 4.000 ejecuciones hipotecarias” durante ese año.

La Federación Anarquista de Gran Canaria (FAGC) planteó, entonces, el proyecto de ocupación de un edificio cuya construcción estaba inconclusa. Se unieron muchas familias, creando una comunidad en la que “el asamblearismo fue la principal forma de organización”, según cuenta Ruymán Rodríguez, portavoz de la FAGC. En La Esperanza viven con luz de obra, bidones de agua y aproximadamente un 30% de los vecinos se alimentan a partir de una huerta común. Entre todos los miembros de la comunidad gestionan el funcionamiento y la vida de la misma y son autosuficientes a partir del trabajo colectivo.

comunidad1comunidad2

Desde la Federación Anarquista de Gran Canaria, impulsora de esta comuna, explican la experiencia.

Cansadas de la inutilidad de los centros de atención, algunas voces han planteado que exista la posibilidad de habilitar espacios en los que las personas sin techo puedan autogestionar su situación. ¿Es una buena idea?

La autogestión pasa por ser hoy la única alternativa que ofrece garantías. El problema de los albergues es sólo que son parches temporales, y que sus ridículos requisitos y la propia estructura de la institución son diseñados para imposibilitar que las personas que sufren indigencia puedan encontrar soluciones reales a su situación. Y menos todavía que sean protagonistas de dichas soluciones. Por ahora, ni los subsidios ni las ONG’s han solucionado nada de forma duradera. En nuestra experiencia, sólo cuando las personas sin hogar se han organizado y han tomado inmuebles abandonados, han podido paliar su estado de desamparo.

En La Esperanza hubo algunos problemas de organización cuando la FAGC se retiró de allí para dejar que el proyecto se desarrollara autónomamente. Quizá debido a que en la sociedad, en términos generales, no existe costumbre de asamblearismo y la organización de grupos de trabajo se torna difícil. ¿Cuáles son los pros y los contras de la autogestión?

Lo ocurrido en La Esperanza es parte de un proceso de aprendizaje, de ensayo y error. La FAGC intervino a petición de los vecinos, pero quizás hubieran llegado a las mismas conclusiones sin nuestra influencia. Probaron un modelo de delegación, presidencialista, y no les convenció. Actualmente se autogestionan solos al 100%.

Los pros de la autogestión son evidentes: permite al afectado intervenir en sus problemas de forma directa y hallar la solución que más se ajuste a sus necesidades. No solo reporta, a niveles psicológicos, responsabilidad, dignidad y autoestima; a nivel social y económico es mucho más funcional y resolutivo. ¿Esperar un subsidio que no llega cuando puedes ocupar un pedazo de tierra, plantar y alimentarte? ¿Aguardar por una vivienda de protección oficial que no vas a poder pagar cuando hay más de 135.000 casas vacías en Canarias? La autogestión es más eficiente.

Los contras: tomar decisiones por uno mismo, cuando se nos enseña desde la infancia a delegar, no es sencillo. Si algo se rompe, si surge algún problema, no hay estancias superiores a las que recurrir; es la comunidad, con sus límites, la que tiene que usar su saber y fuerza para resolver los problemas. Puede que vivir así implique un coste: la necesidad permanente de autocapacitarse. Pero vivir dignamente lo merece.

Aunque suene contradictorio, ¿hay algo que puedan hacer las instituciones para hacer que iniciativas de este cariz sean de más fácil desarrollo? ¿Es posible un proyecto mixto autogestión-institución?

Un “proyecto mixto” nunca sería realmente autónomo. La autonomía implica independencia de las instituciones. No es un concepto ideológico, sino de sentido común. Quien paga manda. Si una institución interviniera, el espacio para la autogestión sería mínimo, estaría encorsetado.

Las instituciones, en nuestra experiencia, sólo han entorpecido este tipo de proyectos. Para que pudieran hacer algo tendrían que cuestionarse principios como el de propiedad privada, competencia, capitalismo, y primar otros como el de derecho al techo, a la autonomía y a la propia vida por encima de cuestiones monetarias. Y los poderes públicos no están por la labor.

Podrían quitar las viviendas que “regalaron” a los fondos buitres, acabar con las gestoras privadas de vivienda pública, garantizar suministro eléctrico y acuífero a la población por debajo del umbral de la pobreza, entregar viviendas públicas con las que especulan a indigentes y desahuciados. Es algo que está en su mano, pero no lo hacen ni lo piensan hacer.

Por lo tanto, ¿cómo podrían ayudar? No estorbando.

¿Qué podemos aprender de La Esperanza?

Una lección de capacidad: sobre el potencial organizativo de los que han sido excluidos de la vida social y política; sobre la fuerza de las mujeres como dinamizadoras, sobre la plasticidad de los niños; sobre el talento desaprovechado de todo un sector de la población arrojado a la indigencia después de años construyendo mil estructuras con sus propias manos. Podemos aprender lo difícil que es asomarse a la autogestión sin sentir vértigo, lo duro que es romper con dependencias y subordinaciones, lo complicado de tener tu vida en tus manos sin tomar decisiones contraproducentes que saboteen tu propio proyecto.

Fuente original: https://blogintrospeccion.wordpress.com/2016/12/11/son-utiles-las-instituciones-para-las-personas-sin-techo/

Resumen de un asistente a las Jornadas de Valencia

Resumen y conclusiones de la intervención de la FAGC en evento de Valencia

Por @petitanarchiste

Este texto ha sido creado en un inicio con un formato de publicación para Twitter, por lo que está compuesto por frases cortas y sintetizando en lo posible las claves dadas por el compañero Ruymán de la Federación Anarquista de Gran Canarias a la pregunta “¿Por qué fracasan los proyectos revolucionarios?”; acto enmarcado dentro de las Jornadas Libertarias de CGT Valencia de 2016.

El tema en torno al que trataba la charla-debate era el de “¿Por que fracasan los proyectos revolucionarios?”, con el contexto de fondo del 80 aniversario de la Guerra Civil.

El primer punto hacia el que apuntaba el compañero es sin duda uno de los más notables y necesarios de solventar actualmente: Falta de estrategia a largo plazo. ¿Qué sucede una vez se deroga una ley abusiva, se para un desahucio, se gana un conflicto sindical? El movimiento, la agitación, se estanca y/o desaparece. No hay un plan de acción más allá de conseguir un objetivo parcial, no estamos planteándonos realmente cómo llegar a la sociedad de la que siempre hablamos. Para ello hace falta un análisis de la situación interna del mov. libertario y externa del contexto en el que se desenvuelve, la concreción de unos objetivos realistas y unas vías (también realistas) para llegar a ellos.

En segundo lugar, otro de los errores comunes en los que solemos caer, es en pensar que una vez hayamos tumbado el sistema, todo se solucionará por armonía espontánea: Caemos en el error de pensar que nos llevaremos bien automáticamente con el vecino que nos jode, que las infraestructuras se crearán por sí solas y demás. Aquí el compañero Ruymán dio en un punto clave cuando hablaba de por qué funcionó (si lo hizo), la Revolución Social del 36: Había una sociedad paralela funcionando. Para cuando llegue el momento de derribar todo el entramado organizativo del sistema actual, tendremos que tener funcionando de antes una sociedad paralela que sea capaz de reemplazarlo y cubrir las necesidades de esa sociedad de manera óptima. De lo contrario, demostraremos incapacidad organizativa, y de nuevo, falta de estrategia y previsión a largo plazo.

El tercer peligro que menciona Ruymán es caer en la seducción del Poder/instituciones. Cuando estas ven alguna victoria significativa por parte de movimientos sociales o grupos organizados, enseguida pasan de la amenaza y la represión a la conciliación y las promesas. Aceptar sus tentadoras ofertas, muchas veces parches al problema que se pretende combatir, se da un amansamiento e incluso freno a la lucha. Evidentemente esta es una decisión a tomar por las afectadas por el problema, pero el compañero recalca la condición de parche de las ofertas.

Junto a esto, la absorción de las luchas por parte de las instituciones, su burocratización, y con este proceso, la desviación también del objetivo inicial. Se pone por caso el ejemplo de Ada Colau en Barcelona y la reciente represión a los manteros y su sindicato. Unido a la absorción por parte de las instituciones está la debilidad que puede llegar a causar el contar con infraestructuras. El miedo a perder el local donde nos reunimos, el material de la distribuidora o cualquier otro elemento por causa de la represión nos hace también ser conservadores con respecto a nuestras actividades revolucionarias. Y también ligado a esto último, el considerar el sindicato, el colectivo como fin y no como medio para llegar al objetivo revolucionario. Encaminar nuestras estrategias a reforzar el colectivo, a ganar visibilidad, a que no se nos ensucie el orgullo, perdiendo de esta manera el objetivo real del sindicato y su sentido de existencia. Al fin y al cabo, un sindicato o colectivo anarquista que sólo actúa para sí mismo, para su supervivencia, que es un fin en vez de un medio ¿de qué sirve? En este punto hemos caído, caemos, y caeremos varias veces más, colectivos e individualidades que nos dedicamos al activismo social. Es un lastre que debemos valorar en su justa medida y que no nos puede monopolizar asambleas enteras. Todo lo anterior referido al trabajo del colectivo o sindicato se traduce en enfocarse hacia afuera del colectivo y ver qué se puede aportar. De lo contrario, caemos en una sensación de falsa estabilidad, en la que generamos material para nosotres mismes pero irrelevante mas allá de nuestro círculo.

Por último, y haciendo referencia de nuevo al marco del 36, pecamos de una mitificación de la derrota. Estamos muy cómodos no pudiendo hacer nada, no habiendo futuro, siendo les marginades. Nos ahorra tener que plantearnos en serio cómo vamos a llegar a esa sociedad futura fantástica y armónica a la que siempre hacemos referencia. No vale con decir que habrá un levantamiento espontáneo, ni una masa organizada, ni que se tumbará el Gobierno y se instaurará la anarquía feliz. Hace falta que concretemos cada paso que vamos a dar, que hagamos un análisis constante del avance de cada frente abierto, que actuemos de manera consecuente, y sobre todo, que nos cuidemos les unes a les otres.

Y aquí entro yo a hacer un añadido: Es imprescindible que tejamos redes de solidaridad y cuidados eficientes. Que sepamos que si nos quemamos, no se va todo a la mierda, porque hay compañeres que están detrás tanto para recogernos, como para asumir los roles que habíamos estado desempeñando.

Nacen «Las Masías»

Estas últimas semanas un grupo de familias migrantes se han puesto en contacto, desesperadas, con la FAGC. Han vivido situaciones durísimas de racismo social e institucional. Se ven sin casa, sin refugio alguno, viviendo como proscritos, perseguidos, acosados, sin asistencia sanitaria ni de ningún tipo, sin red de apoyo alguna más allá de sus paisanos. Gracias a estos han conseguido contactar con nosotros.

En un trabajo común, en el que han sido los primeros en implicarse, hemos ocupado dos inmuebles. Uno es un chalet abandonado y otro un edificio de 6 viviendas, de nueva construcción, en las mismas circunstancias.

Las 9 familias realojadas (3 en el chalet y 6 en el bloque. Un total de 31 personas, 18 de ellas niños) han pasado a gestionar, de forma directa, ambas edificaciones. En la FAGC les hemos prestado toda la asesoría posible y les hemos dado unos rudimentos básicos. Pero después de nuestra propia experiencia, y comparando también con otras experiencias habitacionales basadas en la okupación en el resto del Estado, hemos decidido no interferir nada en la gestión interna del inmueble. Actualmente todas las ocupaciones en las que ha intervenido la FAGC son gestionadas al 100% por los realojados. Con mejores o peores resultados, hay que asumir que esos son los riesgos de la autonomía y la autogestión.

¿Por qué se llaman «Las Masías» (I y II)? Bien, la situación económica de la FAGC es desastrosa. Multas, embargos, abogados, etc. Pero en nuestro último viaje a Catalunya para contar nuestras experiencias, la CNT de Sabadell (y también la PAH de allí) organizaron un acto para recaudar fondos para nuestra lucha, y gracias a eso, lo decimos abiertamente, esas 9 familias tienen casa. Con lo recaudado hemos podido, por ejemplo, comprar los materiales que permitirán a esas familias disponer de agua y luz.

La FAGC se encuentra como colectivo en un momento paradógico. Cada vez hay menos anarquistas participando, pero cada vez tanto la gente de a pie (los más excluidos de entre ellos) como los que tienen inquietudes sociales o formativas se interesan más por nuestra federación y se acercan a ella para colaborar. La lectura que hacemos es que los anarquistas están interesados en otras cosas, justo en el momento en el que la gente más necesita y requiere de nuestras herramientas. Sin embargo, esto abre un debate y una reflexión dentro de la FAGC. ¿Puede haber una federación anarquista sin anarquistas? ¿Deberíamos convertirnos en un Sindicato de Inquilinos más amplio y mandar a la FAGC al rincón de pensar una temporada?

Mientras hallamos la respuesta seguimos trabajando. Y mientras podamos en la isla seguirán naciendo ejemplos como el de «Las Masías». Se puede luchar contra los CIE’s denunciado y protestando, pero también se puede ayudar a la gente a no caer en sus garras. En eso estamos.

Cruzar el Rubicón

Nota preliminar: reconozco que he dudado si publicar este artículo. Los ambientes estentóreos, masculinistas, militaristas, han marcado demasiadas veces la militancia del resto. “Al activismo se viene llorado de casa”, he oído alguna vez. Es el discurso propio de círculos donde se rinde culto a la fuerza bruta desde la débil postura del espectador. Expresar los propios fracasos, límites, vulnerabilidades, contradicciones, es algo que incomoda a un sector del movimiento libertario que afincado voluntariamente en la derrota tiene la necesidad de vender propaganda triunfalista. Después de consultar a varias compañeras ajenas a mi círculo más cercano, me he decido finalmente a publicarlo. Creo que puede servir para reflexionar y para arropar a todas aquellas náufragas que se sienten solas en el océano de la militancia.

En la antigua Roma el río Rubicón marcaba la frontera que ninguna legión podía cruzar sin autorización del Senado. En el año 49 a.C., Julio César ignoró la prohibición y cruzó el río con su ejército, sabiendo que suponía de facto una declaración de guerra. Cruzar el Rubicón significa desde entonces tomar una resolución que se sabe irreversible a pesar de las consecuencias. El activismo social obliga muchas veces a sus militantes a cruzar el Rubicón. Yo he vadeado esa orilla, he meditado los riesgos y la he atravesado sabiendo que no habría marcha atrás. Da vértigo porque al menos en mi caso he dejado muchos cosas a mi espalda: trabajo, casa, familia, vida. Echando la vista atrás no puedo afirmar que hiciera lo correcto, sólo que entonces lo creía.

Muchas de nosotras estamos metidas en círculos de retroalimentación y autocomplaciencia. Pero cuando decidimos salir de ahí, lo habitual es que fuera haga mucho frío. La gente que suele ir más allá vive intoxicada por una épica alentada por las que nunca se mueven de su sitio. Muchas jóvenes han dado lo mejor de sus vidas y se han convertido en carne de indigencia, cárcel, cementerio o depresión seducidas por aquel latiguillo que nos invita a “morir por las ideas”. Más valdría hacerle caso a Georges Brassens cuando nos decía que para morir por las ideas siempre habrá tiempo y que es mejor dejarlo para “más adelante”.

Las más activas de nosotras, las que no se conforman con limitarse a charlas y eventos y quieren caminar lejos de los márgenes de lo seguro, lo hacen sin red bajos sus pies. Nos gusta jalear a las demás para que se la jueguen y vayan más lejos, pero casi nunca movemos ni un dedo para crear las estructuras que las recojan si han caído. Nos precipitamos al vacío entre aplausos, pero cuando toca recoger los restos a todo el mundo le espera algún asunto más importante en otro lado.

Decía Emma Goldman en una carta a Max Nettlau que “nosotras, las revolucionarias, somos como el sistema capitalista. Sacamos de los hombres y mujeres lo mejor que poseen, y después nos quedamos tan tranquilas viendo cómo terminan sus días en el abandono y la soledad”. Esto se aplicaba perfectamente al periplo que acabaría sufriendo su compañero Alexander Berkman: tiranicida frustrado, preso, propagandista, organizador legendario y en su última época en París alguien que intentaba huir de la miseria y que se acabaría suicidando al no lograrlo. Como él hay muchos más ejemplos, víctimas de unas ideas demasiado elevadas y de un movimiento que no supo estar a la altura. Nombrarlas a todas ocuparía cada letra de este artículo y aún así no bastaría.

Sí, se ha avanzado en la toma de conciencia sobre la necesidad de los cuidados (que tanto se mencionan) y también algo en la elaboración de herramientas de apoyo. Muchos colectivos de antipsiquiatría están haciendo circular útil información al respecto. Hacen una labor muy loable y poco reconocida. Pero lo cierto es que por lo común consideramos que esto es “responsabilidad” de dichos grupos específicos y no algo que nos competa a todas. Pasa como con los grupos pro-presas, que deben dedicarse en exclusiva a suplir carencias mientras las demás somos incapaces de tejer solidaridad sin que el resto de nuestra actividad se vea comprometida. Es algo de difícil resolución sin una reflexión e implicación colectiva. Creo que más que delegar en colectivos especializados, cada agrupación, sea un sindicato, una específica, un grupo de vivienda, un CSOA, una asamblea de barrio, debería entender como su responsabilidad manejar ciertos rudimentos para socorrer a sus militantes y tener estudiados unos mínimos protocolos de actuación.

Pero no podemos negar que, a pesar de los avances, lo hecho hasta ahora resulta insuficiente. La mayoría de las veces las estructuras mentales de nuestros colectivos son, como decía Goldman, similares a las de una empresa capitalista, o incluso peores, porque en la militancia no hay bajas por depresión. No se entiende la necesidad de tomar aire o bajar un pistón sino es en clave de deserción, no paramos de presionar a las demás para que den más de sí mismas sin evaluar cuánto estamos dando nosotras, juzgamos cuál es el momento más apropiado para que las demás tiren la toalla como si su resistencia física y emocional no contara. El activismo se ve como un hobby para mucha de la militancia sumida en la autorreferencia, pero para otra parte es peor que un trabajo. Un infierno al que no se quiere volver si no te espoleara el sentido del deber. Personalmente, a veces me he encaminado hacia la militancia tan angustiado que he deseado no llegar nunca y he descubierto con toda la hondura del término lo que significa la resiliencia.

Lo peor es que esa tendencia a exigir se recrudece con las más comprometidas. Las vemos tan fuertes, tan seguras, que reclamamos más de lo que humanamente pueden dar. Al final la enfermedad física, anímica, social, puede destrozarlas, pero no lo vemos porque el personaje nos tapa a la persona. En estas circunstancias la sensibilidad y la ternura deberían ser parte del aire que respiramos en los ambientes libertarios, pero en vez de eso padecemos de hipercriticismo (no hacia nosotras, sino hacia las demás). Recuerdo las críticas que recibió Jaime Giménez Arbe porque atracaba bancos a mano armada y recuerdo también las críticas a Enric Durán porque hacía algo similar pero usando sólo la inteligencia. Al final yo no podía evitar cabrearme y preguntar en alto: ¿querrán ustedes, señoras críticas, entrar en un banco y enseñarnos de una jodida vez cómo debe hacerse? Pero nunca hubo respuesta, ni la esperé.

Muchas compañeras son tildadas de “peligrosas radicales” no por los medios de comunicación ni por las profesionales de la política, sino por sus propias colegas de asamblea. En el otro extremo, hasta el éxito más humilde supone para las dogmáticas una concesión al sistema porque sólo aceptamos el fracaso. El anarquismo ha sido, desde antes del “Noi del sucre”, un movimiento caníbal. Pero no es autóctono de nosotras; lo es de toda actividad grupal, sea social o política.

El contacto con la realidad ajena al movimiento también mata, como un ambiente vírico hostil hace con un organismo inmunodeprimido. Llegas a la gente, les ayudas, y esperas que correspondan a tu esfuerzo. La primera decepción, la primera traición, el primer golpe, es como si algo se te derrumbara por dentro. Ya decía Ortega que “el esfuerzo inútil conduce a la melancolía”. Para sobrevivir a este caos ordenado, necesitamos tener certezas, secuencias lógicas a las que aferrarnos. Las anarquistas tenemos las nuestras: “la gente decidiendo por sí misma opta siempre por lo mejor”, “si ayudas te ayudan”, “no habría maldad si el medio fuera el adecuado”, etc. Cuando alguna de estas premisas son destrozadas por la realidad, dentro nuestro se produce un cataclismo que replica durante meses y a veces años. Nuestras convicciones más íntimas son quebrantadas. Después de estas experiencias se entiende el atractivo de la automarginación, la endogamia y el gueto autótrofo. Desgraciadamente ya habrá tiempo de descubrir que entre clones no hay menos desencantos. Aunque se enmascare con un lenguaje teórico sofisticado, se reproducirán exactamente las mismas desilusiones y seguramente también nos tocará a nosotras fallarle a alguien. Pero esta obviedad es algo que se suele aprender demasiado tarde.

La realidad, no obstante, es siempre el muro más alto. Recuerdo pasar meses en una habitación, sin agua, sin luz y sin ventanas. Echarme a dormir en el suelo de hormigón con un grueso abrigo y las manos en los bolsillos para combatir el frío. Hasta entonces nunca pensé que pudiera hacer tanto frío en Canarias. Me levantaba a las 6:00 de la mañana a militar y me acostaba a las 3:00 de la madrugada después de militar. Entre medias trabajaba. Cada semana el esfuerzo me arrebataba unos 3 kilos de peso. La mayoría, como es natural y lógico, claudicó y yo también quería hacerlo, con todas mis ganas, en serio, pero no podía. La “causa” era demasiado grande. Más grande que yo, que me tenía por individualista. Me empezó a dar miedo que nada me hiciera desistir, que estuviera rebasando la línea de la razón para llegar a las fronteras del fanatismo. Pensaba en Chris McCandless, ese chico que lo dejó todo para huir a Alaska, para seguir su propia causa, para poner a prueba sus convicciones, para comprobar si se podía vivir con apenas nada. Pensaba en él, muriendo solo y aislado, en esa vieja guagua abandonada que describe Jon Krakauer en su libro Hacía rutas salvajes. Pensaba en él, hambriento, helado, débil y convulsionante, dejando una nota en la que hacía creer a sus seres queridos que había muerto haciendo lo que quería. Pensaba en esa nota y yo estaba casi seguro de que mentía. Quería ahorrar sufrimiento a quien la leyera, pero en realidad debía tener miedo y estar arrepentido de haber llevado su aventura hasta tan lejos. Creía que mentía, porque eso era lo que sentía yo. Un día, precisamente cuando me di cuenta asustado de que ya no había nada (por humillante, traumático o doloroso que fuera) que me forzara a renunciar, comprendí que todas esas certezas que tenía sobre la vida y la gente en realidad eran absurdas reglas mentales. Comprendí que la vida no tiene sentido, ninguno concreto y predefinido; tiene el que le des a tu propia vida. Comprendí que ayudar a la gente no implicaba reciprocidad, que no existe una justicia universal retributiva. Comprendí que iba a continuar el desafío ajeno a si las demás me correspondían o a la cordura del mundo, porque yo lo había decidido así y no por ninguna compulsión cósmica. Iba a intentar joder el sistema porque no quería someterme a él y porque el resto de personas debía tener la misma oportunidad que yo.

Mentiría si dijera que en mis viajes por la península no he sentido todo el calor, el apoyo y la solidaridad que no se nota cuando piensas que eres un corredor de fondo. Eso me ha reconciliado con el movimiento, pero pienso en todas aquellas que no han tenido la suerte de la repercusión mediática de sus luchas. La gente que curra sin ver nunca los efectos de su trabajo y que coquetean con la idea de desaparecer silenciosamente por la puerta de atrás. Creo que como movimiento estamos en deuda con ellas, y debemos buscar la manera de salir de la inactividad pero sin dejar atrás a nadie, sin aceptar ni una sola víctima por fuego amigo, ni un solo daño colateral, ni una solo compañera caída a la que no le tendamos la mano.

Hoy seguimos caminando por la orilla del Rubicón dudando si cruzarlo. Si en la otra orilla nos esperaran voces amigas, un soporte digno, nos resultaría mucho más fácil decidirnos a atravesarlo. Pero no podemos quemar los puentes a nuestras espaldas si delante no hemos construido antes nada. Lo contrario supone inmolar a toda una generación en el altar de las ideas. El capitalismo no nos puede haber absorbido tanto como para que olvidemos que ningún proyecto o doctrina, por grandes e importantes que sean, valen nada ante la más humilde y sencilla forma de vida.

Ruymán Rodríguez