Mes: julio 2017
¿Por qué fracasan los proyectos revolucionarios? (Debate Ràdio Klara)
La pobreza y el sujeto
La pobreza y el sujeto
Texto aparecido en el número 101 (primavera 2017) de Al Margen
A la hora de generar ideas y narrativa, la historia de la teoría política responde en su gran mayoría a una terrible aporía: el discurso se le ha arrebatado a quienes debían crearlo.
Los hombres como Condorcet1 hablaban de la igualdad de las mujeres, las puritanas blancas como Stowe2 de esclavitud y los aristócratas y burgueses sobre la pobreza. Cuando surge una Wollstonecraft3, contemporánea a Condorcet, su obra se ve eclipsada por lo que otros, que nunca experimentaron la opresión de género, tenían que decir al respecto. Estudios como el de Anténor Firmin4, impugnando las primeras teorías racistas seudocientíficas, serían completamente ignorados, pues se prefería escuchar lo que cualquier blanco tuviera que opinar sobre la igualdad. Sobre la cuestión de la pobreza, pocos proletarios como Proudhon5 llegaron a convertirse en verdaderos referentes ante la constelación de abogados, profesores y nobles que al parecer conocían perfectamente el asunto.
Con el paso del tiempo, cada vez más mujeres y no occidentales han logrado acceder a la pluma y al altavoz, luchando por conquistar cada centímetro que les alejaba de ellos. Sin embargo, para que su discurso sea tenido en cuenta se les ha exigido que este provenga del ambiente universitario y se dote de una sofisticación filosófica propia del estándar académico. Se puede hablar desde la alteridad si tu nómina hace que ya sólo pertenezcas a las clases subalternas en lo teórico. Los pobres, con independencia de los matices, aún no podemos hablar de nada, y menos todavía de nuestra propia pobreza.
Es sobre este último término que me siento realmente autorizado para hablar. A los pobres no sólo se nos ha quitado la voz, la posibilidad de desarrollar un corpus propio sobre la pobreza; se nos ha quitado también la posibilidad de abordar sus causas desde un punto de vista práctico. Puede que se diga que lo primero, el silencio y el vacío ideológico, no es culpa de nadie. Ciertamente poca teoría puede elaborar el que día a día tiene que preocuparse de mantenerse vivo. Pero esto no es del todo cierto. Las ideas que los pobres hemos lanzado sobre la pobreza pueden ser pocas, pero eso no quita que antes de buscar entre esas pocas y juzgar su validez prefiráis por sistema lo que cualquier sesudo profesor tiene que decir al respecto desde su cátedra. Os gusta la filosofía de saldo, pero vendida en esos centros comerciales del saber que son las universidades. Siempre preferiréis el aforismo optimista y ramplón de un Coelho, o un tomo de 500 páginas de algún muerto ilustre de la Escuela de Frankfurt, que el relato cáustico, airado pero honesto de un indigente. Se le pagan 1.500 € a un tipo con secretario y despacho para que dé una conferencia sobre una pobreza que tan sólo con salir de su boca se convierte en ficción. Pesa mucho la invisibilización del Sistema, cierto, pero la elección de escuchar a ese fulano y no a los vecinos que os rodean es exclusivamente vuestra.
Ciertamente no todas las ideas, porque surjan del sector oprimido, se convierten en lúcidas. Las ideas de una mujer maltratada, por ser mujer y haber sufrido, no tienen por qué ser en absoluto emancipatorias; pero escuchándolas, acercándonos a ellas, atendiendo su razonamiento, puede que comprendamos su situación, su experiencia, la percepción más importante de su tragedia. En vez de eso preferimos oír lo que nos dicen las instituciones, el Sistema o incluso el maltratador. Por eso somos insensibles a gran parte del sufrimiento: porque quienes lo sufren no son el sujeto, el protagonista de su propia historia; son el objeto, un elemento subordinado a nuestras teorías, a las que debe ceñirse como un cuerpo mutilado al lecho de Procusto.
Sin embargo, este problema es inminentemente práctico. Es preocupante que seamos comparsas en lo teórico, pero es inadmisible que lo seamos en las soluciones prácticas. La mejor solución para la pobreza la deciden los partidos desde los gabinetes y parlamentos, los economistas desde sus aulas o los autores de libros desde el Fnac o algún antro similar. A los pobres se les pregunta de forma plebiscitaria, como a la turba sobre Barrabás, esperando vítores y un asentimiento masivo y no una crítica fría y razonada. Es lo que pasa cuando se habla sobre dación en pago, renta básica y cuestiones similares.
Advierto que no encarnaré yo al anarquista “anti todo” tan fácil de caricaturizar. No seré el que enarbole el “cuanto peor, mejor”, ni el que llame a cualquier balón de oxígeno “migajas”. Puedo discrepar perfectamente con Albert Libertad cuando al preguntarle por las 8 horas máximas de trabajo decía que lo necesario era “la jornada de 18 horas, para exasperar por fin a los obreros y que se rebelen”6. Puedo hacerlo porque si bien es cierto que la conquista de las 8 horas no ha conseguido quebrar en absoluto el modelo de explotación del trabajo asalariado, también es cierto que nada nos asegura que cuanto peores sean objetivamente las condiciones económicas y sociales más posibilidades hay de revolución (de lo contrario en Canarias, sin ir más lejos, ya hubiéramos vivido unas cuantas)7. Por otra parte, el que crea que trabajando 18 horas aproximará el clímax de hartazgo que nos traerá la revolución puede empezar; seguro que la CEOE se lo agradecerá.
Yo entiendo, con respecto a la dación o la renta básica, que lo que prima, sin filosofías ni rollos trascendentes, es lo inmediato, sea desprenderse de una deuda o llenar la barriga. No habrá una persona sin recursos a la que se si se le plantea cancelar una hipoteca u obtener un subsidio no aplauda la medida y la interprete como una verdadera solución. El problema de fondo es otro. En estos años militando en vivienda hemos visto la trampa que se esconde detrás de la dación en pago vendida como una panacea. Cuando nos hemos visto obligados a negociar alguna siempre lo hemos lamentado, y los afectados lo han acabado haciendo también a la larga. La cuestión no es sólo el impuesto de plusvalía (que cobran los ayuntamientos al entender que la casa entregada al banco ha sido revendida) y la nueva deuda que conlleva (cuando es inferior a 5000 € sale más caro pleitearlo que pagarlo), si no que se renuncia a la casa voluntariamente, por petición propia, sin pelearla. Un alquiler social, cuando se disponen de ingresos 0, y no se tienen recursos suficientes como para que te lo concedan, es una pobre compensación. Como lo es descargar la “culpable conciencia del moroso”, al carecer de deuda, al mismo tiempo que también los huesos se descargan de cobijo al carecer de techo. Al final, es una medida que sólo es funcional si la casa entregada no era la única vivienda de la que disponía el afectado o si tiene ingresos suficientes como para que le concedan una ayuda municipal al alquiler o el mencionado alquiler social.
Con la renta básica pasa algo similar. La mayoría de gente con la que colaboramos en la FAGC y en el Sindicato de Inquilinos, recurren a uno u otro organismo porque precisamente disponiendo de un subsidio de 426 € (una posible renta básica en el Estado español presumiblemente rondaría los 350 ó 400 €) se ven incapacitados para comer y hacer frente a un alquiler. Mientras la carestía de los bienes más básicos siga subiendo, poco importará que tengamos garantizada una paga si esta es incompatible con el llamado nivel de vida. Podemos cambiarle el nombre, que deje de ser subsidio de desempleo, pensión no contributiva, renta de inserción activa o prestación canaria de inserción, dependiendo de cada caso; al final el subsidio será lo mismo, con otra duración, y con la misma insuficiencia material. Lo que cambiará será el efecto psicológico. Tal y como los llamados “ayuntamientos del cambio” y la proliferación de las daciones nos ha introducido en una alucinación colectiva con “ciudades libres de desahucios”, sin que estos hayan dejado de producirse; la renta básica nos hará creer que la pobreza ha desaparecido, hinchará el discurso de criminalización de la derecha mediática y cultural sobre el “parasitismo” y la “sopa boba”, hará más cómodo el arte de gobernar para unos y otros, y conseguirá que los pobres, con una sonrisa en los labios, se las vean tan jodidas como siempre para poner un plato en la mesa, pagar el alquiler y costear agua y luz. El estándar de pobreza será el mismo, pero ya no podremos articular, ni siquiera en nuestra mente, la protesta.
Durante mi militancia me he dado cuenta de que la pobreza no se combate generalizando este estándar; se hace tomando de donde hay riqueza y rebajando el coste del propio consumo. Y esto sólo se consigue con soluciones prácticas que emergen desde abajo. Cualquier medida que venga de arriba, por muy idílica que parezca sobre el papel, sólo buscará una cosa: seguir garantizando la dependencia de las personas sin recursos al Estado, someterlas al paternalismo institucional, para facilitar la gobernabilidad dentro de un enclave de producción capitalista. Desde arriba no podemos contar con una amnistía hipotecaria ni arrendataria que cancele nuestras deudas de vivienda, ni tampoco con un renta básica que sea compatible con unas condiciones de vida dignas; nos toca hurgar en otras soluciones y practicar la autogestión.
Si los embargados fueran capaces de tejer una red de asistencia mutua, donde cada uno de ellos cediera su vivienda, antes de producirse el desahucio, a una nueva familia, ocupando los primeros a su vez la de otra en proceso de embargo, y obligaran con ello a cursar nuevas órdenes de lanzamiento, quizás podríamos empezar a construir algo. Cierto que tarde o temprano reformarían sus leyes o buscarían formas compulsivas de impedir este procedimiento, pero mientras habríamos ejercitado el nervio revolucionario y nos estaríamos preparando para nuevos asaltos. Si fuéramos capaces de rescatar la táctica del control obrero y llevarla al inquilinato, contactar con técnicos (arquitectos, electricistas, etc.), capaces de elaborarnos un informe detectando los fallos del edificio donde vivimos, analizando la potabilidad del agua, las condiciones del tendido eléctrico, etc., y presentáramos dicho informe al arrendador (sea particular o una entidad) planteándole por un lado nuestras demandas (paralización de desahucios, rebaja al 50% del alquiler) y por el otro la posibilidad de denuncia pública, administrativa o jurídica, quizás los inmuebles podrían aspirar a un transito hacía la autogestión. Si los vecinos se organizaran para controlar todas las viviendas públicas vacías o en manos de los bancos de todo un barrio, y se decidieran a gestionarlas por sí mismos sin delegaciones, podríamos dar ese transito por realizado de facto.
Desde fuera se puede pensar que ninguna de estas medidas es económica como la renta básica, pero cuando se socializa vivienda y suministro eléctrico y acuífero y el coste de esos tres elementos es 0, cualquier ingreso, sea el de un trabajo en precario, el de un subsidio o el de la llamada renta básica, se puede gastar íntegramente en consumo. Por otro lado no hablamos solo de socializar inmuebles y suministros, sino de hacer lo mismo con tierras incultivas y a su vez crear redes de intercambio gratuito de abrigos y enseres.
Puede que todo esto suene muy lejano, pero ya lo estamos practicando a nuestra escala en algunos puntos de Gran Canaria, es algo que se está construyendo directamente de abajo y que está solucionando la vida de los implicados. Podemos mirar a las alturas, ver cómo decretan los ricos la mejor forma de solucionar nuestros problemas de pobreza y esperar en definitiva a que nos caiga el maná del cielo. Yo, como pobre confeso, prefiero coger la herramienta y empezar a excavar, a penetrar en lo hondo, hasta dar con los cimientos de este jodido Sistema y reventarlos.
Ruymán Rodríguez
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1 Ilustrado francés autor de Bosquejo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1794).
2 Abolicionista norteamericana y autora de La cabaña del tío Tom (1851).
3 Pionera feminista inglesa y autora de Vindicación de los derechos de la mujer (1792).
4 Antropólogo haitiano autor de De la igualdad de las razas humanas (1885).
5 Socialista francés, precursor del anarquismo y autor de ¿Qué es la propiedad? (1840).
6 Citado por Bernard Thomas en La Belle Époque de la Banda Bonnot, 1989.
7 Por ejemplo, cuando según Save The Childrens alcanzamos el primer puesto del Estado en pobreza infantil: http://cadenaser.com/emisora/2015/03/24/radio_club_tenerife/1427215302_416617.html
Charla en Pedrera
Ser Anarquista
Desde que era muy joven y empecé a contactar con otras anarquistas ajenas a mi círculo siempre me sorprendió la forma de abordar lo que podríamos llamar la “identidad anarquista”. Sí, ciertamente se entiende como una identidad, cultural, filosófica, política, social. Siempre me decían, con un aire de solemnidad y mirando al horizonte con los ojos brillantes: “¿yo anarquista? Algún día me gustaría serlo. Estoy en ello”. O también: “¿anarquista? Esa palabra es demasiado grande para mí. Es un proceso, lo intento”. Faltaba música de violín de fondo y un manto de nieve que casi nunca cae en Canarias. Yo, a pesar de ser muy inexperto y tener la cabeza repleta de lecturas, no sabía muy bien si creérmelo.
Con el paso del tiempo no he visto que se rebaje este discurso. Convertirse en anarquista es entendido por algunas como una prueba iniciática: de capullo a ser superior. Es un proceso de años que requiere lecturas, formación, aprender códigos y mil requisitos formales. Es casi como una oposición. Opositar para anarquista, qué gran labor.
Todos habremos oído aquello de que se es anarquista 24 horas al día y cosas similares. Decía Victor Serge en sus memorias: “El anarquismo nos poseía enteros porque nos pedía todo, nos ofrecía todo. No había un rincón de la vida que no iluminase, por lo menos así nos parecía. Podía uno ser católico, protestante, liberal, radical, socialista, sindicalista incluso, sin cambiar nada en su vida, en la vida por consiguiente”.
Yo también he dicho cosas similares, y aún me parecen ciertas. Pero no veo lo de ser anarquista a jornada completa como una condena, un acto de constricción que debe respetarse durmiendo y en el cuarto de baño. En parte es una actitud, una forma de relacionarte con los demás y entender la vida, y también una propuesta empírica que busca cohesión entre ideas y hechos, y esto difícilmente implica parcialidad. No podemos ser diabéticas doce horas al día, aunque reconozco que es muy ventajista compararlo con una dolencia del páncreas. Decía Paul Válery que “toda persona lleva en sí un dictador y un anarquista”. Digamos que llamamos anarquista a la persona cuya segunda faceta se manifiesta más y que con mayor fuerza combate la primera.
Dicho esto, y admitiendo que la anarquista busca la coherencia, ¿con respecto a qué la busca? A veces me parece que se busca la coherencia entre las ideas que se tiene y las que se quieren tener. Las ideas pueden ser fáciles de adquirir, pero sobre todo son fáciles de aparentar. Nuestra búsqueda de la coherencia no es, generalmente, entre ideas y actos, que sería lo lógico, sino puramente formal. De ahí que le demos tanta importancia a los que decimos y también a lo que decimos pensar, y tan poca a lo que hacemos.
De todo esto vienen lo que yo llamo “la búsqueda de los grados de perfección moral”. Nos preocupa esa parte de ser anarquista interna y, paradógicamente, extremadamente exhibicionista. Queremos tener un lenguaje aparentemente anarquista, unos hábitos personales supuestamente anarquistas, pero no hay un mínimo esfuerzo por hacer nada práctico anarquista. El anarquismo se convierte así en una religión o filosofía transcendentalista, donde se van alcanzando distintos rangos de iluminación o sabiduría hasta llegar al Nirvana o algún estado de consciencia superior. Como si fuéramos monjes budistas o místicos cristianos. En la FAGC ya es común bromear sobre los “grados de perfección anarquistas” que hemos alcanzado: el grado 9 es el que alcanza la anarquista cuando es capaz de no emitir sombra, y el grado 10, el máximo conocido, cuando puede hacer la fotosíntesis.
El anarquismo así entendido, como una meta inalcanzable que implica martirización, como un club exclusivo y elitista que exige para entrar un examen de acceso, no me interesa. Sí, debemos ser coherentes, pero la coherencia exige correlación entre lo que decimos y hacemos, y eso quizás implique empezar a decir cosas realistas. Una tortuga que afirmara que no puede volar estaría siendo tan honesta como coherente. Coherencia es reconocer las propias contradicciones, y también los propios límites. Lo coherente es asumir que la vida misma, la que nos rodea, nos impide si queremos conservarla, hacer todo lo que nos gustaría. La coherencia es intentar cambiar eso, pero admitiendo sus dificultades y también los fracasos personales y colectivos. Coherencia no es dejar de respirar para no incumplir ni una coma de un dogma; coherencia es mantenerse vivas para poder aspirar a cambiar lo que no nos gusta. Reconocer que es imposible ser perfectas, que es imposible volar, como reconoce la tortuga, es coherente. La coherencia es conflicto y búsqueda, no perfección y esnobismo.
Por otro lado, podemos aparentar toda la coherencia que queramos en el continente, pero la coherencia implica contenido. Ser anarquista se ha convertido en una cuestión de forma más que de fondo, de respetar códigos culturales superficiales omitiendo lo que se hace en la práctica y cuando se acaba la asamblea. En ese aspecto, he conocido más anarquismo fuera de los círculos anarquistas que dentro. Podemos esforzarnos mucho, por ejemplo, en usar un lenguaje no sexista, como yo en este artículo, y formalmente aparentar oposición al heteropatriarcado. He conocido hombres muy rigurosos con el lenguaje, escrupulosos en su discurso, que afirmaban haber leído cada libro sobre feminismo que llegó a su manos y estar al tanto de “lo último”. Tíos que asisten a talleres o que incluso, sin sonrojo alguno, los imparten. Autotitulados “aliados” que, cuando el foco se apaga, en el trato con sus compañeras, eran verticales, despóticos y tiránicos, y también clasistas y autoritarios cuando interactuaban con las mujeres del barrio a las que miraban por encima del hombro. Sujetos formalmente contrarios a la opresión de género que sentían la más viva aversión por “chonis” y gitanas, y que hacían de cualquier mujer que se les acercara un cliché a cosificar. Y he conocido también mujeres que reprendían a sus compañeras si no se sometían a estos “machos alfa” y los escuchaban atentas hablar de Beauvoir, Preciado, los micromachismos o la oposición al amor romántico.
Por otro lado he conocido hombres que no conocen el nombre de ninguna autora feminista, que afirman no haberse podido acabar nunca un libro entero, que no usan lenguaje no sexista, que no conocen ningún término sofisticado sobre la decostrucción de los roles de género y que no saben lo que significa heteropatriarcado sólo con oírlo. Y sin embargo, esos mismos hombres, sin formación académica ninguna, no tratan a su iguales como inferiores o subalternas; no aíslan a sus compañeras de las conversaciones, ni las apartan de las tomas de decisiones; no creen que deban iluminarlas o guiarlas; las escuchan atentamente en las asambleas y las reconocen como referentes cuando su trabajo y su ejemplo les sirve de inspiración. No podrán elaborar un sesudo discurso sobre la opresión de géneros, pero jamás aprovecharán la coartada de un supuesto “espacio seguro” para agredir a una compañera. Las vecinas, mis compañeras más cercanas, prefieren militar con los segundos.
Lo dicho se puede aplicar a todas las manifestaciones anarquistas. Centramos todo el peso en el discurso, pero lo verdaderamente importante es lo que hacemos. Son nuestros actos los que tienen que hablar por nosotras y definir lo que somos. No existe coherencia posible si no tenemos una actividad real que se pueda confortar con nuestras ideas. Ser anarquista, entendido como un proceso meramente filosófico, teórico, como la adquisición de un estatus intelectual que nos separe de la plebe, es algo que me asquea y no me interesa en absoluto. Considerarse anarquista con la idea de distinguirse del resto y poder echarles una mirada de desprecio desde una pretendida superioridad moral, es simple y desnuda aristocracia. De ahí vienen los sermones y la agobiante insistencia de convertir a los infieles. Es la evangelización ácrata.
Mi anarquismo es otra cosa. Mi anarquismo no sirve para separarme de los demás sino para acercarme a ellos. Sirve para entender las contradicciones ajenas y ver cuánto de ellas hay en mí. Sirve para acostumbrarme a no exigirle nada a los demás por encima de lo que me exijo a mí mismo. Yo no quiero que ser anarquista sea una cosa difícil y tortuosa, sino algo fácil, asequible, al alcance de todo el mundo. Yo refuto a Armand cuando decía que “el anarquismo no es para los ineptos al esfuerzo”. Me niego a eso. Yo no quiero un anarquismo para atletas intelectuales, para campeonas del pensamiento abstracto y übermensch salidos de algún documental de Riefenstahl. Yo quiero un anarquismo que precisamente pueda ser patrimonio de los que hasta ahora han sido marginados de las cumbres de cerebros, los comités de sabios, las aulas y las academias. Quiero que los que somos tildados de tullidos, físicos o mentales, podamos hacer nuestro el anarquismo y escupirlo a la cara de los que lo relegan a universidades, salones, colectivos de convencidas y grupos de estudio. Quiero que ese anarquismo cotidiano, que se teje en muchas de nuestras relaciones, en nuestras asambleas de vecinos, en nuestras ollas comunes, en nuestras huertas, en nuestros piquetes, en nuestras enfrentamientos en el barrio, acabe aceptándose como una forma rápida y eficiente de convertirse en anarquista sin necesidad de darse ese nombre, de asumir ningún folclore, ni de compartir ningún fetichismo hacia banderas, símbolos y siglas.
Quiero que ser anarquista sea algo cercano, accesible y asequible, que las anarquistas sean definidas por su actividad y no solamente por las ideas que dicen defender. Quiero que ese anarquismo intuitivo, sin nombre y sin sello, pueda ser reconocido como una manifestación anarquista de primer orden. Que se entienda que una teoría anarquista ajena a la práctica y a la realidad es como una pieza refinada de cristal, pura y sin macula, brillante, pero tremendamente frágil y quebradiza. Mientras que el anarquismo de barrio, de calle, basado en la experimentación y la práctica, el anarquismo que yo defiendo, es más bien como una roca sin tratar, con tierra y llena de golpes, pero tremendamente sólida y pulida por el uso. Quiero en definitiva que el anarquismo deje de estar enmarcado en los despachos de las profesoras, que lo saquemos de las vitrinas y lo compartamos con la gente, que sea como un papel pequeñito que la gente pueda llevar consigo todo el día en el bolsillo, lleno de pliegues de todas las veces que lo doblan y desdoblan, sucio y desgastado de tanto uso.
¿Y si esto nunca llega a ser aceptado por las anarquistas oficiales? Pues muy bien. Otro anarquismo, sin complejos ni pruritos intelectuales, a golpe de adoquín y de curro en la calle, acabará tomando posiciones y adelantándolos por su izquierda. Los cambios profundos no aguardan el consenso.
Ruymán Rodríguez
Aparceros del conde en el siglo XX; desahuciados por el conde en el XXI
Fuente: Canarias Ahora (El Diario)