Mimi y el mar

Mimi tiene 9 años y hace unos meses llegó a Gran Canaria. No llegó en avión. No es una turista. Mimi nació en Guinea-Conakry (República de Guinea) y embarcó en la costa africana en un destartalado cayuco en el que se amontonaban otras 100 personas.

Pasó varias semanas en alta mar. El agua y la comida se acabaron demasiado pronto. A la semana ya había gente que estaba empezando a beber agua del mar. Mimi también bebió, para probarla. Su madre le había dicho que nunca bebiera agua del mar, pero su madre llevaba dos días sin hablar y sin reaccionar. Llevaba así desde que su hermana murió y tuvo que aceptar que la tiraran al océano. Mimi aún hoy no es muy consciente de que su tía esté muerta. Pero recuerda cómo cayó su cuerpo al mar, el ruido que hizo al contacto con el agua y como su chaqueta negra se iba alejando poco a poco. Dos días después todavía creía verla en el horizonte. Lo mismo pasó con otras 5 ó 6 personas, no recuerda. Nos dice, en francés, que “se fueron nadando”.

Mimi se pasó días sentada en la misma posición, acurrucada contra su madre y pegada a la madera de la embarcación. Las piernas se le empezaron a hinchar y comenzaron a salirle, de la fricción, unas heridas muy feas en las pantorrillas. Notaba que iba a peor porque le costaba mucho sentarse por la cubierta cuando tenía que hacer sus necesidades. Le daba miedo quedarse dormida y que alguna parte de su cuerpo rozara el agua. Un señor se quedó dormido con la mano colgando por la borda y cuando despertó los peces le habían mordisqueado las yemas de los dedos. Pero lo que más le preocupaba a Mimi no eran los animales, tampoco el frío, ni las quemaduras del sol, ni los vómitos cuando el mar se movía mucho, ni sus heridas inflamadas, ni la falta de agua y comida, ni no poder moverse, ni siquiera la gente que se iba “nadando”; lo que más miedo le daba a Mimi era el mar por la noche.

El océano por la noche es un inmenso abismo. Es la nada más absoluta, helada, profunda. Los que tenían móviles no querían encenderlos, para ahorrar batería y para que no les vieran otras embarcaciones a lo lejos. Mimi lloraba hasta que conseguía que alguien encendiera uno. Sólo necesitaba un poquito de luz, unos segundos, para poder quedarse dormida. A Mimi no le gusta el océano de noche porque piensa que “ella no está”, que no existe, y que todos –ella, su mamá, la embarcación– pueden desaparecer en cualquier momento y nadie se daría cuenta ni haría nada.

Mimi lleva meses en tierra. “Los malos” no la pillaron. Preferimos no decir cómo ella y su madre contactaron con la FAGC. En este Estado ayudar es un delito penado con cárcel. Ahora Mimi duerme en una cama de verdad, tiene ropa limpia, sus heridas ya se han curado y ha empezado a comer con ganas. Su madre ha mejorado en las últimas semanas y empieza a hablar de lo ocurrido. Se arrepiente de haber iniciado este viaje. No era como les contaron. Pensaban que la travesía por mar no sería tan dura. No entiende por qué el gobierno de Guinea y el de España no les dejan viajar en avión, con un billete, como a las “personas normales”. Ella sólo quería llegar a Europa para ir a Bélgica, donde vive su hermano mayor. Allí le darían trabajo como limpiadora, podría reunir dinero para alquilar una habitación y Mimi tendría más oportunidades. En la República de Guinea no hay oportunidades, nos dice. Es un país rico, sobre todo en minerales, pero todo el oro, el aluminio, los diamantes, se lo llevan las potencias extranjeras. No hay ninguna inversión en Sanidad o Educación. Las epidemias cíclicas, mucho peores que cualquier Covid, matan a muchos niños. Sólo 3 de cada 10 personas saben leer y escribir. La agricultura, de la que viven muchos guineanos, se muere. Muchas zonas de cultivo han sido destruidas y sustituidas por canteras y minas. Hace menos de 10 años los militares intentaron un golpe de Estado. “¿Se puede vivir así?”, nos pregunta. ¿Alguien se atreve a contestarle?

Como muchas de las 200 personas con las que colaboramos y que han conseguido llegar vivas a Gran Canaria, Mimi reserva unos pocos minutos al día para mirar por la ventana y contemplar, absorta, el mar. El reflejo infantil de su rostro no disimula la humedad de sus ojos, profundos e inabarcables. En 9 años ha vivido concentradas varias vidas adultas y, hasta ahora, ninguna buena.

Rotos, sólo nos queda contener el llanto, seguir ayudando a nuestra gente y seguir maldiciendo a todos los Estados, a todos los imperios y a esta hipócrita “civilización”.

FAGC