Anarquismo e independentismo. Una mirada personal de los 90’s hasta hoy.

A petición nuestra, la compañera @cuadrosyrayas ha sido tan amable de ampliar una reflexión que nos compartió después leer “Catalunya y las anarquistas”. Es un documento interesante porque está escrito desde dentro, desde la propia Catalunya, sin sectarismos ni dogmas, y con una visión que seguro representa a un importante sector de la juventud catalana. La cuestión no es coincidir o no con la tesis, sino contemplar sus vivencias y reflexiones y comprender por qué el conflicto catalán, para muchos de sus actores anónimos, esos que no firman columnas ni dan discursos, ha llegado al punto en el que está.

Escribo este (mini) texto después de leer el texto “Catalunya y las anarquistas” y reflexionar sobre él.

Me crie en Barcelona a finales de los noventa, casi siempre en ambientes anarquistas, CSOs, ateneos populares y casas okupas. En uno de los ateneos compartían espacio los anarquistas y los independentistas. Es importante recordar que entonces el independentismo era igual de minoritario. Un día apareció una enorme estelada en la persiana del local, recuerdo a mi madre cabreadísima y, al preguntarle, decirme que no todos los del ateneo eran independentistas, aquel día empecé a conocer la rivalidad entre un movimiento y otro. A pesar de todo, el once de setiembre íbamos a la mani, por aquel entonces eran cuatro gatos. Ahí viví mi primera carga policial con ocho o nueve años. Nadie la esperaba, fue terrible, recuerdo a mi madre corriendo desesperada con mi hermana de un año en brazos y su amigo corriendo conmigo. Si no me equivoco era época de CiU, justo antes del tripartit.

A los doce años colgué la estelada en mi habitación y mi vecino me dijo que tendría que ir a la asamblea a dar explicaciones, que en esa casa no podía haber esteladas (por si a alguien le interesa, la estelada se quedó allí un par de años). El pique entre independentistas y anarquistas era evidente, pero si desalojaban una casa donde había indepes, las anarcas iban a okuparla de nuevo y viceversa. Todo esto cambió cuando el independentismo empezó a crecer. De repente, los que mandaban a la BRIMO a las manis antifascistas eran los mismos que encabezaban el once de septiembre. Las relaciones fueron a peor y los movimientos se fueron distanciando ya que, mientras unos iban dejando de lado aquello de “Independència i socialisme!”, los otros empezaban a equiparar todo el independentismo con Convergència.

Entonces llegó el uno de octubre, fue un día histórico, todos protegimos los colegios. Recuerdo a mi vecino diciendo “yo no voy a votar, pero lo que falta ahora es que las vecinas quieran hacerlo y nos les dejen”. A partir de aquel día el movimiento independentista no supo mantener a esta gente, que, si ya tenía reticencias de antes por no querer un nuevo estado burocrático y centralizado (poco se habla de lo centralizada que está Cataluña), se apartó de nuevo al ver que la cosa iba de colgar lacitos y de defender a la clase política. Desde entonces la cosa solo ha ido a peor. Los políticos, como no podía ser de otra forma, se han asegurado de mantener su poltrona y han dejado de lado a los dos millones de personas que les hicieron confianza, y el anarquismo, en vez de aprovechar el descontento con la clase política, ha entonado el “ya os lo dije”.

Ahora estamos en un punto en que el movimiento independentista ha quedado en standby y va perdiendo adeptos por el camino, no hay iniciativa para realizar acciones útiles, y al mismo tiempo no hay un objetivo para llevarlas a cabo, además, tiene un grave problema de credulidad, la gente no quiere sentirse engañada y te dice “deixeu-los fer, feu confiança”. La distancia entre ambos movimientos es tan grande que resulta difícil imaginar un futuro en el que luchen por un mismo objetivo, pero, por el contrario, van codo con codo para evitar que talen la pineda de Castelldefels, para parar un desahucio o para manifestarse contra el turismo. Aun así, y ya para acabar, es evidente que los neonazis vuelven a andar a sus anchas por Barcelona, y es evidente que van a por los que llevan lacito, por lo tanto, las anarquistas tienen la responsabilidad de ayudar en todo lo que sea posible cuando se trata de autodefensa, ellas llevan muchos más años encarándose a los fascistas y se las necesita. Una vez las “tietes” y las anarquistas se conozcan y luchen juntas, como ya empiezan a hacer por ciertas causas, será mucho más fácil enfocar el movimiento hacia algo realmente transformador, ya que nunca debemos perder de vista que la mayoría de gente que defiende la independencia lo hace en pos de un cambio hacia una vida mejor y más justa.

Cuadros y Rayas

Los riesgos de la militancia

Por Ruymán Rodríguez. Aparecido originalmente en Solidaridad Obrera

Pequeña advertencia: si se quiere leer el artículo conservando su unidad narrativa recomiendo leer las notas al pie una vez concluida la lectura. Puede que parezca que un texto de estas características no requiere tal cantidad de notas, pero más allá de dar a conocer algunos nombres y circunstancias que muchas podemos ignorar, considero que si hablamos de los “riesgos de la militancia” es necesario trazar una línea temporal y demostrar que la militancia, desgraciadamente, siempre ha conllevado una importante porción de peligro: para la salud física y mental y para la propia vida. Averiguar qué porción de peligro es tolerable es algo que requiere una respuesta honesta por parte de todas. Y debemos dilucidarlo más temprano que tarde.

 

“Ofreced flores a los rebeldes caídos
con la mirada puesta hacia la aurora,
y al valiente que lucha y labora,
y a los proféticos poetas que mueren”
(Pietro Gori, Himno del 1º de Mayo, finales del s.XIX).

Cuando hablamos de los riesgos de la militancia todas entendemos que hablamos de represión, multas, juicios y encarcelamiento, pues este, desde luego, es su aspecto más conocido y evidente. Hasta hace bien poco también hemos incluido en el paquete las consecuencias psicológicas y anímicas: la depresión, el aislamiento, la carencia de cuidados. Pero yo mismo, hasta hace pocos meses, había ignorado por completo las consecuencias de la militancia en la salud física.

Desde muy joven había leído cómo Tomás González Morago1 había muerto en la cárcel después de haber contraído cólera y cómo el cuerpo de Bakunin2, aquejado de escorbuto, se había deformado a causa de sus años de encarcelamiento. Conocía igualmente el terrible estado en el que quedaron la mayoría de detenidos en el proceso de Montjuïc3, los problemas de salud que desarrolló Fermín Salvochea4 también a causa del encierro y la ceguera que terminó padeciendo Ricardo Flores Magón5 por la misma causa. Pero todo estaba relacionado con el encarcelamiento y la tortura. Partiendo de las heridas de guerra que sufrían los ilegalistas en sus escaramuzas con la policía y también de las secuelas que provocaban los atentados del terrorismo empresarial y parapolicial (el cenetista Ángel Pestaña las arrastró hasta su muerte6), uno siempre piensa que nos jugamos la salud sólo en acontecimientos espectaculares. No se nos escapa que si nuestra actividad molesta a organismos demasiado poderosos nos pueden “desaparecer”, como ha pasado desde la época de Camillo Berneri7 o la de Giuseppe Pinelli8 hasta la trágica muerte de Santiago Maldonado9. Sabemos que en determinadas manifestaciones también se puede poner en riesgo nuestra integridad por culpa de la violencia policial o incluso militar, como lo demostraban las manifestaciones de 1º de Mayo a finales de siglo XIX y principios de siglo XX10, como ocurrió en la contracumbre de 2001 en Génova donde los carabineros asesinaron a Carlo Giuliani11 o cómo ha pasado con las heridas y mutilaciones sufridas por algunos manifestantes en las protestas surgidas en los últimos 10 años en el Estado español, sobre todo a raíz del 15M12. Pero todo en general está relacionado con la capacidad que tiene la maquinaria del Estado para aplastarnos. Son agresiones evidentes, en acontecimientos visibles y que desgraciadamente se han asimilado como una consecuencia posible de la protesta pública.

Lo que nunca pensé es que la actividad militante cotidiana, lejos de acontecimientos y eventos llamativos, dedicada a una labor rutinaria, discreta, pudiera poner en riesgo la salud del militante. No estaba preparado para ello y es tristemente una lección que he aprendido, como casi todo lo que he aprendido en esta vida, demasiado tarde.

Abrimos la primera vivienda abandonada cuando éramos adolescentes. Siempre que he participado en una expropiación de inmuebles ha sido respondiendo a lo que se conoce como “okupación famélica”. Cada vez que el inmueble que hemos socializado no se ha destinado posteriormente –por decisión de los habitantes– a servir de vivienda para cubrir necesidades reales, o a actividades sociales en el barrio, me he sentido decepcionado. Respeto a quienes prefieren okupar por otras motivaciones, pero esa, con una coyuntura laboral y social como la canaria, no es mi guerra. La urgencia de estas “okupaciones famélicas”, realizadas primero de forma esporádica e informal y más adelante de forma organizada y sistemática, nos obligaba a veces a meternos en los peores sitios posibles. Aunque luego fueran descartados, inicialmente no podíamos rechazar ningún inmueble que reuniera los requisitos mínimos: propiedad bancaria o estatal, abandono y posibilidad de rehabilitación. Eso nos llevó a algunas de nosotras a meter la nariz en inmuebles muy poco recomendables.

En Canarias una tendencia de la “okupación lúdica” es tomar posesión de aquellos inmuebles que están cerca de la playa o el centro. Nosotros, con una motivación muy distinta, okupabamos en barrios obreros del interior, en el campo, en zonas deprimidas donde suele ser obligatorio tejer complicidades con los vecinos (no siempre fue posible). Las precauciones tomadas a la hora de abrir una puerta se han ido incrementando según la hemos ido cagando, pero inicialmente entrabamos a tumba abierta. Aspirábamos mohos y polvo acumulado de décadas sin pensar en colocarnos siquiera una barata mascarilla de papel. Retirábamos planchas de uralita con una sonrisa estúpida en la cara. Cargábamos toneladas de escombros y chatarra pensando que éramos jóvenes y eternos. Llegábamos a casa, nos duchábamos y no nos alarmaba que durante tres días los clínex salieran negros después de sonarnos. Así durante casi 20 años. Cuando surgió la primera tos con sangre fue cuando entendimos todos los irreparables errores que habíamos cometido.

La mayoría entró y salió de la militancia durante períodos más o menos largos. Eso les salvó de no experimentar consecuencias más graves. Pero los inconscientes que no supimos parar, tomar aire, recuperarnos, hoy nos damos cuenta de algo que entonces se nos escapaba completamente: la militancia cotidiana, lejos de la represión y la violencia, también puede poner en riesgo nuestra vida.

Un día te das cuenta de que te asfixias hasta con los esfuerzos más leves. Te cuesta horrores levantarte de la cama. Cada esfuerzo en el trabajo te produce mareos y accesos de tos. La tensión arterial se descompensa. Una mañana meas sangre y entonces decides ir al médico. Cuando el doctor te pregunta si eres fumador habitual, si has trabajado en la minería, fábricas con agentes tóxicos o similares y tú le contestas que nunca has fumado pero que llevas unos 20 años habilitando casas abandonadas, la cara del galeno te basta como explicación. Después llegan los neumólogos y demás especialistas, mil pruebas y dudas. Y entonces la enfermedad te saca a la fuerza de la vida activa, de la militancia, del trabajo, y ya no vuelves a sentirte joven.

Se lo niegas a los demás, pero estás tan metido en la militancia que en ese momento, en el que tu salud se está rompiendo como un cascarón, lo que más te preocupa es fallarle a esas personas cuyo desahucio estabas intentando parar, a aquella comunidad ocupada a la que ayudabas en sus primeros pasos por la autogestión, a aquella otra familia que había solicitado realojo. Después, porque ser pobre no implica ser bondadoso, hay quien te reprocha no estar al pie del cañón aunque te estés deshaciendo, no estar sacando más escombros aunque se te vayan los pulmones por la boca, no morir en la trinchera. Cuando notas esa falta de sensibilidad y empatía se te pasa la obsesión por la militancia. Lo cual es muy sano.

Pero hasta llegar a esa conclusión pasas por una etapa en la que asumes las demandas de las demás y las conviertes en autoexigencia. Todas conocemos los peligros de ser la cara visible de un colectivo o movimiento: liderazgos, estrellismos, culto a la personalidad, endiosamiento… Pero casi nada sabemos de lo que pasa cuando detrás de los rostros que hilvanan el discurso colectivo se esconde también la obligación no deseada de soportar el mayor peso de la actividad militante. Cuando la persona que creemos “líder” es en realidad una explotada, por otras y por sí misma, el personaje que nos hemos inventado sepulta a la persona. Es un nombre y un bagaje; su cuerpo y su sensibilidad poco nos importan. Él o ella podrán con todo, como siempre. Romperse no es una opción. ¿Y si nos equivocamos? No importa porque hemos deshumanizado al militante y eso allana mucho el camino. Es un objeto, una máquina, un medio y no un fin en sí mismo. Se buscan repuestos en el taller, o se mandan a pedir a Alemania, como con los coches, y el engranaje sigue girando. A eso hemos llegado en determinados ambientes militantes.

Veteranos y recién llegados se contagian de la misma dinámica. Pero hay excepciones. Si bien la gente que recurre a los colectivos sociales como si se trataran de los Servicios Sociales de un ayuntamiento no admiten la enfermedad del militante, al que tienen por un funcionario no remunerado, hay personas que poco o muy poco se han vinculado con los movimientos políticos y que sin embargo están dispuestas a sangrar contigo. Quizás sólo las has asesorado una vez puntual y ese consejo ya les vale para preocuparse por ti y tus costuras. Quizás sólo han colaborado contigo en detener un único desahucio, pero aún ven la vida con lentes limpias y creen que eso del apoyo mutuo es mucho más que marketing anarquista. Otros, insensibilizados por el tiempo, ideologizados y perfectamente formados, se han acostumbrado a mirar tus cicatrices y ya no se sobresaltan si aparecen otras nuevas, por graves que sean.

Pero la falta de gratitud, sensibilidad, compasión o compañerismo es algo a lo que tristemente te acostumbras. De pequeño me impresionaba la normalidad con la que muchos ancianos normalizaban la muerte. Pero cuando crecí lo entendí. El proceso tan doloroso de perder a alguien les afectó mucho en su momento, seguro. Pero con 80 ó 90 años han visto desaparecer a tantos y tan cercanos que muchos de ellos ya no pueden seguir experimentando con tanta intensidad algo natural a lo que se han acostumbrado y que cada vez ven con más proximidad. La decepción militante es parecida, al menor para mí. Duele al principio, pero después te acostumbras de tal manera que ya ni la sientes. No sé si es un síntoma de madurez o si es bueno o malo acostumbrarse a la falta de empatía colectiva. Lo que sé es que no quiero ser yo el que deje de sentir empatía hacia las demás. A eso no quiero acostumbrarme. El día que no sentimos nada ante el dolor del otro debemos entender que la lucha social no es nuestro espacio.

Pero descubrir que estás enferma conlleva más cosas. Te das cuenta que durante mucho tiempo vas a estar parada, atada a un escritorio si quieres hacer algo similar a militar. Y cuando nunca has considerado el trabajo teórico como una verdadera actividad militante esta perspectiva se vuelve dolorosa. Habrá quien se considere así mismo un pensador y eso no le afecte. Pero cuando eres una militante, una persona de acción, limitarte a divagar es una triste restricción que se afronta con dificultad. Cuando no es la policía, ni un juez, ni siquiera el desánimo, el que te saca de la militancia, si no que son tus propias irresponsabilidades, la imperfecta estructura de tu pobre cuerpo, no sabes cómo reaccionar más allá de culparte a ti misma. Y hay muy pocos referentes, públicamente expresados al menos, como para no sentirte una excepción aislada.

Parece que no nos gusta afrontar el dolor, las consecuencias de nuestros actos. Todo lo que suena a eso lo relacionamos con la estúpida retórica de autoayuda o terapias grupales. Nos gusta repetir que “lo personal es político”, pero cuando la política rompe a la persona nos limitamos a mirar para otro lado. Nunca he entendido cómo nos puede importar tanto el mundo en abstracto cuando despreciamos el bienestar de lo individuos concretos que lo componen. Y nadie habla de caer en un yoísmo inmovilizador, de imitar a esos grupos New Age que cantaban el Cumbayá mientras se daban un abrazo colectivo. Hablo de dejar de lado la jodida pose del artificial militante terminator, con naranjero y cuchillo entre los dientes, y hablar en alto de los propios límites, de los propios fracasos, lejos del culto a la derrota y la mítica del perdedor, pero también de asquerosos triunfalismos que nos hacen sentirnos inútiles cuando nos reconocemos rompibles.

He leído pequeños fragmentos de Emma Goldman13, Alexander Berkman14, Anselmo Lorenzo15, y muchos otros, dónde hablan de sus sufrimientos y decepciones. Pero nunca se ha popularizado ni digerido como una reacción sana y de la que se puede aprender. Casi todo lo que sabemos de los clásicos nos llega filtrado por una verdadera mistificación mitómana que prácticamente nos los presenta como dioses laicos y no como humanos vulnerables. Podemos saber que Louise Michel16 y Errico Malatesta17 sobrevivieron a respectivos atentados y fantasear con que lo hicieron como si nada, pero difícilmente conoceremos que William Godwin18 moderó sus opiniones por miedo a la represión gubernamental o que Sante Caserio19 lloraba al pensar en su familia. Sabemos que Durruti20 atracaba bancos y fregaba los platos, que participó en las jornadas del 19 de julio recién operado de una hernia, pero no que Gaspar Sentiñón21 no quiso saber más del anarquismo después de haber pasado por la cárcel. Conocemos al Néstor Makhno22 que impulsó un movimiento revolucionario de masas en Ucrania, pero mucho menos al eterno convaleciente de mil heridas de guerra que malvivía en París y que se fue plegando ante el alcoholismo. Seguro que conocemos al Alexander Berkman del ABC del Comunismo Libertario (1929) y quizás al que disparó al empresario Frick, pero no al que vagabundeaba por las calles de París, sin conseguir vender su guión sobre la makhnovschina, y que acabaría descerrajándose un tiro en la cabeza para no suponer una carga a sus amigos. Conocemos al Ravachol23 altivo y dinamitero, no al que proclamaba que lamentaba cada víctima inocente que pudiera haber provocado. Esta mitología, que representa casi un santoral ácrata, solo genera complejo y frustración entre la gente que sólo ve la heroicidad que le muestran y no los humores, el llanto y las tripas. Hay literatura de derrota para derrotados, hay literatura heroica para groupies de la fuerza, pero no hay literatura honesta para gente imperfecta.

Por ejemplo, siempre me impactó –lejos de las tonterías lombrosianas– la relación entre militancia y enfermedades mentales o tendencias suicidas. No conozco ningún estudio histórico completo sobre ello, pero sí conozco los casos concretos de mi principal campo de estudio: el anarquismo. Por ejemplo, el emblemático caso de Carlo Cafiero24, muerto en un psiquiátrico mientras luchaba por no acaparar el aire o la luz solar que pensaba arrebatarle “egoístamente” al resto del mundo. También podríamos recordar a Luigi Lucheni25, Jeane Morand26, Germaine Berton27 o Torres Escartín28 como otros ejemplos. Sobre suicidios podríamos hablar de actos desesperados y provocados por la miseria o el encierro como el ya mencionado de Alexander Berkman o el de Martí Borràs29 y de otros fríamente razonados como el de Zo d’Axa30 o Marius Jacob31. Imagino que los casos relacionados con enfermedades físicas deberían como mínimo igualar estas cifras, pero no parece posible hacer una semblanza similar. Ambos fenómenos carecen de una reconocida bibliografía específica, pero la curiosidad me ha permitido al menos desarrollar un relato bastante particular en relación a la enfermedad mental; con las secuelas físicas, excluyendo la represión o los tiroteos, no me ha sido posible hacer lo mismo. Parece que la actividad militante, como posible generadora de patologías físicas, es algo que se ignora, o que se asume y normaliza como parte de la propia vida.

Esto me ha llevado a reflexionar. Entendemos la enfermedad mental como una “anomalía” digna de reseñar (aunque desgraciadamente muchas veces se hace con fines morbosos). No nos paramos a pensar en lo alarmante de esta relación entre militancia y trastornos psíquicos, ni qué clase de espacios estamos desarrollando para que una cosa y otra converjan con tanta frecuencia. Cierto que muchas de estas dolencias referenciadas están relacionadas con situaciones represivas de encierro o con elementos ambientales y sociales que parecen ajenos a la militancia, pero muchas otras se han originado previamente, ante la falta de comprensión y apoyo del entorno más cercano. Y no podemos obviar que el hábitat militante forma parte, guste o no, del ambiente inmediato. Es tanto el estrés, el enjuiciamiento colectivo, la falta de seguridad y calor, que es raro pasar por la militancia sin acarrear aunque sea con una pequeña dosis de depresión. La supuesta “anomalía” es en realidad algo bastante común y cotidiano, aunque se silencie o se oculte en el armario. Nos hemos acostumbrado a sufrir y a provocar sufrimiento, y no es raro que esto lo sintomatice nuestra mente.

En el plano físico nos nos paramos a pensar en lo frágil que es este conjunto de músculos, huesos, órganos y tendones que nos componen. Enfermar y morir es connatural. Preocuparnos es inútil, y se debe de asumir siguiendo la máxima epicúrea que podemos parafrasear así: mientras la muerte es, nosotros no somos y mientras nosotros somos, la muerte no es. Pero nada de eso cambia la gravedad, por lo innecesario, de que sea la militancia la que socave nuestra salud y que permanezcamos insensibles a ello. Que militar sea algo seguro es un imposible, pero que a los riesgos de la represión y la violencia sistémica se le sume el desgaste físico de una actividad agotadora, sin amparo, sin red de apoyo y cuidados, sin un mínimo de soporte cuando ya no podemos más, sí es y debe ser responsabilidad nuestra. Podemos jugarnos la vida en enfrentamiento singular con el Estado, pero jugárnosla por la autosobreexplotación, por la falta de sensibilidad colectiva, por la extenuación crónica, por la destrucción de nuestro propio físico, no debería entrar en nuestros planes. En el primer caso, aunque sea un acontecimiento indeseable, el enemigo está claro; en el segundo es tan difuso que nosotros mismos podemos convertirnos en nuestro propio enemigo y también podemos hacer lo propio con quienes nos rodean.

¿Qué hacer entonces? Para empezar espero que nadie entienda este texto como una forma de apoyar esa tendencia que intenta que la militancia se convierta en una actividad económicamente remunerada. Con todos los respetos, creo que esta concepción nace de quienes entienden la militancia como una actividad contemplativa, pasiva, abstracta, reducida a generar teoría, a escribir y a charlar. Pienso, por el contrario, que lo que yo mismo estoy haciendo escribiendo estas letras no es militar para nada. Como mucho estoy reflexionando sobre la militancia, pero no militando. Cuando la militancia se limita a escribir un libro o dar conferencias quizás una puede pensar que debe ser retribuida por ello. Allá cada cual si tiene suerte y encuentra a quien le pague por algo así. Pero cuando la militancia consiste en parar desahucios, hacer piquetes o ayudar a realojar a familias sin recursos, ¿se puede pensar seriamente en que eso es retribuible sin caer en cierto grado de corrupción? ¿Se le puede cobrar a una familia o a un trabajador 10 euros la hora de piquete? ¿Qué tarifa le ponemos a colaborar en un realojo? ¿A cuánto cobramos el pinchazo de luz: como Endesa o como Iberdrola? Militar implica la interactuación real, para transformar las condiciones de vida de seres vivos sensibles reales, en un mundo real y concreto. Cobrar por ello implica la enajenación del propio acto.

Por otra parte, creer que cobrar hace más tolerable el sufrimiento militante es una concepción propia de las sociedades capitalistas donde tanto el trabajo como el dolor pueden ser mercancía. Podemos exigir una indemnización ante la muerte de un ser querido o por haber sufrido una agresión. Lo podemos hacer sabiendo que es un angustioso intento de minimizar el daño, de usar las perversas reglas del juego mercantilista para obtener un escaso beneficio que nunca será equivalente a nuestra pérdida. Es lícito y necesario. Pero sería muy ingenuo considerar que verdaderamente la vida, la integridad física o emocional, pueden ser compensadas, compradas o pagadas si se pierden.

Lo único que se me ocurre que podemos hacer es no renunciar a la honestidad. Con nosotras y con las demás. Debemos aprender a decir en alto, a decirnos a nosotras mismas, que no podemos más. El “no”, el “por aquí no paso”, el “basta”, deben ser reconocidas como palabras legítimas que acaben con una situación antes de que sea irreversible. Debemos aprender a decir públicamente que tenemos miedo, que estamos rozando el punto de quiebre, el límite, la frontera sin retorno. No debemos regodearnos con el dolor y la autocompasión, eso generaría un movimiento de víctimas. Pero sí hemos de afrontar las decepciones y fracasos cotidianos con serena naturalidad, compartiendo lo errores para que sirvan de advertencia a otras. Personalmente, he aprendido más de los autores que nos han contado los problemas que sufrieron en acontecimientos revolucionarios, desde Ucrania en 1918 al Estado español en 1936, que de los que nos han vendido un paraíso sin contradicciones donde las masas marchaban perfectamente organizadas como la maquinaria de un reloj suizo.

Aunque lo empírico también tiene sus límites. Ciertamente, es imprescindible analizar las meteduras de pata y diseñar estrategia en base a ellas, tanto como en relación a los pequeños éxitos. Pero ojalá aprender de los propios errores fuera tan fácil como parece. Después de mi intervención en la primera gran comunidad autogestionada de la isla me dije que jamás iba a volver a repetir una experiencia así: por el volumen de trabajo, por su dureza, porque casi me cuesta la vida. Desde que me prometí eso he ayudado a crear seis comunidades más: algunas han sido un fracaso total, rotundo y brutal, y otras un ejemplo de autonomía en el siglo XXI. La experiencia me ayudó a no repetir muchos errores, pero no me sirvió demasiado ante situaciones nuevas que requerían capacidad de improvisación, ni cuando desconectaba todas mis alarmas en pos de “la causa” y seguía hacia delante intuyendo el batacazo. La voluntad es tozuda, y debemos aprender a que sea nuestro motor pero no nuestra única brújula, porque la voluntad puede ser más fuerte que nuestro cuerpo y seguir intacta mientras la materia se hace añicos. Las voluntaristas hemos de aprender esta lección mientras aún permanezcamos enteras.

Hemos de tomar, por tanto, todas las precauciones posibles cuando abordemos cualquier acción militante. Lo poco que tengamos invertirlo en la infraestructura necesaria para garantizar nuestra seguridad. La ley apesta, pero tened siempre preparada para socorrer a vuestras hermanas la ayuda necesaria para que no se vean desasistidas ante un proceso penal. Aunque no queráis saber nada de abogados (yo nunca quise hasta que la actividad pública hizo imposible la estrategia del anonimato): formaos, aprended todo lo necesario para saber cómo actuar ante una detención y nunca dejéis a una hermana sola cuando está detenida o siendo juzgada. No entréis en una vivienda abandonada sin tener una idea aproximada, lo más fidedigna posible, de lo que os vais a encontrar dentro. Tomad todas las precauciones posibles, en máscaras, en guantes, en todo lo que os proteja y evitad que una imprudencia os pase factura después de veinte años.

Esto no es un ejercicio de derrotismo; es responsabilidad. Hablamos siempre de lo bueno que sería que se reprodujera el ejemplo de la FAGC y su anarquismo de barrio por el resto del Estado, y no puede pensarse eso sin alertar primero a las compañeras de sus riesgos. Trabajar en el barrio, con la gente a la que nadie se acerca, es necesario, imperativo, pero no es gratificante ni seguro. El barrio se cobra su cuota de sangre y tarde o temprano te la hará pagar. Es un trabajo duro donde ves el resultado de toda la ingeniería social desarrollada desde hace años en su más básica y pura expresión. La gente ha sido machacada y condicionada para odiarse y para sacar tajada, y eso no se cambia con techo, luz, agua y comida. La pedagogía es limitada y genera desconfianza cuando no precede de un curro constante, eficaz y muy poco agradecido. La propaganda por el hecho es la base, y consiste en currar mucho para que quizás sólo cale un único mensaje en una única persona. Vale la pena dar el salto, pero primero busca un buen paracaídas.

Puede que esto a gran parte de la militancia le suene a arameo. Recuerdo cuando di una charla en Zaragoza (muy enriquecedora para mí) con el tema de “Cruzar el Rubicón”32 y una compañera, muy inteligentemente, me comentó que lo que yo explicaba era interesante, pero que en el contexto de su zona parecía “ciencia ficción”, porque el problema allí no era de sobreexposición por la militancia sino de quietismo y abulia. Tenía razón. Sin embargo, aunque mi mensaje no sea entendido por la gran mayoría, es necesario elaborarlo aunque sea para la minoría que se plantea por primera vez saltar un muro sin mirar antes qué hay al otro lado. Sé que es necesario porque ojalá alguien me lo hubiera dicho a mí, o mejor dicho, ojalá hubiera escuchado a las pocas personas que trataron de advertirme. Una necesita aprender de sus propios errores y no de los ajenos, pero cuando las advertencias sólo vienen de la inteligencia y el afecto uno tiende a desconfiar de los que hablan sobre lo que no han vivido. Yo no hablo desde la cercanía, porque no te conozco, ni desde una excelencia intelectual que ni busco ni poseo; hablo desde la dura y áspera experiencia. La tuya puede ser distinta y mejor, seguro, pero si empiezas a ver que la cosa se tuerce, que no puedes más, no te recomiendo que te rindas a la primera, pero sí que busques otras alternativas que no impliquen tu inmolación. Y si llega el momento de tirar la toalla, deja atrás los remordimientos, la culpa y los reproches. Para, respira, tómate un tiempo para sanar, para recuperarte, para lamer tus heridas y busca apoyo. Y si no lo encuentras es que quizás la guerra revolucionaria que creías librar era sólo la acción solitaria de un francotirador. Replantéate tus prioridades, tu lugar en la militancia y después, con la cabeza llena de ideas nuevas y los pulmones cargados de aire limpio, vuelve a la carga. Más fuerte, mejor armada, más solidaria, más independiente y más sabía. Vuelve, con una nueva piel más resistente, pero que también, recuérdalo siempre, puede desgarrarse.

 

NOTAS

  1. T.G. Morago (?-1885), obrero grabador, fundador de la Federación Regional Española de la AIT, miembro de la Alianza y uno de los más activos militantes anarquistas de la época. Moriría sólo (la nueva Federación de Trabajadores de la Región Española lo había expulsado por “ilegalista”) y enfermo, encarcelado en Granada, acusado de falsificar moneda con fines sediciosos.
  2. M.A. Bakunin (1814-1876), uno de los principales impulsores de las ideas anarquistas dentro del incipiente Movimiento Obrero y uno de los clásicos libertarios más destacados. Pasó más de 12 años en prisión, primero en Austria (donde fue encadenado a la pared) y después en distintas cárceles rusas (dónde perdería la dentadura a causa del escorbuto), hasta que fue deportado “de por vida” a Siberia de donde logró fugarse.
  3. El Proceso de Montjuïc fue una caza de brujas lanzada contra el movimiento anarquista catalán en 1896 a causa de un sospechoso atentado de origen desconocido producido ese mismo año en la calle Canvis Nous de Barcelona durante una procesión religiosa. Como denunciaría el militante anarquista y antiguo procesado Tarrida del Mármol en La Inquisición Española (1897), los detenidos sufrieron terribles torturas (palizas, ingesta forzada de grandes cantidades de sal, reclusión en espacios reducidos, aparatos de tortura que producían hernias o desprendían los labios de la boca y un espeluznante etcétera).
  4. F. Salvochea (1842-1907), gran referente del anarquismo andaluz. Republicano y cantonalista primero (llegó a ser alcalde de Cádiz), se convertiría después en un activo y apreciado propagandista del socialismo libertario. Sus distintas estancias en prisión (deportado al Peñón de Vélez de la Gomera, trasladado a Burgos y Valladolid) acabarían arruinando su salud (en prisión mantendría huelgas de hambre e incluso llegaría a intentar suicidarse). Murió poco después de caer de un tablón que le hacía las veces de cama.
  5. R.F. Magón (1877-1922), escritor y propagandista anarquista, fue una importante figura de la Revolución Mexicana (1910-1920). Fue el verdadero motor intelectual de muchas de las consignas acogidas por el zapatismo y un insurgente en la Baja California. Fue detenido en EE.UU. donde se le sometió a un terrible régimen carcelario que acabaría costándole la vista y la vida.
  6. A. Pestaña (1886-1937), obrero relojero afiliado a la CNT, se convertiría en uno de sus principales representantes, defendiendo distintas posturas a lo largo de su vida militante (desde el núcleo duro en sus inicios a las posiciones más reformistas y posibilistas de los años 30). En los años de plomo del pistolerismo sufriría un atentado (1922) del que nunca llegó a recuperarse del todo.
  7. C. Berneri (1897-1937), profesor de filosofía y militante anarquista. Para muchos uno de los pensadores libertarios más solventes de la primera mitad del s.XX. Durante la revolución española se trasladaría a Barcelona donde mantendrá una actitud crítica con las decisiones políticas de la CNT, aunque bastante alejado de la intransigencia radical de los anticolaboracionistas. En las jornadas de mayo de 1937 es secuestrado por agentes estalinistas y asesinado junto al también anarquista Francesco Barbieri.
  8. G. Pinelli (1928-1969), obrero ferroviario, activo militante anarquista y antiguo partisano. Después de un atentando con bomba en la Plaza Fontana de Milán (1969), perpetrado por grupos fascistas, Pinelli es detenido y posteriormente arrojado por la ventana de la comisaría a manos de la policía. Su asesinato inspiraría el clásico teatral de Dario Fo Muerte accidental de un anarquista (1970).
  9. S. Maldonado (1989-2017), joven artesano, anarquista y comprometido con la causa del pueblo mapuche. En 2017 la policía argentina irrumpe en la la comunidad de “Pu Lof en Resistencia” de Cushamen disparando contra sus pobladores y dispersándolos. Maldonado, que se encontraba allí, permaneció desaparecido desde entonces, hasta que su cadáver fue encontrado más de dos meses después.
  10. No habría espacio en esta nota para relatar todas las masacres ocurridas durante los distintos Primeros de Mayo a nivel mundial. Destaquemos, por poner un ejemplo emblemático, el llamado “Fusilamiento de Fourmies” (1891), en el norte de Francia. Allí, durante una manifestación obrera, la policía disparó contra la multitud ocasionando 9 muertos, 35 heridos y varios anarquistas detenidos que luego serían torturados en comisaría.
  11. C. Giuliani (1978-2001), joven manifestante antiglobalización que durante las protestas contra el G8 en Italia recibió dos disparos de un carabinero para posteriormente ser atropellado hasta la muerte.
  12. O.S. Altamira y A. Puente, “16 muertos y 28 mutilados por balas de goma: 0 policías condenados” (El Diario, 27/5/16).
  13. E. Goldman (1869-1840), una de las principales propagandistas, agitadoras y pensadoras anarquistas históricas. A lo largo de su vida se comprometió con mil causas, desde las reivindicaciones obreras en EE.UU, la defensa de anarquistas presos, la emancipación de la mujer o la Guerra Civil española. En la serie de cartas que le escribió a Max Nettlau durante los años 30 se queja amargamente en varias de ellas de cómo el movimiento revolucionario utiliza y abandona a los que lo han dado todo por la causa (carta del 14 de enero de 1933) o de cómo ella misma sufre ataques personales por parte de supuestos compañeros (varios artículos aparecidos en L’Adunata dei Refrattari) a raíz de la publicación de sus memorias (Viviendo mi vida) en 1931 (carta del 25 de diciembre de 1932).
  14. A. Berkman (1870-1936), activo divulgador anarquista, infatigable compañero militante de Goldman y “propagandista por el hecho” (nombre que se daban los anarquistas que cometían atentados) frustrado. En 1892 intentaría matar al magnate del metal Henry Clay Frick (después de que éste ordenara a su seguridad privada [los pinkerton] disolver la famosa huelga de Homestead a tiros, causando 9 obreros muertos y 70 heridos). Sería condenado a 22 años de cárcel, aunque finalmente cumpliría 14. En sus Memorias de un anarquista en prisión (1912) relata como la comunidad anarquista alemana de Johann Most, el mismo que había apoyado otros atentados y escrito incluso un manual para cometerlos, censura su acto y le niega su solidaridad. Cuenta también como incluso su mejor amigo (al que llama “el gemelo”) deja poco a poco de comunicarse con él hasta desaparecer completamente de su vida. Narra duros episodios en los que perdería temporalmente la razón y también en los que intentaría suicidarse.
  15. A. Lorenzo (1841-1914), una de los figuras más representativas del anarquismo en el Estado español. Fundador de la FRE, su vida es un retrato del anarquismo ibérico desde su irrupción formal en 1868 hasta la fundación de la CNT en 1910. En Figuras ejemplares que conocí (1966) Manuel Buenacasa relata una conversación con Lorenzo bastante ejemplificante: “Se marchó Miranda y entonces manifesté a Negre mi deseo de conocer también a Salvador Seguí. Negre me interrumpió: —No te lo recomiendo; somos muchos los que sospechamos de él. Esas palabras causaron en mí efectos desastroso. ¿Por qué un compañero por mí admirado me ponía en guardia contra otro compañero a quien yo no conocía aún? […]. Antes de despedirme de Lorenzo le expliqué lo que Negre me había dicho un día respecto de Seguí. El ‘Abuelo’ reflejó una sonrisa triste: —Mira —me dijo—: Estoy algo al corriente de lo que sucede entre algunos compañeros. También yo he sido víctima de ataques injustos. En nuestro mundillo abundan envidiosos. Si llegas a militar con firmeza, como yo en otro tiempo, tampoco faltará quien hable mal de ti”. Por lo demás en ambos tomos de El proletariado militante (1901-1923) hay varios ejemplos de algunas decepciones sufridas o provocadas por Lorenzo.
  16. L. Michel (1830-1905), maestra, comunera y célebre figura anarquista finisecular. En 1888, mientras daba una conferencia, un hombre armado, ebrio y aparentemente trastornado, le disparó dos tiros en la cabeza. Una de las balas quedó alojada en su cráneo, y le acarrearía constantes ataques de migraña.
  17. E. Malatesta (1853-1932), posiblemente uno de los clásicos anarquistas más realista y lúcido en su análisis. Nos cuenta Max Nettlau: “[…] Recuerdo que en ese tiempo Malatesta hallaba siempre una fuerte oposición individualista contra su alto aprecio de la organización […] y que, cuando la reunión se impacientaba, ese estado de ánimo no llevaba a una salida muy agradable. Recuerdo también que en una de esas reuniones alguien disparó un tiro contra el y le hirió en una pierna, donde la bala se aloja aún y le causa a menudo dolores […]” (Errico Malatesta: la vida de un anarquista, 1923).
  18. W. Godwin (1756-1836), el primer pensador que estableció un cuerpo teórico elaborado de ideas anarquistas avant la lettre: Investigación sobre la justicia política (1893). Piort Kropotkin dice en su definición de anarquismo para la Enciclopedia británica (1905) que “no tuvo el valor de mantener sus opiniones” y Nettlau aclara que “él, tenaz en sus ideas, pero no un carácter fuerte y de primer valor, atenuó [sus opiniones] ya en la segunda edición […]. En una palabra, fue intimidado y no recogió más el guante” (La anarquía a través de los tiempos, 1935).
  19. S.G. Caserio (1873-1894), “propagandista por el hecho” que ajustició al presidente de Francia, Sadi Carnot, como venganza por la ejecución del anarquista Auguste Vaillant. El pseudocientífico criminalista Cesare Lombroso reproduce este fragmento de una carta suya: “Mil veces, al echar mi cabeza sobre la almohada para dormir, pienso en los sufrimientos de los míos y me abandono al llanto” (Los anarquistas, 1894). Moriría en la guillotina.
  20. B. Durruti (1896-1936), mecánico ajustador, anarquista, expropiador, comandante de milicias durante los primeros meses de la Guerra Civil española y uno de los grandes símbolos del anarquismo ibérico. La mayoría de estas anécdotas, que han alcanzado gran popularidad en el movimiento libertario peninsular, pueden leerse en El corto verano de la anarquía (1972), de H.M. Enzensberger.
  21. G. Sentiñón (1840-1903), médico, miembro de la FRE y la Alianza y uno de los más íntimos contactos de Bakunin en Catalunya junto con Rafael Farga i Pellicer. En 1871 sería detenido. Según cuenta Max Nettlau en Bakunin, La Internacional y la Alianza en España, 1868-1873 (1923), Sentiñón abandonó la militancia principalmente a causa de dicha detención.
  22. N. Makhno (1889-1934), guerrillero anarquista y figura principal de la guerra revolucionaria ucraniana (1918-1921) que llevaría su nombre: makhnovschina. Sobre su lamentable situación parisina nos cuenta Ugo Fidelli: “No teniendo una profesión se tuvo que dedicar a un trabajo manual, con todo lo que eso significaba para él que, enfermo de los pulmones y atormentado por las heridas, sufría una fatiga casi insoportable. […] No sobrevinieron para él sino años de miseria. Imposibilitado para el trabajo, debatiéndose continuamente en las peores dificultades económicas, no lograba obtener la tranquilidad para seguir con vigor su importante obra […]” (nota biográfica añadida a la Historia del Movimiento Makhnovista [1918-1921], edición de 1973, de Piotr Archinov).
  23. F.C. Ravachol (1859-1892), músico ambulante, pobre de solemnidad y “propagandista por el hecho”. Cuando se enteró de que varios supervivientes al “Fusilamiento de Fourmies”, que habían sido torturados en comisaría, fueron además condenados, colocó sendos artefactos explosivos en las casas de fiscal y del juez del proceso. En su declaración ante la Audiencia del Sena en 1892 dijo: “En cuanto a las víctimas inocentes que haya podido alcanzar, lo siento sinceramente. Lo siento tanto que mi vida se ha llenado de tristeza. Están equivocados quienes nos toman por criminales; nosotros somos los defensores de los oprimidos”. Moriría guillotinado.
  24. C. Cafiero (1846-1892), rico heredero (posteriormente realizaría diversos oficios), sería el encargado por Marx y Engels de contrarrestar la influencia de Bakunin en Italia. Al conocer a este último se convirtió en anarquista y en uno de sus compañeros más allegados. A partir de 1881 empieza a desarrollar manía persecutoria, en lo que se ha interpretado como un primer cuadro de esquizofrenia. Sus estancias en prisión agudizarían su enfermedad. En 1891 en confinado en un centro psiquiátrico donde moriría sólo un año después.
  25. L. Lucheni (1873-1910), célebre por ser el asesino de la famosa Sissí (emperatriz del Imperio austrohúngaro). Aunque muchos anarquistas le negaron la condición de tal (incluso Goldman, que se había destacado en la defensa de otros propagandistas), su atentado se suele enmarcar dentro de la cronología de atentados anarquistas de finales del siglo XIX. Cuando era joven, Lucheni sufrió un traumatismo craneal al caerse del andamio donde trabajaba. Muchas de sus dolencias posteriores pueden provenir de ahí. Enfurecido por la dura represión desatada en 1898 contra el movimiento obrero en Italia por orden del rey Humberto I, se decidió a acabar con un miembro cualquiera de la realeza. Cuando descubrió durante el juicio que había matado a una persona depresiva y melancólica se obsesionó con ella hasta el punto de colgar su cuadro en su celda. “Yo creía haber matado a una persona que vivía en una felicidad insultante”, diría. En 1910 apareció ahorcado de su celda (más detalles en el tomo II [La práctica] del pastiche de I.L. Horowitz Los anarquistas, 1975).
  26. J. Morand (1887-1869), trabajadora doméstica y posteriormente educadora anarcoindividualista y antimilitarista. Una de las principales animadoras del círculo que publicaba L’Anarchie (1905-1914). En 1922 es condenada a 5 años de prisión por hacer campaña contra el servicio militar. En 1932 empieza a desarrollar síntomas de enfermedad mental. Como en casos anteriores es “psiquiatrizada” e internada en distintas instituciones hasta su muerte.
  27. G. Berton (1902-1942), obrera metalúrgica, sindicalista primero y anarcoindividualista después, se convirtió en musa del movimiento surrealista. En 1923 mató al líder de extremaderecha Marius Plateau e intentaría suicidarse sin éxito. Aunque fue absuelta gracias a una intensa campaña popular a su favor, entraría posteriormente varias veces en la cárcel por causas militantes. Según su salud mental fue deteriorándose, empezaría a realizar repetidos intentos de quitarse la vida. Finalmente lo conseguiría en 1942 ingiriendo veronal.
  28. R.T. Escartín (1901-1939), pastelero, militante anarquista de primera hora, fue miembro del famoso grupo “Los Solidarios”. Se le achacaría la muerte, junto a Francisco Ascaso, del cardenal Soldevila. Detenido después del atraco a la sede del Banco de España en Gijón es condenado a muerte. En prisión da las primeras muestras de enfermedad mental y es trasladado a un psiquiátrico. En 1939, cuando los fascistas entran en Barcelona, lo sacan del centro y lo fusilan.
  29. M. Borràs (1845-1894), prolijo editor de periódicos anarquistas, sería uno de los artífices de la introducción en el Estado español (a través del barrio de Gràcia) de las primeras ideas anarcocomunistas y anarcoindividualistas de origen europeo. En 1893 se le imputaría, infundadamente, ser cómplice de Paulí Pallàs en el atentado contra el militar Martínez Campos. Haciéndosele imposible la vida en prisión se suicidaría ingiriendo azufre.
  30. A. Gallaud, conocido como Zo d’Axa (1864-1930), anarcoindividualista, brillante escritor y polemista, editó algunas de las publicaciones libertarias más ingeniosas de la época. Después de haber vivido y viajado mucho en su gabarra, habiendo perdido recientemente a su compañera, llegó a la conclusión de poner fin a su vida cuando él lo decidiera. Eligió hacerlo con una sobredosis de morfina.
  31. A.M. Jacob (1879-1954), famoso expropiador anarquista, su ingenio y sentido del humor a la hora de elaborar su defensa ante los tribunales lo convertirían en un reconocible personaje de la cultura popular francesa. Condenado a trabajos forzados en la Guayana Francesa, permanecería allí 20 años sin que funcionaran ninguno de sus 17 intentos de fuga. En 1936 se trasladaría a la Barcelona revolucionaria, pero el devenir de los acontecimientos que intuye le deprimen. En 1954, muerta su madre y su compañera, satisfecho con la existencia que había llevado, celebra una pequeña fiesta y después de despedir a sus invitados decide poner fin a su vida con una inyección de mórficos.
  32. Inspirada en este artículo: http://lasoli.cnt.cat/26/10/2016/cast-cruzar-rubicon/

 

Defender el barrio. Sobre vivienda y turistificación en Canarias

En la segunda mitad del siglo XX el modelo capitalista ha tenido que reconvertirse en determinadas zonas para sobrevivir y expandirse. El capitalismo industrial ha dejado paso en muchos casos a un capitalismo basado en los servicios, reproduciendo el llamado tránsito del fordismo al posfordismo. En Canarias el sector agrícola, históricamente motor económico del archipiélago, hace mucho que fue suplantado por el turismo. De hecho éste se nos vende como la única alternativa económica, en un discurso hegemónico que hasta la izquierda insular compra(1). No hay vida más allá del turismo y la hostelería. Este proceso se conoce como terciarización de la economía y es lo que ocurre cuando el tercer sector (servicios) se convierte en el modelo económico preponderante y subordina o intoxica al resto de sectores (agrícola e industrial).

Entender el turismo como una categoría económica que por sí misma puede sostener materialmente un territorio es un grave error. Su carácter volátil, todavía mucho más dependiente de modas y tendencias que el resto de servicios y productos, lo convierte, en el mejor de los casos en pan para hoy y hambre para mañana. Es un modelo económico tan frágil que en lugares como Canarias prácticamente hay que desear cada año que en otros destinos turísticos se produzca un desastre natural o un atentado para ganar visitantes y poder seguir subsistiendo. A ese grado de mezquindad nos reduce este modelo.

Los defensores de la terciarización nos dirán que el 31% del P.I.B. canario lo genera el turismo(2), y que el 36% del empleo en Canarias (un 25% de forma directa) está vinculado también con dicha actividad(3). Lo que no nos dirán es que habiendo aumentado esta actividad su rentabilidad en todo el Estado en un 11’45%, sólo se ha producido un 3% del crecimiento del empleo(4). El beneficio que genera el turismo no va a los obreros y si la cantidad de trabajo que demanda sólo produce ese magro porcentaje de crecimiento es porque todo recae sobre unas plantillas que apenas se amplían y que son terriblemente sobreexplotadas. Si el modelo fuera la panacea que nos venden no tendría sentido que las Islas Canarias fuera una de las zonas más turísticas del Estado y a la vez uno de los territorios más pobres. En el archipiélago el turismo no ha impedido que tengamos un 26% de paro(5), el segundo sueldo más bajo del Estado(6), un 35% de población por debajo del umbral de la pobreza y en situación de exclusión social(7) y el récord estatal de pobreza infantil con un 35% de nuestros menores viviendo en la miseria(8).

La calidad del trabajo que genera el turismo es algo que no vamos a descubrir ahora: es trabajo precario, estacional, con sueldos ridículos y jornadas laborales maratonianas. Una camarera de hotel cobra al mes lo mismo que gasta un turista a la semana(9). Sí, el turismo genera dinero, pero este no llega a la población trabajadora.

Pero el turismo no es solo el responsable de un desigual modelo económico; su masividad también tiene consecuencias ecológicas, sociales y urbanísticas. Hablar de los efectos ecológicos es redundante: el turismo se alimenta principalmente de hormigón, ha convertido el sur de la isla en un bloque de cemento flotante, ha destruido el litoral hasta convertirlo en una enorme zona recreativa para adultos y ahora, con la nueva Ley del Suelo del Gobierno de Canarias (aprobada definitivamente este 2017), un 10% del suelo rural se puede dedicar a actividades no agrícolas (es decir, al turismo).

El turismo no tiene unas consecuencias menos graves en el plano urbano. La población de Canarias tiene 2.100.000 habitantes(10). El año pasado recibimos 13.300.000 turistas(11) (en Canarias, en el resto del estado fueron 75,3 millones(12)), un 10% de ellos tienden a alojarse en zona residencial(13). Según el gobierno autonómico canario (datos de 2015) hay unos 28.000 inmuebles dedicado al alquiler vacacional en todo el archipiélago(14), unas 121.000 camas que acogen a 1,2 millones de turistas(15). Esta es la turistificación, el turismo que masifica y destruye los barrios, en cifras. A pie de calle su influencia, aunque no se detecte inmediatamente, es innegable. La equipación urbana y los servicios empiezan a destinarse casi exclusivamente a la población flotante, quedando la población residente cada vez más relegada y con sus necesidades básicas más insatisfechas. Dónde antes se primaban los ambulatorios y las escuelas públicas, ahora se promocionan las clínicas de estética y las academias privadas; donde antes se reclamaban espacios de ocio para mayores y niños ahora se imponen centros comerciales y peluquerías caninas. Se le da prioridad a lo superfluo cuando aún no se dispone de lo necesario.
Esto abre las puertas a otro fenómeno íntimamente ligado con el turismo: la gentrificación. Es un término acuñado por la socióloga anglo-alemana Ruth Glass en 1964(16). Deriva de la palabra inglesa gentry (clase alta), y podríamos traducir el proceso como “elitilización”. Hagamos una pequeña retrospectiva para entenderlo bien.

El modelo fordista era una lacra y concentraba en las ciudades a grandes masas obreras empobrecidas dependientes de su empleo. Pero como siempre ocurre con el capitalismo, si cambia nunca es para mejor. Hoy en esos barrios obreros el paro ha hecho estragos, y el sistema ya no necesita tener cerca de unos inexistentes centros de trabajo a una clase obrera que actualmente es clase desempleada y que en muchos casos sobrevive de la economía en B. La administración, de forma intencionada, procede a permitir el deterioro de dichos barrios, sin hacer ninguna inversión en ellos, dejando que muchos inmuebles sean declarados en ruinas. Esta decadencia controlada y deliberada es el paso previo para posicionar a la opinión pública, especialmente a los propios vecinos del barrio afectado, a favor de un proceso que al final acabará por echarlos de sus casas. Esto forma parte en realidad de un movimiento de pinza pues se produce simultáneamente con otra maniobra: cuando dichos barrios obreros, históricos y a veces céntricos, están próximos a determinados servicios o zonas de ocio (en Canarias principalmente los barrios cercanos a la costa) se convierten en el objetivo de los especuladores inmobiliarios, que no tardarán en hacer acto de presencia para acaparar todos los inmuebles que puedan a precio de saldo.

Tenemos por un lado un barrio en declive, lleno de propiedades baratas, y por otro a un grupo de inversores privados, promotores, tour operadores, empresas telemáticas (como Airbnb), fondos buitres, bancos e inmobiliarias que ven el negocio de unos barrios accesibles (a nivel de transportes y servicios), próximos a las playas y a otras ofertas de ocio, y donde echar a la población residencial para meter turistas y personas de clase alta les saldrá literalmente gratis. Estos depredadores están convencidos de que no pueden perder, no tienen más que escoger un barrio, que reúna todos los requisitos enumerados, y no parar hasta hacerse con él. Y no les será complicado: los grupos de inversión no tienen más que contactar con los antiguos propietarios, hablarles de las ventajas de ahorrarse el mantenimiento del inmueble y la gestión, convencerles de que se los cedan y sin más esfuerzo que apretar la tecla de la avaricia empezar a repartirse un dineral. Los caseros, obviamente, lo ven claro: si antes cobraban 400€ al mes a una familia obrera que ha pasado toda su vida en el barrio, ¿por qué no cobrar lo mismo a la semana, por habitación o colchón, alquilando a turistas? Que esto suponga que una familia con pocos recursos tenga que ser expulsada de su hogar es una circunstancia que al rentista le importa poco.

Esto está propiciado por la reforma de la LAU (Ley de Arrendamiento Urbano) en 2013(17). Antes la actualización de los alquileres debía establecerse en base al IPC (Índice de Precios de Consumo), a partir de dicha reforma es completamente “libre”, para el propietario, que puede fijar el precio del alquiler que le apetezca. La libertad del inquilino, por el contrario, se sacrifica en el altar de la propiedad privada. En este nuevo marco, cumplidos los 3 años obligatorios de prorroga (antes de dicha reforma de la LAU eran 5), los propietarios no renuevan los contratos de arrendamiento a los antiguos inquilinos para poder así destinarlos al alquiler vacacional. Y si tienen la deferencia de ofrecerles actualizar el contrato les pedirán que como mínimo igualen los 1200-1600 € de alquiler que esperan ganar con los turistas. Esto es obviamente imposible y se ha convertido en la causa de que miles de familias tengan que irse a vivir cada vez más lejos de sus ciudades de origen y también es un factor importante en el incremento del número de desahucios.

Hay quien argumenta que la innegable subida del precio del alquiler se produce por factores demográficos y por la paralización de la construcción de nueva vivienda en la isla. Este es el argumento de los que niegan que la vivienda en Canarias esté siendo sometida a una enorme tensión especuladora. Pero los datos no engañan. Aunque el Gobierno de Canarias afirme que en el archipiélago sólo hay 61.000 inmuebles vacíos(18), otros organismos oficiales hablan de 138.000(19), una cifra mucho más realista que contrasta crudamente con los 35.000 demandantes de vivienda pública en las islas(20). Estos inmuebles vacíos, muchas veces retenidos por particulares, bancos y fondos buitres con fines especuladores, demuestran que en Canarias hay viviendas de sobra para todos. Que haya gente en la calle es una verdadera y cruel incongruencia, que nada tiene que ver con una ficticia escasez de inmuebles; en realidad hay un claro superávit, pero que ni la administración ni los actores del sector inmobiliario piensan redistribuir equitativamente cuando hoy por hoy la vivienda en alquiler (principalmente vacacional) es uno de los activos financieros más atractivos(21).

Esto que he descrito es el corolario que nos conduce a la actual burbuja del alquiler. Después del batacazo de las hipotecas cada vez más gente se ha visto obligada a vivir en régimen de alquiler (un 23% ya de la población del Estado(22)). Desde 2013 el alquiler ha subido en el Estado español un 25%(23). Y desde el 2015 una media de un 15%(24). Pero esta carestía no es producto solo de un cambio de modelo inmobiliario; está estrechamente relacionado con el alquiler vacacional como demuestra que las mayores subidas se hayan dado en tres ciudades que principalmente tienen en común el fenómeno del turismo: en Barcelona (19,8%), Las Palmas de Gran Canaria (16,1%) y Palma de Mallorca (14,1%)(25). Siendo principalmente sangrante el caso canario porque aquí tenemos la segunda mayor subida del alquiler mientras los salarios son de los más bajos del Estado.

El resultado de esto, como comenté anteriormente, es un incremento en el número de desahucios por impago de alquiler. Todos los días se producen unos 200 lanzamientos en el Estado español(26), un 5% de ellos en Canarias (735 el tercer trimestre de 2016(27)). Más de la mitad de ellos se ejecutan contra inquilinos(28). Todo esto sin contar la cantidad de desahucios invisibles y silenciosos tan comunes en los casos de alquiler, resultado de múltiples factores: relación directa con el casero, desconocimiento total de los propios derechos, culpabilización del insolvente y beatificación del propietario, miedo a la confrontación con un particular, nulo interés de colectivos y plataformas de vivienda, etc.

Todos estas expulsiones del barrio, forzosas o voluntarias, nos llevan a un verdadero éxodo interior. Innumerables familias abandonan sus casas y se exilian en la periferia, en un cinturón cada vez más grande de ciudades dormitorio ubicadas en el extrarradio. El artificial distrito Puerto-Guanarteme-Isleta en Las Palmas de Gran Canaria es un claro ejemplo de ello. Las familias son obligadas a abandonar las pocas casas de renta antigua que quedaban en las inmediaciones de Las Canteras. De ahí se les acaba expulsando también de Guanarteme o de La Isleta, culminando un proceso que ya no copa la primera línea de playa, sino hasta la segunda o tercera. Es muy fácil encontrar apartamentos en La Isleta, próximos a La Puntilla, que arriendan el m² a 15 ó 20 €, pudiendo llegar una ratonera de 25 m² a 500 €(29). Eso, mientras en las partes más profundas del barrio se amontonan las casas en ruinas y abandonadas.

Los colectivos sociales de corte amable de las islas ni siquiera se han pronunciado sobre la turistificación y el alquiler vacacional fuera de los ambientes ecologistas. Muchos creen que basta con el vergonzante decreto sobre alquiler vacacional que presentó el Gobierno de Canarias en 2015(30). La mayoría ha querido ignorar que este decreto solo quería limitar el alquiler vacacional en suelo turístico, defendiendo los intereses del lobby hotelero, dejándolo intacto en suelo residencial, que es precisamente donde más daño hace. En abril de 2016 el Tribunal Superior de Justicia de Canarias, defendiendo el “sagrado derecho a la competencia”, tumba las limitaciones que quería establecer el decreto precisamente en zona turística(31). La destrucción del espacio urbano no es materia que se trate en parlamentos y juzgados, tampoco en los despachos de plataformas y colectivos. Esta lucha solo la podemos plantear los vecinos en las calles.

Las soluciones no están en la actividad parlamentaria ni en la vía institucional. Esa estúpida idea de que basta con colocar a okupas o a activistas provivienda en un ayuntamiento para que se regule la gentrificación ya ha sido refutada en la práctica por los concejales del Patio Maravillas en Madrid y por Colau y su equipo en Barcelona. Los gobiernos no cambian una ley mientras que las calles no ardan. Voluntariamente no conceden nada; se les quita o se les arrebata. Y esto solo se logra cuando se tiene una mano ganadora con la que presionar, cuando se puede poner sobre la mesa un argumento de fuerza respaldado por la fuerza de la calle. Los gobiernos ceden cuando la situación es insostenible y la gente en los barrios empieza a vivir sin consentimiento lo que después los políticos se ven obligados a normalizar con su legislación. Ha sido así desde la lucha por la jornada de 8 horas, y la dinámica gubernamental no ha cambiado. Nada se obtiene por ciencia infusa, nada se conseguirá por la vía legal/política mientras la gente no lo haya conquistado previamente en la calle. Y aún así el resultado es dudoso. Las leyes sobre la propiedad se aplican diariamente con todo su rigor y brutalidad. Son “leyes de sangre”. Después están las “leyes de papel”, que ya sean sobre memoria histórica, dependencia, empadronar okupas, no tienen por qué acatarse. Ningún organismo público será condenado por incumplirlas, y si se les condenara, no por ello dejarían de quebrantarlas. No es mi intención hacer una defensa de unas supuestas “leyes amables”. Todas son o punitivas o inútiles, nada que rescatar. Es más bien una reflexión sobre la arbitrariedad de la ley y la reafirmación de esa máxima de Anacarsis según la cual “la ley es como una telaraña: atrapa a las moscas y deja escapar a los pájaros”(32). Reitero que la solución al turismo masivo debe partir de la calle.

Ya hay una manifestación de hostilidad social en distintas ciudades del Estado español contra la turistificación de nuestros barrios. La narrativa hegemónica del Sistema y sus medios de comunicación ya han bautizado esta repulsa a la perdida de espacio barrial como “turismofobia”. Este término es como el hembrismo, el racismo anti-caucásico o la opresión anti-heterosexual: no existen. Requiere una estructura de poder, como mínimo social, que ejerza opresión o discriminación contra dicho grupo humano. Y repito que eso no existe. Sin embargo, un término completamente artificial puede ir dotándose de solidez por la repetición constante de la propaganda y también por nuestra incapacidad de establecer un discurso que lo desmonte. Echar sal en la paella de un turista puede ser muy divertido, y seguro que creemos que estamos atacando al modelo turístico, pero la realidad es que solo le hemos jodido el almuerzo a alguien. El turista, al menos el que llega a un destino turístico low cost como Canarias, suele ser un trabajador, generalmente sin demasiada conciencia, que solo busca un lugar barato en el que veranear(33). Joderlo a él, al individuo concreto, puede darnos muchos titulares, más o menos positivos según quién lo publique, pero deja intacto el modelo y facilita la victimización que buscan los especuladores y sus voceros. Si a eso le sumamos ciertos tics de xenofobia en la crítica (“¡fuera putos guiris!”, etc.) ya le hemos envuelto el paquete propagandístico a los medios burgueses sin alterar ni un ápice las ganancias que obtienen los grandes depredadores inmobiliarios que devoran el barrio.

La táctica del sabotaje, importante y respetable, en un lugar como Canarias, donde la población residencial está tan identificada con las bondades del turismo, no se comprendería, no si su objetivo son los propios turistas. El sabotaje debe destinarse contra la estructura, debe dedicarse a hacer daño al modelo, a evitar que siga atesorando inmuebles, que siga encareciendo los alquileres, que siga obteniendo ganancias con el deterioro del barrio, no a cargar contra una familia que dentro de 15 días, de regreso a casa, sólo recordará el asunto como una anécdota. La idea de que molestando al turista particular este dejará de venir es bastante naíf. Para eso haría falta un aparato seudomilitar de acoso constante del que no disponemos y del que sinceramente no sería deseable disponer. Sería la actividad de una vanguardia intentando dirigir la solución de un problema que jamás se arreglará sin la intervención de todos esos vecinos que están siendo desplazados, desahuciados o que corren el riesgo de serlo pronto. Hay que llegar a estos vecinos, juntarse con ellos y colectivamente atacar al modelo; hay que hacer daño en el corazón mismo de la bestia.

Combatir el modelo implica organizar a los afectados en estructuras combativas, desarrollar una serie de demandas u objetivos en torno a los que articular la lucha y estar dispuestos a realizar las acciones necesarias que nos aproximen a dichos objetivos o incluso que los sobrepasen. Paso a desarrollarlo: es necesario crear herramientas que los vecinos puedan hacer suyas, organizaciones como los Sindicatos de Inquilinos que deberían proliferar en toda zona turistificada. Sindicatos que, independientes de cualquier partido e institución, se dediquen a aglutinar a los más damnificados del barrio hasta conceder al enfrentamiento un carácter popular. La lucha contra el turismo masivo debe ser necesariamente una lucha barrial, vecinal, o se limitará a ser una manifestación de malestar de una minoría politizada e identitaria.

Es necesario también articular una serie de exigencias, comprensibles y plausibles, que supongan por sí mismas una batería de medidas y a su vez un programa. Ningún partido o gobierno las asumiría voluntariamente, pues supondría tanto como deslegitimar el modelo capitalista, pero más allá de que algunas medidas sí podamos imponerlas, lo importante es que generarán la tensión necesaria entre la sinrazón del mercado y el gobierno y el sentido común de una reclamación básica: que la vivienda es un bien de primera necesidad, que no puede estar sometida a las leyes de la oferta y la demanda, que no es un activo financiero ni un producto mercantil, que debe destinarse exclusivamente a algo que parecemos haber olvidado: a vivirla.

Un modelo de exigencias podría ser el siguiente(34):

1. Establecer un precio máximo del alquiler en los barrios obreros.
2. Fijar el precio del alquiler en función de los ingresos del arrendatario.
3. Evitar las actividades especulativas de los multirentistas expropiando los inmuebles abandonados.
4. Proscribir el alquiler vacacional en zonas residenciales e impedir cualquier actividad inmobiliaria que promueva la gentrificación en los barrios históricos y populares.
5. Proscribir que las viviendas públicas (sea cual sea su régimen anterior) puedan ser vendidas a ningún particular.
6. Recuperar todo el suelo y las viviendas públicas vendidas a empresas, gestoras o fondos privados.
7. El modelo de arrendamiento, sobre todo en las viviendas destinadas al alquiler social, debe ser el alquiler vitalicio.

En cuanto a las acciones, son también un objetivo en sí mismo. Más allá de las reformas gubernamentales, de las pintadas y los boicots, al modelo turístico se le hace daño si somos capaces de imponerle nuestro propio modelo social. Todos esos pisos y edificios que aún se mantienen abandonados y que sabemos que van a ser destinados al alquiler vacacional, que ya han caído en manos de inmobiliarias o promotores turísticos, deben ser expropiados y socializados, y deben ser ocupados por las mismas familias que han sido desplazadas de sus barrios natales por la gentrificación. Ya decía Kropotkin que “la expropiación de las casas lleva en germen toda la revolución social”(35). Ocupar inmuebles, como forma de arrebatarles la posibilidad de especular con nuestro suelo y con nuestro techo, y como forma de demostrar, con un ejemplo social vivo, que hay otra forma de gestionar la vivienda, otra modelo habitacional que no se basa ni en el capitalismo, ni en el paternalismo público, ni en la propiedad, ni tan siquiera en el alquiler; se basa en la autogestión.

Es imprescindible aspirar a un modelo de vivienda gestionado de forma directa por los propios vecinos. No solo basta con combatir las formas más abusivas del rentismo, como hemos visto con los excesos del alquiler vacacional en esta oleada de turismo masivo; hay que cuestionar el propio principio de la renta, uno de los pilares de este sistema económico basado en la propiedad privada.

Los proudhonianos clásicos consideraban que la explotación capitalista se fundamentaba en distintas categorías económicas que consistían en parasitar el esfuerzo ajeno: la plusvalía en el trabajo(36), el lucro en el comercio, el interés en el crédito y la renta en el alquiler(37). El propio Proudhon fue el primero en exigir la liquidación de los alquileres(38), demanda que heredó la Comuna de París(39) y muchas revoluciones y movimientos posteriores(40) y que languideció cuando las organizaciones obreras asumieron el discurso propietario. Hoy es muy difícil esperar que los nuevos sindicatos de vivienda asuman una medida como esta, pero tal y como los sindicatos laborales combativos deben aspirar a acabar con el trabajo asalariado, los sindicatos de inquilinos deben aspirar a acabar con la renta. Abolir los alquileres puede parecer una propuesta muy extrema, pero ni siquiera el argumentario económico más convencional puede refutar su coherencia. Explicaba Proudhon que el precio que haya podido pagar un propietario por una casa ya se ha amortizado de sobra con varias décadas de alquiler y que el arrendatario adquiere un porcentaje de propiedad con cada mensualidad pagada(41). Según este razonamiento, la mayoría de viviendas construidas antes del 2000 ya han sido pagadas con creces, ninguna retribución merece ya el propietario. ¿Y si esta vivienda se ha devaluado por el deterioro o la coyuntura y ha exigido nuevas inversiones por parte del arrendador? Cuando el mercado fija la revalorización de una propiedad el arrendatario no puede reclamarle nada al casero, ni tampoco el casero está dispuesto a compartir con nadie sus ganancias extras; que se aplique la misma lógica cuando el casero es el perjudicado y que no nos exija al resto que costeemos sus pérdidas. Pero sobra argumentar esto… La mentalidad capitalista debe dejar de marcar los análisis sociales, más cuando hablamos de necesidades básicas.

La cuestión de fondo es que la vivienda debe de romper las cadenas que la atan al mercado, debe pasar a ser un patrimonio social colectivo gestionada directamente por los habitantes del barrio que no esté sujeta a los flujos turísticos ni a los vaivenes especuladores. Quizás parezca excesivo concentrar tanto esfuerzo en el tema de la vivienda, pero es que el barrio no es otra cosa que un espacio común conformado, precisamente, por un conjunto de viviendas, y sujeto por una red de relaciones que quienes las habitan tejen en torno a ellas. Ciertamente, no hay que idealizar el barrio. Es simplemente el lugar en el que para bien o para mal vivimos e interactuamos (muchas familias el 100% de su tiempo). Pero nadie nos puede negar que intentemos que ese espacio y esas relaciones se produzcan de la mejor manera posible. Intentar que sean lo más sanas, igualitarias, solidarias, justas y libres que esté a nuestro alcance. La turistificación destroza esas aspiraciones, destruye el espacio, rompe o vicia esas relaciones y lo hace acaparando nuestras casas. Desde ahí fagocita al resto de la ciudad y desde ahí la totalidad del territorio. Defender la vivienda es defender el barrio, y defender el barrio es tanto como defender el último terreno de estás malditas ciudades que aún podemos considerar nuestro.

Ruymán Rodríguez


NOTAS

1 Mientras en otros lugares del Estado abundan las pintadas contra la actividad turística, en Canarias ha sido muy frecuente ver que las pintadas de la izquierda independentista reclaman justo lo contrario: “¡El turismo es nuestro!”.
2 Según un informe del Gobierno de Canarias llamado Alquiler vacacional en Canarias: Demanda, Canal y Oferta, 2015.
3 H. Mederos, “Canarias, la región donde el turismo aporta más empleo a la economía” (La Provincia, 14/4/2016).
4 A. Fuentes, “La cara oculta y precaria del turismo” (El Periódico, 21/10/2016).
5 Datos de la EPA (Encuesta de Población Activa) de 2017.
6 Redacción, “Canarias sigue pagando el segundo sueldo más bajo de España, solo el 85% del registro nacional” (El Diario, 10/5/2017).
7 Datos del INE (Instituto Nacional de Estadística) de 2016.
8 Ibíd.
9 Fuentes, op.cit.
10 Según datos del ISTAC (Instituto Canario de Estadística) de 2016.
11 Europa Press, “Canarias cierra 2016 con 13,3 millones de turistas extranjeros” (Diario de Avisos, 31/1/2017).
12 Servimedia, “España recibió 75,3 millones de turistas en 2016, un 9,9% más” (El Economista, 12/1/2017).
13 Gobierno de Canarias, op.cit.
14 Ibíd. Aunque hay que poner en cuarentena estas cifras del Gobierno de Canarias y no descartar que puedan superar fácilmente los 30.000. Así como dicho organismo da una cifra de viviendas abandonadas bastante menor de la que reconocen otras instituciones, los números en alquiler vacacional también les bailan bastante. En el programa “El Foco” (Radio Televisión Canaria, 7/7/2017) el viceconsejero de turismo Cristobal Rosa repitió con insistencia, en un debate sobre alquiler vacacional, que las viviendas que su gobierno tenía censadas eran exactamente 29.931.
15 Gobierno de Canarias, op.cit.
16 R. Glass, London: Aspects of change, 1964.
17 Es la misma reforma que liberalizó el alquiler vacacional y lo convirtió en competencia de las Comunidades Autónomas.
18 Gobierno de Canarias, op.cit.
19 Datos del INE de 2012. En 2016 se empieza a hablar de 135.000 casas vacías (S. Lachica, “La ultraperiferia canaria: los sueldos más bajos y 135.000 inmuebles vacíos”, El Diario, 28/5/2016). Según Tinsa (empresa dedicada a la tasación de inmuebles) en Las Palmas el 21,4% de las viviendas están vacías, y en la provincia de Santa Cruz el 17,6% (datos de 2016).
20 Lachica, op.cit.
21 D. Esperanza y R. Ruiz, “El alquiler la opción más rentable en inversión inmobiliaria” (Expansin, 22/5/2017).
22 Redacción, “El alquiler de viviendas, en niveles récord del último medio siglo” (El Mundo, 5/1/2017)
23 Según datos de AFI (Analistas Financieros Internacionales) en 2017.
24 Ibíd.
25 Europa Press, “El precio del alquiler en Las Palmas de Gran Canaria sube respecto a los niveles previos a la crisis” (El Diario, 26/6/2017).
26 Datos del CGPJ (Consejo General del Poder Judicial) de 2016.
27 Ibíd.
28 El mismo organismo judicial revela que en ciudades como Barcelona el porcentaje es aún mayor y 9 de cada 10 desahucios son por impago de alquiler.
29 Las páginas inmobiliarias como Fotocasa.es están llenas de estos ejemplos.
30 Decreto 113/2015.
31 Agencia EFE, “El TSJC anula varios preceptos del decreto canario de alquiler vacacional” (La Provincia, 27/4/2017).
32 La cita atribuida al filósofo escita Anacarsis (siglo VI a. C.) está muy bien desarrollada en este fragmento de la emblemática obra El Gaucho Martín Fierro (José Hernández, 1872):
“La ley es tela de araña, y en mi ignorancia lo explico,
no la tema el hombre rico, no la tema el que mande,
pues la rompe el bicho grande y sólo enrieda [sic] a los chicos.
Es la ley como la lluvia, nunca puede ser pareja,
el que la aguanta se queja, más el asunto es sencillo,
la ley es como el cuchillo, no ofiende [sic] a quien lo maneja.
Le suelen llamar espada y el nombre le sienta bien,
los que la manejan ven en dónde han de dar el tajo,
le cae a quién se halle abajo, y corta sin ver a quién.
Hay muchos que son doctores, y de su ciencia no dudo,
mas yo que soy hombre rudo, y aunque de esto poco entiendo
diariamente estoy viendo que aplican la del embudo”.
33 Ciertamente no se puede generalizar, y es evidente que muchos otros turistas, sean o no de clase alta, sí tienen una mentalidad elitista, colonizadora, que al menos en un destino como Canarias se suele revelar con las típicas manifestaciones despectivas del europeo que viaja a África, del “civilizado” que viaja al “tercer mundo”. No obstante, estos prejuicios no los tienen por ser extranjeros, sino por ser clasistas. No debemos olvidarlo.
34 Esta batería de exigencias las redacté como una propuesta de mínimos para el Sindicato de Inquilinas de Gran Canaria. Como aún está en estudio, y visto lo poco dados que somos al trabajo teórico, puedo aventurarme a compartirla.
35 P. Kropotkin, La conquista del pan, 1892.
36 Aunque el concepto se le atribuye a Marx, ya antes que él P.J. Proudhon explicó el proceso en su primera obra de importancia: ¿Qué es la propiedad? (1840).
37 Esta “trilogía de la usura” aparece recurrentemente en la literatura proudhoniana, desde las primeras obras del propio Proudhon (como la mencionada en la nota anterior) hasta los textos finiseculares de Benjamin R. Tucker como Socialismo de Estado y anarquismo: en qué se parecen y en qué difieren (1896).
38 “Propongo que se opere la liquidación de los alquileres. Todo pago de la renta equivaldrá para el inquilino a una parte proporcional e indivisa de la casa que habite o de cualquiera de los edificios de alquiler que se usen para habitación de los ciudadanos” (Proudhon, Idea general de la revolución en el siglo XIX, 1851).
39 “La idea del alojamiento gratuito se manifestó claramente durante el sitio de París [se refiere a 1870, en plena Guerra Franco-prusiana], cuando se pedía la anulación pura y simple de los inquilinatos reclamados por los propietarios. También se manifestó durante la Comuna de 1871, cuando el París obrero esperaba del Consejo de la Comuna una resolución enérgica aboliendo los alquileres” (Kropotkin, op.cit.).
40 Podríamos citar ejemplos tan paradigmáticos como el Consejo de Baviera de 1919 (“Un comisario del pueblo designado para el régimen de vivienda ordena la requisa de todos los alquileres en el territorio de Baviera. Cada familia sólo tendrá derecho en adelante a un comedor, al lado de la cocina y de habitaciones” [R. Lewin, “Erich Mühsam y la Revolución de Baviera” en Polémica, nº 11/3/1983]) o la experiencia de Kronstadt en el período de 1917-1921 (“A principios de 1918, la población laboriosa de Kronstadt, tras debates en múltiples reuniones, decidió proceder a la socialización de locales y viviendas. […] El primer artículo [del proyecto aprobado por el soviet] declaraba: ‘Queda abolida en adelante la propiedad privada de bienes raíces e inmuebles’. En otros se especificaba: la gestión de todo inmueble incumbirá al Comité de vivienda, elegido por sus ocupantes. Los asuntos importantes relativos a un barrio lo serán en asamblea general de sus habitantes, quienes designarán a los miembros del Comité de barrio. […] Bien pronto quedaron constituidos los comités (de vivienda, de barrio, etc.) y empezaron a funcionar. El plan entró en vigor, haciéndose realidad el principio «Todo habitante tiene derecho a adecuado alojamiento»” [V.M. Eichenbaum “Volin”, La Revolución Desconocida, 1945]).
41 “[..] Cada vez que un arrendatario paga la renta, obtiene sobre el campo confiado a sus cuidados una fracción de propiedad cuyo denominador es igual a la cuantía de esa renta” (Proudhon, ¿Qué es…)

La madurez militante

(Aparecido originalmente en el nº 43 de Ekintza Zuzena, de diciembre de 2016)

Hemos de aceptar que actualmente existe un divorcio entre el anarquismo y el resto de la población. Cuando se plantea abiertamente esta circunstancia la mayoría de anarquistas suelen afrontarla con tres actitudes que considero igualmente erróneas: negación, aceptación orgullosa y desesperación por enmendarlo a cualquier precio.

La negación es fácilmente identificable y sin embargo es uno de los aspectos que menos nos cuestionamos. Es incómodo sonreír y no tener los dientes tan limpios como se esperaba. La negación parte de una concepción pueril y dogmática del anarquismo que podríamos resumir así: el anarquismo es una idea superior; sus adeptos, superhombres o supermujeres; la Anarquía (como concepto abstracto) sustituye a Dios. ¿División entre el pueblo y el anarquismo? Gilipolleces. El anarquismo es lo mejor, insuperable, incuestionable, incriticable; el pueblo es anarquista, sólo que no lo sabe ¡hay que despertarlo!; siendo los mejores y moralmente superiores al resto, nos toca iluminar al pueblo; nuestro descrédito actual se debe exclusivamente a la manipulación mediática y al tándem Estado/Capital; no tenemos ninguna responsabilidad; volveremos a ser grandes; la revolución está cerca; vamos a nuestros locales a regodearnos con esta idea.

Este pensamiento lo relaciono con nuestra infancia militante. Es lo que sucede cuando uno se entusiasma con algo de forma ciega, acrítica, cuando nos gusta sentirnos pertenecientes a un grupo por la propia idea de pertenencia (identitarismo social), pero sin necesidad de trabajar por un objetivo concreto. Es la mentalidad infantil del groupie o del hincha de fútbol; su ídolo o su equipo son intocables, matarían por él, pero todo ese fanatismo lo concentran en un objeto superior y por ello ajeno a ellos mismos. Esta idea, ingenua pero tremendamente autodestructiva, no acepta ni admite el autoanálisis ni la autocrítica necesaria para detectar fallos, implementar estrategias y hacer que los objetivos anarquistas puedan dotarse de realidad a corto plazo. Ha sustituido la militancia real por las consignas, la simbología, los mitos y el folclore. Su campo de trabajo es la nostalgia y la escolástica; construir la revolución hoy, día a día, destruiría su idealización de un movimiento y un pasado.

Tenemos después la aceptación orgullosa ante esa separación con la gente de a pie. Puede que esta actitud sea el resultado de una salida traumática de la anterior etapa, de un choque con la realidad; puede también que sea el fruto de un contacto poco satisfactorio con los demás. Este período de descreimiento y hostilidad hacia el resto, de encerrarse altivamente en un mismo, lo asocio con la etapa adolescente de nuestra militancia. Esta actitud, entendible en un principio, poco a poco tiende a degenerar en la más abyecta autocomplacencia.

Como anarquistas es lógico sentir aversión hacia a lo que nos rodea, no sentirse identificados con la sociedad que nos ha tocado, sentirse distanciados de sus usos y costumbres, humillantes y opresivos. Pero la cuestión es si esta distancia la sentimos hacia la opresión o hacia los oprimidos. Hay gente muy orgullosa de su anarquismo, tanto que lo considera un artilugio exquisito y complicado, de uso restringido, no apto para ineptos. Creen situarse con Albert Libertad en su oposición a los pastores y a los rebaños, pero sólo odian a los rebaños, y del rebaño a las ovejas más raquíticas y tullidas. Buscan grados de perfección, encerrados en herméticos círculos de retroalimentación, y todo lo que suene a popular, inculto, sucio, pobre, “lumpen”, les da alergia. Como los anteriores, pero en este caso con desprecio hacia la “gente normal”, no quieren mezclarse con nada que no huela a ideología, porque cualquier contacto con la realidad rompería su perfecto concepto de una idea de invernadero, protegida de la luz y el aire tras un cristal. No pueden enfrentarse a la contradicción, al error, al fracaso. No sienten empatía, y su anarquismo es un monstruo cerebral pero sin corazón ni entrañas. Piensan a sí mismos en clave anarquista, y le ponen al término bonitos apellidos, pero son tristes aristócratas. Pueden sentirse amparados por Stirner, Zo d’Axa o La Boétie y su férula contra la servidumbre voluntaria, pero la verdad es que siguen ciegamente a Nietzsche, Sade o Spencer en el desprecio hacia el esclavo, recitando aquello de “que los pobres y débiles perezcan, primer principio de nuestro amor a los hombres. Y que se les ayude a morir”1. Sienten por la “plebe” lo mismo que el marqués o el empresario, pero lo disimulan tras la bandera negra y la jerga intelectual robada de la última novedad editorial. Ya lo decía Agustín Hamon: “contemplan al pueblo desde las serenas alturas donde moran y que la vil multitud jamás alcanzará. Se creen y se llaman a sí mismos superiores a la raza humana. Son libertarios… para ellos y autoritarios para los demás”2. Son el paso previo a una senectud amargada, incapaz de establecer contacto con la realidad, con sus actores, con la gente de carne y hueso; incapaces de contactar con la vida al fin. En su mente todo es perfecto, ¿por qué exiliarse de ella y salir a la calle? No moverse, quedarse quieto, ese es el secreto de la perfección; si no te mueves no hay margen de error. Quizás no sean felices, pero lo encubren tras una terrible sensación de superioridad que les hace sentirse orgullosos de no querer saber nada de los problemas de los demás; problemas que quizás, sin darse cuenta, puedan ser los suyos mismos.

Finalmente tenemos la desesperación, aunque desapasionada, por corregir esta situación. Quizás se provenga de las dos anteriores etapas, se esté cansado y ahíto de tanto tiempo perdido. Se ha crecido, emocional y biológicamente, y las malas experiencias, tanto con la irreflexión folclórica como con el esnobismo, ha llevado a tirar mucho equipaje ideológico, a aborrecer tanto purismo anarquista y a querer implicarse justo en lo que se cree lo contrario a lo que los anteriores defienden. Se busca seriedad, romper con los clichés, pero se tiene ya poca energía para crear nada nuevo y trazar la propia vía. Es lo que identifico como la vejez del anarquismo.

En esta etapa, por simple oposición, por agotamiento y renuncia, se traspasan todas las líneas rojas que uno mismo se había fijado para no parecerse a ese poder al que tanto se despreciaba, se acaba confundiendo la tolerancia con la renuncia, y se acaba apoyando la vía institucional o partidista. Es el momento en el que para centrarse se acaba en realidad desorientado, sin norte. Ya no se ve mal contemporizar con los partidos, cualquier aversión hacia ellos parece un prurito dogmático. Colaborar con lo institucional, votar, pierde su importancia; cualquier oposición a esto es una reminiscencia de estrechez tribal. Se cree que para aproximarse al pueblo hay que dejar de mostrar oposición a los mismos elementos que lo han despojado y destrozado, contemporizar con quienes lo saquean o manipulan. Al final, los militantes que han caído en la decrepitud, que no han sabido hacerse mayores de forma natural, defienden algo que no conserva ningún rasgo diferenciado con respecto a cualquier otra idea o práctica, nada que lo singularice lo suficiente de lo que predican los partidos o los sindicatos amarillos como para llamarlo anarquismo. Conservan el nombre por inercia, por rutina, porque son muchos años portándolo y el resto del espectro político está copado. La realidad es que se ha perdido cualquier atisbo de rebeldía, de oposición a ley, de carácter revolucionario; ya sólo interesa la parcialidad como meta, la concertación como fin, el mínimo como máximo. Se habla de comunismo libertario, pero tal y como los religiosos hablaban de la tierra prometida: una promesa de futuro que no llegaremos a ver. No queda nada trasformador. Todo se ha perdido, salvo el nombre.

A estas etapas pienso honestamente que hay que contraponerle la simple y llana madurez3. Hay momentos en los que comprendes que no necesitas la mitología para realizarte, ni la identidad grupal; que los tiempos de ritos iniciáticos han pasado; y que parecerse a quienes nos degradan y postergan, hacer las paces con ellos, no es un signo de amplitud de miras sino de rendición incondicional.

Podemos acercarnos al pueblo sin idealizarlo. Si se toma partido por su causa no es por sus cualidades y virtudes, sino porque en esta guerra son los damnificados, los que van perdiendo. Cuando intervenimos en una pelea no nos paramos a pensar si la víctima agredida le da un beso a sus hijos antes de acostarse o si respeta la vida de los animales; intervenimos aunque a lo mejor estamos ayudando a alguien que no es mejor que su agresor. No hace falta idealizar al que se lleva la peor parte para tomar partido. Cuando hablamos de las civilizaciones precolombinas, ¿necesitamos idealizarlas, mostrarlas libres de jerarquía, propiedad e injusticias para condenar y oponernos a la masacre que padecieron? No es necesario. Se puede uno acercar al pueblo aceptando sus fallos y contradicciones. Son muchos años de condicionamiento, de domesticación, no podemos pretender romper millones de cadenas mentales de un solo golpe. ¿Qué somos si no nosotros mismos? Parte de ese pueblo: una parte igual de sucia, de fea, de maloliente, con sus mismas mezquindades, prejuicios y estrecheces. Hemos de mirarnos al espejo, ver qué éramos antes de creer que habíamos aprendido cómo funciona el mundo, y cómo seguimos siendo en la intimidad y sin auditorio. Una parte, sin embargo, que pudo darse cuenta de su situación siguiendo un proceso que a nadie le está vedado, aunque se produzca de distintas formas.

Hemos de acercarnos a la gente a cara descubierta, sin renegar de lo que somos, con nuestros bártulos y herramientas, pero no para guiarla, sino para construir con ella. Basta de pensar que sólo podemos acercarnos a la gente a través de la caridad y el asistencialismo, de pensar que nos odian sólo por desconocimiento cuando a veces es porque nos conocen demasiado bien. Nos gusta hablar de quebrar la ley en lo teórico, incluso de participar en un acto catártico durante una manifestación, pero no somos conscientes de que se puede romper esa misma ley a favor de los intereses del pueblo y no contra los mismos. Cuando se okupa y se comparte, cuando se expropia y se socializa, cuando se para un desahucio a través de un piquete, la ley queda rota y la gente se siente identificada con lo que la han hecho añicos. Cuando salimos de nuestro ambiente, de nuestra zona de confort, surgen las contradicciones, pero también la única oportunidad de enfrentarnos a ellas y rebasarlas. Cuando analizamos la insolvencia y en vez de contemplarla resignados nos planteamos organizarla, plantearla no como una fatalidad sino como un desafío, podemos estar en disposición de crear sindicatos de inquilinos, organizaciones de deudores, de insolventes. Plantearnos como parte de un programa a largo plazo metas como las fijadas por la Comuna de París en 1871: liquidación de alquileres y cancelación de las deudas. E ir construyendo esto a base de efectividad, con acciones concertadas de impago. Convertir lo que va a pasar contra nuestra voluntad en un acto voluntario; lo que es una tragedia personal en un acto de resistencia colectivo con contenido político reivindicativo. Pasar a la acción.

Propuestas como estas, y muchas otras, más imaginativas y mejor planteadas seguramente, están ahí, en la calle, esperándonos. Los barrios, duros, cargados de códigos, de capitalismo desnudo, sin pretextos intelectuales, y en los que diariamente la solidaridad se da de hostias con la crueldad, requieren mucho trabajo de campo. La etapa madura de la militancia pasa por darse cuenta de lo que no se quiere ser, pero también por asumir que a veces hay que trabajar donde nadie más quiere, donde la situación no es cómoda; pasa por asumir lo desagradable como parte de nuestra vida, pues esa es la única forma de poder cambiarlo. Consiste en dejar los manuales a un lado y experimentar por uno mismo. Consiste en no resignarse, ni con la injusticia, ni con la revolución de papel, ni con el pacto como antídoto de la subversión. Consiste en contemplarse al espejo con toda la aplastante sinceridad del reflejo, sin quitar la vista de los defectos, de las flacideces, de las cicatrices, sin ocultar lo que se es, viendo también las virtudes y potenciándolas, sacando partido de nuestra osadía, de que no han podido corrompernos, de que no estamos en el ajo y tampoco podemos seguir al margen. Consiste, simplemente, en tener una mirada muy limpia y unas uñas muy sucias.

Ruymán Rodríguez


1 Friedrich Nietzsche, El Anticristo, 1888.
2 Auguste Hamon, Psicología del Socialista-Anarquista, 1895.
3 Advierto que no se debe confundir mi analogía con la edad cronológica. Hay militantes eternamente infantiles o adolescentes, otros que ya nacieron en la vejez y algunos que con independencia de su edad representan esa madurez de la que hablo.

Márgenes estrechos para la disidencia

En el mundo en el que vivimos la conciencia de determinadas situaciones a veces implica un ahogo constante y profundo. Cada vez hay menos margen para la oposición, para el conflicto, aquel que es real, sobre lo esencial y que pone en juego al sistema (es decir, aquel conflicto que deriva de cuestionar el paradigma vigente, por ejemplo, la propiedad privada) . Abundan, en cambio, muchas «discusiones» banales entre políticos profesionales acerca de temas realmente intrascendentes y sobre los que ellos tienen muy poca potestad de decisión en términos efectivos. La calle se hace eco de estas discusiones, y a esto se le llama «hablar de política». Discusiones en lugar de conflictos, puro espectáculo frente a la interpelante realidad.

Hablando de realidades y ficciones, el Ayuntamiento de Barcelona se está poniendo las pilas últimamente en materia de vivienda. A raíz de la aprobación de la nueva ley de vivienda de diciembre de 2016, se pretenden impulsar una serie de medidas para garantizar el acceso o el mantenimiento de la vivienda en los próximos 10 años a los habitantes de la ciudad: ayudas para pagar los alquileres, subvenciones para rehabilitaciones, pisos de protección oficial, promoción de la co-vivienda … Así, aunque determinadas de estas medidas puedan representar una ayuda en momentos puntuales, cabe preguntarse: ¿cuál es la verdadera cara de estas políticas? Y sobre todo, ¿cómo nos «ayudan» a medio plazo o, por el contrario, sirven para enmascarar las causas profundas y las soluciones radicales que tenemos que afrontar en la época que nos ha tocado vivir? Nos gustaría hacer una reflexión más amplia al respecto.

La estrategia por parte de las instituciones desde el 15-M es muy clara y evidente. Una vez los que estaban fuera están dentro, ¿qué más podemos pedir? Cuando la balanza se inclinó desde el «no nos representan» al «que nos representen mejor», se supone que sólo podemos esperar que este mejor quiera decir que jugarán a nuestro favor. Pero el frente de la vivienda ha sido uno de los más activos y persistentes desde el 15M, porque en sus diversas peculiaridades sigue siendo una fuente de conflicto urgente para muchas personas. Así, las movilizaciones y acciones por esta cuestión han continuado con fuerza y con diferentes estrategias, desde las que contemplan la acción directa expropiadora hasta las más legalistas, de las que ahora el Ayuntamiento hace bandera.

La vieja socialdemocracia de la nueva política

La nueva política que tanta tinta y saliva hace correr a aquellos que se llenan la boca con ella, consiste básicamente en intentar hacer reflotar las cenizas de la vieja socialdemocracia. Esta, históricamente, y también ahora, trata de no tocar los cimientos de la estructura de barbarie y desigualdad en la que vivimos establecidos sino simplemente destinar una parte exigua de los recursos que puede conseguir a raíz de estar “en el poder” a gestionar la miseria. Por muy encomiable que esto pueda ser, la lucha necesaria en nuestros tiempos no es esta. Llevamos demasiados años poniendo parches y edulcorando la catástrofe y está claro que esta no la evitaremos si no cuestionamos de base el funcionamiento que la provoca (el sistema Estado-Mercado y los valores asociados a él de pasividad, competencia, egocentrismo, máximo beneficio. .) y empezamos ya a construir una nueva forma de vida. Si bien es cierto que en la situación de desamparo y desestructuración social a la que hemos llegado, a algunas personas las políticas socialdemócratas las pueden ayudar temporalmente, debemos ser conscientes de que éstas sólo contribuyen a medio plazo a alargar la agonía y apuntalar el sistema . Como dice la conocida frase: «Pan para hoy, hambre para mañana».

Pacificación y represión

Lo que es verdaderamente importante para mantener las dinámicas del sistema en el caso de la vivienda, en términos generales, es promover la pacificación del conflicto. Los intentos de mediación de la administración en este sentido se presentan como una solución, la actuación del policía bueno contra el policía malo (los bancos, los fondos «buitres», las inmobiliarias …) en este juego de máscaras que enturbia las conciencias populares.

Pero su objetivo real es pacificar, como decíamos, evitar una situación demasiado dramática que pueda propiciar la autogestión popular de este ámbito de la vida tan fundamental como es el hogar. Por un lado, la estrategia pasa por calmar los ánimos a través de «solucionar» temporalmente las necesidades materiales de las personas hasta que sólo queden luchando los «irreductibles» -aquellos que se movilizan por conciencia política y social más allá de sus necesidades concretas individuales- oponiéndose a aceptar según qué tipo de medidas que resultan contraproducentes para la autonomía y la libertad. Estos últimos serán reprimidos, como ha ocurrido con el movimiento de vivienda en la ciudad de Turín) (1). Por otra parte, los casos de okupaciones masivas en que se pone más en tela de juicio la propiedad privada en desuso, ponen sobre la mesa de manera muy clara que la principal voluntad de las instituciones es auto-legitimarse y legitimar el sistema establecido, y que no prime la autogestión popular a menos que sea a través y con autorización de sus leyes, aunque parezca una contradicción en términos. Los desalojos masivos de centros sociales que albergaban a refugiados en Grecia son ejemplo de ello. La protección de la propiedad privada es la norma legal que da cobertura a acciones bárbaras como estas, pero la norma invisible y aleccionadora es evitar a toda costa los ejemplos vivos de auto-organización y autogestión popular de las necesidades básicas. Porque si perdemos el miedo en esto, que nos mantendrá ligadas a la obediencia de sus códigos y normas inhumanas? El caso de la Comunidad «La Esperanza» de Gran Canaria es un ejemplo paradigmático de ello, no exento, claro, de represión (2).

Burocratizar o autogestionar?

Frente a una problemática real que nos afecta a muchas personas, podemos decidir tomar las riendas de la lucha o dejarla en manos de las administraciones «públicas» e incluso no hacer nada y esperar que la «mano invisible» del mercado siga su curso. Estamos tan triturados como personas y como colectividad que parece que pocas posibilidades nos quedan más que el sufrimiento individual y la pasividad más absoluta, o bien pedir y reivindicar que alguien haga algo para nosotros. Al fin y al cabo, el Estado democrático y de derecho debería servir para algo, no? Al menos eso defienden los promotores de las instituciones establecidas y los que cree en ellas.

Si nos dejaran «solos», después de todo lo que nos han despojado a lo largo de los últimos dos siglos, tendríamos posibilidades reales de autogestionarnos? Algunos ejemplos actuales sugieren que si (3), a pesar de numerosas dificultades, producto sobre todo de limitaciones humanas y relacionales. En Canarias la lucha mediante la acción directa expropiadora ha recogido muchos más éxitos en número que el trabajo de las administraciones y plataformas de tipo más legalista de todo el Estado juntas (4). Pero para ello se necesitan personas con dedicación, con iniciativa, con voluntad y fortaleza. Con capacidad de convivir y cuidarse. Sólo asumiendo fortalecernos y responsabilizarnos de las situaciones de vida en que nos encontramos, tanto a nivel personal como colectivo, podremos avanzar hacia algo sustancialmente mejor que el orden establecido.

Desnaturalización y cooptación

Lo que no hagamos nosotros, alguien tendrá que hacerlo por nosotros. Y lo que hacemos nosotros, también! Así, si creamos oficinas de expropiación popular (OEP), las instituciones promoverán leyes de expropiación forzosa e inventarán sus oficinas de vivienda pública. Duplicando estructuras, cooptando a los marginados y a la disidencia -pero no a los más marginados ni los más disidentes, sino a aquellos recuperables, los que sólo necesitan un pequeño impulso para seguir manteniéndose a flote-, profesionalizando el activismo, pretenden acabar con toda iniciativa de auto-organización popular real.

Otro ejemplo reciente de este tipo de políticas, más allá del ámbito de la vivienda, son las subvenciones a la creación de “ateneos cooperativos» a golpe de talonario por toda Cataluña (5). Promocionando desde arriba lo que sólo puede surgir de la voluntad y la fuerza de los de abajo, este tipo de cosas buscan desnaturalizar los movimientos y las prácticas, vaciándolas totalmente de contenido al presentar proyectos similares en apariencia pero totalmente opuestos en funcionamiento y objetivos (en este caso los «ateneos cooperativos» se entienden como una herramienta para crear puestos de trabajo, y aquí se queda el asunto. El cooperativismo mercantil se acaba convirtiendo también en una herramienta hermosa para lavar la cara al sistema y hacer pasar gato por liebre, más allá de la retórica de continuidad histórica gloriosa con los ateneos obreros que se pueda utilizar) (6).

Por lo tanto, vemos con estos ejemplos que la nueva táctica del sistema para renovarse resulta ser mucho más la cooptación que la represión abierta y explícita. La cooptación, el bienestar dado, la autogestión subvencionada, hace mucho más difícil la rebelión, a no ser que se mantenga un nivel de conciencia muy elevado y unos fines estratégicos y pragmáticos muy claros que pudieran darle la vuelta (y este no es el caso hoy en día, desgraciadamente).

Legitimarse y deslegitimar

Con este tipo de políticas se hace patente que cada vez hay más asfixia de la disidencia y de todos aquellos que apostamos por una vida libre. Si os lo damos todo, nos dicen, de que os quejais? Con la entrada en las instituciones oligárquicas y las escasas medidas que se pueden impulsar desde allí nos pretenden hacer creer que ya está todo listo, consiguiendo así deslegitimar las luchas populares que buscan ir más allá, es decir, construir una vida diferente en un marco diferente, y no venderse el futuro a cambio de pasatiempos envenenados. Con sus políticas no crean un nuevo imaginario social sino que de hecho hacen más y más presente y más real y más legitima la necesidad del Estado para proteger a las personas de los males del «sector privado», así como para gestionar la miseria social . Es importante tener en cuenta que aunque los resultados de las políticas institucionales sean muy escasos, con poca inversión y sin tocar nada esencial del marco actual consiguen legitimarse, básicamente a base de propaganda y de su capacidad de visualizar y organizar el trabajo de quienes vivirán de ser gestores de las miserias de los demás. No obstante, en términos reales, cuantitativos, no pasarían ni siquiera la prueba de la suficiencia, pero es altamente improbable que alguien se dedique a investigarlo y comprobarlo.

Mantener las apariencias

Otro resultado buscado de estas medidas paliativas es edulcorar la realidad, mantener a la gente en las ciudades con una situación menos decadente a costa de subvenciones que escondan lo obvio: cada vez es más difícil vivir en el sistema actual y del sistema actual. Es como cuando en los años 70 del siglo XX la economía parecía que no podía crecer más y las élites decidieron suprimir el patrón oro y acelerar la deuda para generar la ficción de la abundancia, ficción que en determinados momentos nos ha explotado en la cara.

Lo que interesa a las dinámicas del sistema actual es que a pesar de la catástrofe en la que estamos inmersos, se mantenga en lo posible una apariencia de normalidad. Como dice Ruymán Rodriguez, quieren que pasemos de ser potenciales revolucionarios a indigentes tranquilos. Quieren una sociedad de indigentes tranquilos, por eso ya no se habla tanto de exclusión social sino de exclusión habitacional / residencial por ejemplo, para fragmentar la opresión. Ahora puedes ser un excluido total en algunos ámbitos pero tener casa. Como también puedes tener un trabajo totalmente precario pero en las estadísticas contribuyes a bajar los índices de desempleo. Al banco le interesa más darte un alquiler social de 50 euros y que dejes de quejarte y luchar, que no realmente el dinero que deja de percibir. Le interesa más hacerte callar y no perder legitimidad, que no el dinero. Los factores inmateriales más que los materiales.

La apariencia, pues, acaba siendo más importante que la realidad. Esto lo saben los inversores, debes «dar confianza». También lo saben los psicólogos: haz «como si» y acabarás siendo lo que quieres.

Cómo romper el cerco?

¿A qué nos podemos oponer? El aro es cada vez más estrecho. Intentan hacernos creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles cuando de hecho no paramos de perder más y más autonomía, y más capacidades.

¿Qué podemos hacer?

Primero de todo, aprender a cuestionar la normalidad, quitar el polvo de debajo de la alfombra de la realidad establecida. Recuperar una forma inocente de estar en el mundo, que no ingenua, para no dar por supuesto el sistema actual y su barbarie. Combinar la aceptación firme del mundo en el que vivimos con el cuestionamiento imprescindible que nos recuerda lo que debería ser, lo que podría ser.

Por otra parte, contribuir a aumentar el nivel de conciencia de más personas que puedan comprometerse y arriesgarse a proponer y vivir en una nueva realidad, sin perder los vínculos con quien actúa más por pura necesidad porque no le queda otra, o porque así lo decide (estar en segunda línea). También tejer puentes con personas del entorno donde nos encontramos que se ven afectadas en su propia piel por las dinámicas que denunciamos y que para ellas la lucha es una cuestión irrenunciable y de sentido común más que de ideología (7).

Igualmente resulta fundamental para las dinámicas presentes de asimilación no dejarse cooptar, siempre mirar en cada momento cuáles pueden ser los puntos de conflicto, los huecos donde puede crecer y florecer la disidencia. Estar atentos a las necesidades a las que el sistema no da o no puede dar respuesta, mutando rápido porque esto va cambiando. Estar alerta a la realidad y saber detectar los campos minados antes de que sean desactivados por la legalidad vigente. Sin embargo, la táctica del conflicto constante seguramente no será suficiente para evitar las dinámicas asistenciales y la posibilidad de convertirse en simple gestora de los males del sistema. Será necesario mantener viva la llama del espíritu de disidencia y darle vías concretas de salida, diversidad de tácticas que pueden ir cambiando en función del lugar y el momento, pero que son parte de un mismo camino del que debemos intentar no perder el norte, forjando una estrategia conjunta más allá de los ámbitos concretos de acción tales como el frente de la vivienda.

Para cualquiera de estas cosas es asimismo imprescindible un cambio de valores y de prioridades, al menos entre algunos sectores de la población que pueden ser los más dinámicos. Mientras la búsqueda de estabilidad, de seguridad, de normalidad, etc. sea más importante que la libertad, de conciencia sobre todo, y material también, en forma de autogestión, no hay nada que hacer. Deberíamos vivir como si no pudiéramos perder nada, o como si lo que pudiéramos perder no tuviera tanto valor -perder el miedo a la muerte sería también importante para la revolución-. Corremos el riesgo de que la comodidad nos entierre vivos (8).

Laia Vidal


NOTAS

1 El movimiento de lucha por la vivienda en Turín ha sido desactivado de esta manera, con una táctica de suspensión administrativa de los desahucios. 13 personas que se resistían a aceptar esta «solución» han sido detenidas en los últimos tiempos. Aquí se puede escuchar una charla donde se explica esta lucha.

2 Aquí se pueden encontrar varios artículos sobre los intentos de desahucio en la Comunidad y aquí sobre la represión directa a personas como el activista Ruymán Rodríguez.

3 El barrio de Errekaleor, en Vitoria-Gasteiz, donde conviven más de 180 personas, es una muestra de las posibilidades de la acción directa y la autogestión.

4 Desde 2012 más de 300 okupaciones y 1.000 familias realojadas.

5 La convocatoria se puede encontrar aquí.

6 Ateneos como La Base o La Baula, que han adoptado el adjetivo de «cooperativos» pretenden ir mucho más allá de esta herramienta institucional y mercantilista y, aunque alojen proyectos productivos, la lógica es comunitaria y pro-comunal, y la visión va mucho más allá de crear puestos de trabajo.

7 En la ZAD de Francia se da una situación de tríada en este sentido, entre activistas, campesinos que ya habitaban los terrenos okupados y personas excluidas del sistema.

8 Sin embargo es importante ver hasta qué punto podemos cortar los amarres que nos sostienen de manera que no potenciemos más el caos que impera y que estamos tratando de evitar. Es importante que las deserciones y las luchas se afronten con amor y apoyo comunitario. Una reflexión en este sentido se puede encontrar aquí. También es importante aprovechar nuestros «privilegios» en las «zonas peatonales del capitalismo» para contribuir a la revolución y no meramente para renegar de ellos y pasar a engrosar las filas de desarraigo y desamparo de una mayoría cada vez mayor.

Fuente: http://integralivital.net/2017/02/11/marges-estrets-per-a-la-dissidencia-catcast/

Sobre las casas de acogida para mujeres maltratadas

Reproducimos el texto de una compañera, breve pero emotivo, sobre su vivencia en una casa de acogida para mujeres maltratadas:

¿Cómo pensar que lo que debería ser el principio de una nueva vida se convertiría en el siguiente capítulo de un dolor? ¿Que lo que se suponía que era la salvación para huir de un maltratador se convertiría en una pesadilla?

Pintan tan bonita la vida en las casas de acogida cuando la verdadera realidad es un constante sufrimiento por vivir dentro dignamente. Controlan cada pan que te quieres comer, cada compresa que necesitas, cada zumo que tienes que darle a tus niños, cada pañal. Controlan todas tus salidas y entradas.

Es una lucha con la directora de la casa o las monitoras si te quejas ante tales situaciones, si te rebelas y denuncias la situación que vives delante de la institución que lleva las casas. El personal del centro te pone en el punto de mira, y ante el miedo y el silencio de mis compañeras me tocó sacar la cara y defender los derechos de todas las mujeres y menores que vivíamos allí.

Muchas veces llegué a pensar que estaba mejor viviendo con el maltratador que vivir esa situación que te dejaba desolada. Después de haber conseguido huir me encontré dentro del pozo.

Azu

Como complemento, una de las varias noticias y denuncias que se pueden encontrar en los medios de desinformación masivos:

http://diario16.com/la-cara-carcelaria-de-las-casas-de-acogida-a-maltratadas/

Tierra bajo las uñas

Tierra bajo las uñas

Pequeña reflexión sobre la expropiación agrícola

Al avanzar vi una señal,

ponía ‘propiedad privada’,

pero al otro lado ¡no había nada!

Ese lado es para ti y para mí”

(Woody Guthrie, canción “Esta tierra es tu tierra”, 1944).

Históricamente, la expropiación agrícola ha sido una constante dentro de las reivindicaciones de los más pobres. Son pocas las revoluciones que, hasta la primera mitad del siglo XX, no disputaron la tierra como parte de sus aspiraciones o programas. En el ensayo La revolución a través de los siglos (1908) de Augustín Hamon se glosan algunos de estos conatos revolucionarios (hasta la Revolución francesa) en pos de un concepto comunista de gestión de la tierra. Un ejemplo destacado es la Guerra de los Campesinos alemana (1524) donde los anabaptistas de Thomas Müntzer cuestionan lo que nunca se atrevió a tocar Lutero: el principio de propiedad privada. Su lema, aplicado principalmente a las tierras de cultivo, era «omnia sunt communia» (vulgarmente: «todo es de todos»). Un ejemplo aún más significativo es el sucedido después de la Revolución inglesa (1649), donde los diggers (excavadores), impulsados por Gerrard Winstanley, se dedicaron a ocupar las tierras incultivadas de algunos latifundistas absentistas y llegaron a proclamar la Comuna de la Colina de St. George. Huelga decir que todos estos intentos acabaron en la represión y la dispersión.

Represión a los diggers.

En el siglo XX las revoluciones más importantes siempre tuvieron esta impronta agraria. La Revolución mexicana de 1910 y su magoniano grito de «Tierra y Libertad», recogido por los zapatitas, iba inequívocamente en esa dirección. En la Revolución rusa de 1917, desde los primeros intentos de unir el conservador mir (estructura comunal aldeana) con los soviets de campesinos, hasta el programa de Kronstad o la labor expropiadora de los makhnovistas en 1921, la cuestión agrícola fue siempre prioritaria, hasta que los bolcheviques ahogaron en sangre cualquier iniciativa popular. En el Estado español, mucho antes de la Revolución española de 1936 y de su gran hito colectivizador (aunque fueron muchas las regiones cuyos campos experimentaron distintos grados de colectivización, el caso de las tierras de Aragón es paradigmático), la inutilidad de la reforma agraria republicana ya motivó lo que Felipe Aláiz llamaba «la expropiación invisible»1, que consistía en expropiar, por la vía de los hechos consumados, las tierras abandonadas por los caciques absentistas.

Imagen típica de un colectividad ibérica hasta que fueron liquidadas por el gobierno en 1937.

Sin embargo, el ejemplo de estas tres regiones en el siglo XX se debe principalmente a que su economía todavía era inminentemente agrícola. Según el proceso de la industrialización se fue imponiendo en todos los países del hemisferio norte, y se convirtió en objetivo de los del hemisferio sur, el tema de la tierra, vital y apremiante, se fue relegando. Se produce una transición, traumática, casi sin etapas intermedias, de la vida rural a la vida urbana. La migración interior marca el abandono de la tierra, se genera un nuevo paradigma cultural y económico, una nueva forma de consumir. El período entre la Edad Media y la Revolución Industrial no es desde luego esa arcadia idílica que tratan de vendernos algunos nostálgicos de los monasterios, pero está claro que el consumo, con independencia de su escasez, era más directo. Sólo el avance del siglo XX pudo ir acabando con una forma de consumir basada en el propio huerto, en tener ante la pobreza el amparo de dos pequeños palmos de tierra que garantizaran cierta soberanía alimentaria, cierta capacidad de autoabastecimiento. No hablo del pequeño propietario, sino del pequeño agricultor que sembraba lo que agarraba detrás de su humilde choza y que obtenía así cierta capacidad, por mermada que fuera, de resistencia económica.

Esta forma de consumir producía también otra forma de relacionarse con el medio. Era difícil no estar familiarizados con las semillas, las estaciones y la naturaleza (aun cuando esta familiaridad no se entendiera de forma armónica sino en clave de lucha y conquista). Hoy es muy difícil que un urbanita sepa identificar el brote de una planta, la hora del día más adecuada para regar o tan siquiera cómo se siembra. Yo mismo, después de muchas expropiaciones de tierras a las espaldas, de mil experimentos con la permacultura, me sigo considerando un completo ignorante, un advenedizo que tiene que aprender de adulto lo que su infancia callejera le vetó.

La amenaza a esta forma de vida pagana (etimológicamente), hoy prácticamente extinta, ya la exponía Pierre-Joseph Proudhon en 1840:

 

Un hombre a quien se le impidiese andar por los caminos, detenerse en los campos, ponerse al abrigo de las inclemencias, encender lumbre, recoger los frutos y hierbas silvestres y hervirlos en un trozo de tierra cocida, ese hombre no podría vivir. La tierra, como el agua, el aire y la luz, es una materia de primera necesidad, de la que cada uno debe usar libremente sin perjudicar al disfrute ajeno […]”2.

Dicho lo dicho, la importancia de la expropiación agrícola es, ante la actual y prolongada crisis de subsistencia, de primer orden. A un nivel personal y medio ambiental es necesario recuperar esa relación con la tierra, entender que hay una forma de consumir autosuficiente, sin dañar el medio y sin derramamientos de sangre. Si la agricultura usa las últimas novedades en permacultura, se puede consumir causando la mínima huella posible y se puede crear otro modelo de alimentación en el que la muerte forzosa pierde su argumentario.

A nivel social y económico su importancia no es menor. Sobre todo si hablamos de su dimensión revolucionaria. La tierra, para empezar, es un olvidado medio de producción. Cuando hablamos de «tomar los medios de producción» nos imaginamos a un grupo de obreros urbanos ocupando una fábrica; rara vez pensamos en un grupo de agricultores tomando la tierra. No obstante, es un medio de producción en toda regla que, parcelado y acaparado por la propiedad privada, puede expropiarse de forma directa y hacerse producir de la misma manera. Su ocupación supone garantizarse un abastecimiento de alimento de forma continua, soberanía alimentaria más allá de la propaganda, autogestión sin retórica. Si se ocupa atentando contra la propiedad privada, el acto desafía la ley y la ilógica de la dominación capitalista, y supone una declaración de principios y, si se hace bien, de guerra. Si es parte de un proyecto más ambicioso, en el que se pretende ocupar gran parte de las tierras abandonadas y en desuso de los grandes latifundistas o de titularidad pública de una zona o región concreta, estamos hablando de una expropiación y una socialización masiva, y de una estrategia profunda, rigurosa y grave: la gestión colectiva de la tierra por parte de quienes la trabajan.

Sin embargo, esa es la parte ideal, lo que debería buscarse, la meta cuando todo sale según lo previsto. Pero la realidad de los proyectos de ocupación agrícola suele ser distinta, y tiende a enfrentarse a unos límites, personales, ideológicos y estratégicos, que se deben abordar desde la óptica de la experiencia y no desde la exégesis de los manuales tipo «haga su propia revolución en casa».

La introducción de la permacultura, la idea de trabajar la tierra de forma no agresiva, sin químicos ni contaminantes, demuestra el inicio de cierta revolución individual. El descubrir métodos como el propuesto por Masanobu Fukuoka, donde esta cultura no invasiva, de «no hacer» y «dejar crecer», se mezcla con el respeto a la vida tan en consonancia con el antiespecismo, sigue la misma línea de autodesarrollo. Empero, es duro decir que con esto no basta. Los huertos urbanos basados en estas premisas abundan, y sin embargo, a rasgos generales, el sistema permanece inalterable. La revolución individual debería tender a ser expansiva, a socializarse, pero suele producirse de forma concéntrica, como un acto cerrado sobre sí mismo. El perfeccionamiento personal es útil, pero es inofensivo si solo busca una forma de autoafirmarse, o incluso de proporcionarse éticamente el propio alimento sin aspirar a ser un modelo funcional que se haga extensible a los demás. Un huerto urbano para una élite de ociosos privilegiados es inútil si miles de hambrientos tienen que pelear por la carroña que hay en los contenedores.

 

Masanobu Fukuoka (1913-2008) autor de La revolución de una brizna de paja (1978).

El gran problema de los proyectos de ocupación agrícola actuales es ese: tienden a solucionar los propios problemas, alimentarios e ideológicos, ignorando si el resto del mundo se mata a dentelladas. Esto no nace de un individualismo consciente, sino de una anestesia general: la idea de que mientras a ti te vaya bien la suerte de los demás no te incumbe. Solemos entender este concepto cuando se aplica a lo económico, pero raramente lo usamos para interpretar los efectos que la desigualdad económica causa a niveles ideológicos. Censuramos la moral ajena, sin pensar que la moral puede pasar a ser secundaria cuando se tiene el estómago vacío y sin cuestionarnos si a lo mejor esa moral de la que estamos tan orgullosos la tenemos porque hemos comprado el tiempo necesario para adquirirla.

Concretando, el carácter del proyecto debe determinarse, con total honestidad, antes incluso de iniciar la ocupación de tierras. Si está dirigido a satisfacer el propio ego, a calmar el aburrimiento de personas de clase media y a ofrecer un superávit a unas despensas que no necesitan ser llenadas, debe dejarse claro, aunque hiera la propia piel. Si su aspiración tiene un carácter masivo y revolucionario, si trata de responder a las necesidades más apremiantes, también debe definirse antes de dar la primera palada de tierra y, sobre todo y lo más difícil, debe mantenerse cuando el proyecto se formalice y progrese.

Mirar que el proyecto coincida en su desarrollo con la meta final debe ser una constante. El primer proyecto de ocupación rural de la FAGC se originó con este planteamiento, y así se aprobó en asamblea de forma unánime, pero todo cambió cuando se llevó a la práctica y empezaron a brotar las hortalizas. Los mismos compañeros que aceptaron que el proyecto iba dirigido a los hambrientos y que debía expandirse, decidieron que era mejor reservarlo para ellos, aunque tuvieran sus necesidades cubiertas, en cuanto el terreno empezó a dar sus primeros frutos.

En el pasado me mostré más duro e intransigente con ellos de lo que me mostraría ahora, pero sigo creyendo que un proyecto cerrado y autoconsumista está abocado a dejar el mundo tal y como se lo encontró antes de iniciarse.

Los ayuntamientos (o incluso entidades bancarias) entregan cada vez con más liberalidad pequeñas porciones de tierra en solares públicos para que la gente cultive. ¿No nos hace esto sospechar nada? Esos huertos urbanos, más abundantes cada día, son promocionados por las instituciones porque saben que no suponen ningún problema para ellas. Si fueran una amenaza estarían prohibidas, tal y como lo están las ocupaciones masivas de tierras abandonadas por parte de jornaleros. Esos huertos administrativamente tutelados forman parte de la lógica capitalista de ahorrar y sacar provecho y de la estatal de depender de la administración; no de la revolucionaria que parte de la autosuficiencia, el apoyo mutuo y la vulneración de las leyes. Si se incentivan no es por casualidad: cuanto más dependas del Estado menos peligroso eres, menos buscarás otra forma de proporcionarte alimento y menos necesidad tendrás de recurrir a la expropiación.

 

Un característico huerto urbano municipal en Las Palmas de Gran Canaria.

Pero hay más. Cultivar requiere conocimientos previos y dedicación, sobre todo inicialmente. La primera etapa es durísima, y después requiere de un mantenimiento constante, regando y solventando imprevistos. Un colectivo revolucionario dedicado a la ocupación agrícola en exclusiva puede quedar absorbido aun cuando pudiera aspirar a llegar más allá. También lo percibimos en la FAGC. El hostigamiento y las multas cesaban cuanto más tiempo pasábamos en el terreno. Para el Estado debe ser muy tentador que los «peligrosos anarquistas» gasten todo su tiempo en remover la tierra y se conviertan en inofensivos agricultores sepultados en el esfuerzo de sacar adelante la próxima cosecha.

Para que esto no pase, los proyectos de ocupación agrícola deben intentar ser una amenaza en sí mismos. Lo primero es intentar implicar a la gente de a pie, fuera del limitado círculo del colectivo. Un pequeño huerto de autoconsumo para ideologizados no es un peligro; la ocupación masiva de un gran terreno por parte de parados y famélicos sí lo es.

La labor del colectivo anarquista (igual que en el tema habitacional) puede ser iniciar el proyecto, pero no llevar todo el peso del mismo, ni coparlo, ni dedicar el 100% de su actividad a la siembra. Eso haría del proyecto la única meta, absorbería todo el potencial de los participantes y los incapacitaría para ampliar objetivos. El colectivo debe iniciar proyectos, de forma viral, pero una vez están asentados, es la gente ajena al colectivo la que debe implicarse en continuar y perpetuar la ocupación.

 

Julio y Javi en el huerto de la Comunidad “La Esperanza”.

Es cierto que la ampliación de un proyecto así, introduciendo a gente unida por la necesidad y no por afinidad ideológica, conlleva nuevos retos. Los mismos compas de la FAGC con los que discutía por su oposición a compartir el excedente, sí tenían razón cuando dudaban de que la participación de gente no anarquista implicara intrínsecamente un valor revolucionario. Yo pequé entonces de ingenuo e idealista. Nosotros, la gente real, la de la calle, no debemos ser demonizados, pero tampoco idealizados. La personas sin banderas ni ideologías definidas, pueden ser también las que traten de desvirtuar el proyecto y reducirlo a una actividad mercantil o a un pequeño huerto municipal. Ese riesgo hay que asumirlo. Pero la labor del colectivo no es sólo iniciar el proyecto, sino intentar radicalizarlo y llevarlo más lejos.

Cuando se pasa de la teoría a la acción el objetivo suele ser aumentar la productividad y eficiencia, lo cual es importante, pero al final, centrados solo en eso, nos vemos incapaces de reducir la ocupación a su condición de medio revolucionario y la convertirnos en el propio objetivo (la cosecha, el terreno, el símbolo físico). No es raro que en ese ambiente, tanto entre militantes politizados como entre personas sin politizar, surjan los primeros tics capitalistas, sobre todo si el terreno empieza a ser fructífero. Es fácil que los progresos y la consolidación cambien los objetivos de la gente y sus intereses. Si unos al principio querían cambiar el mundo, hoy solo quieren conservar su huerto; si otros querían garantizarse tres comidas al día, ahora solo quieren ganar dinero. He participado en huertos expropiados donde el espíritu inicial de colaboración y solidaridad iba mutando, según el huerto crecía, por el de competencia e interés monetario. Proyectos donde nos donaban las semillas los agricultores cercanos, donde el agua estaba expropiada y donde el costo de lo cultivado, más allá del sudor, era económicamente 0, que daban origen a ideas cada vez más ambiciosas que acababan cristalizando en crear competitivas cooperativas de producción y distribución desde las que poder vender hortalizas ecológicas a precios hinchados sólo accesibles para una élite. Muchos nos descolgamos en cuanto vimos la deriva y otros siguieron con su aventura empresarial. Estos proyectos, vendiendo capitalistamente a 100 lo que socialmente se había ocupado a coste 0, pudieron durar, tanto como el mercado les permitió, pero jamás incidieron en su entorno ni produjeron cambio político o social alguno, más allá del impacto anímico e ideológico que causó en sus asociados.

Detectados los peligros a sortear, debemos concluir que parte del esfuerzo por ser productivos debe redirigirse, porcentualmente, a que lo cosechado sea un ejemplo de capacidad, pero también una demostración de fuerza, un peligro para el Sistema. Un ejemplo de que se puede vivir sin ser excretados por el capitalismo, de que la vida no se mide en números y papel, de que la eficiencia no se cuantifica en dinero sino en calorías consumidas. Un ejemplo de lo que hace la fuerza de trabajo conjunta, la cooperación, la colaboración y la audacia de la necesidad. Pero también una demostración de que la gestión de la tierra de forma directa por parte de los trabajadores es posible, y que sólo será eficaz cuando entendamos que la propiedad privada es un espantajo que debe ser pisoteado y meado. Para ello, debemos tratar de buscar el conflicto con la administración o con los caciques o aguatenientes locales (dependiendo de quién tenga la titularidad del terreno o de los suministros utilizados). Debemos aspirar a que una ocupación sea sucedida por otra, a que, una vez aseguradas, se hagan públicas y se vea el ejemplo de un pueblo hambriento y capaz puesto en marcha. Debemos intentar que el Estado se sienta amenazado, que los propietarios sientan que pierden lo que injustamente han acaparado, y tener preparada la red de solidaridad y contraataque que dé respuesta a la reacción represiva.

Solemos ocupar tierra intentando no llamar la atención, de forma inofensiva. Tratando si es posible de regularizar la situación legal cuanto antes. La forma discreta está bien en una etapa experimental o si el objetivo principal es obtener la primera cosecha. Pero el Sistema nos dejará hacer, satisfecho, mientras no nos salgamos de nuestra fanegada de tierra. La cosa no es rehuir el conflicto sino buscarlo, ocupar donde duela, donde se haga daño y pueda articularse un discurso y una narrativa que llegue a la gente. En zonas de secano, donde el agua es un bien escaso, nada mejor que ocupar a golpe de sacho un campo de golf. En zonas donde los solares públicos se reservan para especular con párquines o bulevares innecesarios, o donde terratenientes y latifundistas se han hecho con grandes porciones de terrenos que luego dejan morir, el objetivo nos lo marca la lógica y el sentido de justicia popular. Es ahí dónde hay que morder, dónde se puede pulsar el apoyo de la gente y su capacidad de solidarizarse, o al menos la de compartir con nosotros el desprecio a los mismos adversarios. La clave es sencilla: ocupar la tierra como una forma de ataque a la propiedad, y no como una forma de defenderse de ella.

Esta capacidad ofensiva y de aspiración masiva es lo que separa a un proyecto que sólo busca un ocio digno (que no es poco) del que busca una vida digna a través de medios revolucionarios. Y es que debemos concluir, haciendo un necesario ejercicio de honestidad colectiva, que los proyectos revolucionarios si están lejos de la capacidad práctica de hacer cotidiano lo extraordinario, de hacer de la dignidad el eje que articula su praxis y de dar respuesta a las necesidades reales de la gente, son sólo palabrería.

 

Ruymán Rodríguez

1Citado por José Peirats en Los anarquistas en la crisis política española, 1962.

2Proudhon, ¿Qué es la propiedad?, 1840.

Cruzar el Rubicón

Nota preliminar: reconozco que he dudado si publicar este artículo. Los ambientes estentóreos, masculinistas, militaristas, han marcado demasiadas veces la militancia del resto. “Al activismo se viene llorado de casa”, he oído alguna vez. Es el discurso propio de círculos donde se rinde culto a la fuerza bruta desde la débil postura del espectador. Expresar los propios fracasos, límites, vulnerabilidades, contradicciones, es algo que incomoda a un sector del movimiento libertario que afincado voluntariamente en la derrota tiene la necesidad de vender propaganda triunfalista. Después de consultar a varias compañeras ajenas a mi círculo más cercano, me he decido finalmente a publicarlo. Creo que puede servir para reflexionar y para arropar a todas aquellas náufragas que se sienten solas en el océano de la militancia.

En la antigua Roma el río Rubicón marcaba la frontera que ninguna legión podía cruzar sin autorización del Senado. En el año 49 a.C., Julio César ignoró la prohibición y cruzó el río con su ejército, sabiendo que suponía de facto una declaración de guerra. Cruzar el Rubicón significa desde entonces tomar una resolución que se sabe irreversible a pesar de las consecuencias. El activismo social obliga muchas veces a sus militantes a cruzar el Rubicón. Yo he vadeado esa orilla, he meditado los riesgos y la he atravesado sabiendo que no habría marcha atrás. Da vértigo porque al menos en mi caso he dejado muchos cosas a mi espalda: trabajo, casa, familia, vida. Echando la vista atrás no puedo afirmar que hiciera lo correcto, sólo que entonces lo creía.

Muchas de nosotras estamos metidas en círculos de retroalimentación y autocomplaciencia. Pero cuando decidimos salir de ahí, lo habitual es que fuera haga mucho frío. La gente que suele ir más allá vive intoxicada por una épica alentada por las que nunca se mueven de su sitio. Muchas jóvenes han dado lo mejor de sus vidas y se han convertido en carne de indigencia, cárcel, cementerio o depresión seducidas por aquel latiguillo que nos invita a “morir por las ideas”. Más valdría hacerle caso a Georges Brassens cuando nos decía que para morir por las ideas siempre habrá tiempo y que es mejor dejarlo para “más adelante”.

Las más activas de nosotras, las que no se conforman con limitarse a charlas y eventos y quieren caminar lejos de los márgenes de lo seguro, lo hacen sin red bajos sus pies. Nos gusta jalear a las demás para que se la jueguen y vayan más lejos, pero casi nunca movemos ni un dedo para crear las estructuras que las recojan si han caído. Nos precipitamos al vacío entre aplausos, pero cuando toca recoger los restos a todo el mundo le espera algún asunto más importante en otro lado.

Decía Emma Goldman en una carta a Max Nettlau que “nosotras, las revolucionarias, somos como el sistema capitalista. Sacamos de los hombres y mujeres lo mejor que poseen, y después nos quedamos tan tranquilas viendo cómo terminan sus días en el abandono y la soledad”. Esto se aplicaba perfectamente al periplo que acabaría sufriendo su compañero Alexander Berkman: tiranicida frustrado, preso, propagandista, organizador legendario y en su última época en París alguien que intentaba huir de la miseria y que se acabaría suicidando al no lograrlo. Como él hay muchos más ejemplos, víctimas de unas ideas demasiado elevadas y de un movimiento que no supo estar a la altura. Nombrarlas a todas ocuparía cada letra de este artículo y aún así no bastaría.

Sí, se ha avanzado en la toma de conciencia sobre la necesidad de los cuidados (que tanto se mencionan) y también algo en la elaboración de herramientas de apoyo. Muchos colectivos de antipsiquiatría están haciendo circular útil información al respecto. Hacen una labor muy loable y poco reconocida. Pero lo cierto es que por lo común consideramos que esto es “responsabilidad” de dichos grupos específicos y no algo que nos competa a todas. Pasa como con los grupos pro-presas, que deben dedicarse en exclusiva a suplir carencias mientras las demás somos incapaces de tejer solidaridad sin que el resto de nuestra actividad se vea comprometida. Es algo de difícil resolución sin una reflexión e implicación colectiva. Creo que más que delegar en colectivos especializados, cada agrupación, sea un sindicato, una específica, un grupo de vivienda, un CSOA, una asamblea de barrio, debería entender como su responsabilidad manejar ciertos rudimentos para socorrer a sus militantes y tener estudiados unos mínimos protocolos de actuación.

Pero no podemos negar que, a pesar de los avances, lo hecho hasta ahora resulta insuficiente. La mayoría de las veces las estructuras mentales de nuestros colectivos son, como decía Goldman, similares a las de una empresa capitalista, o incluso peores, porque en la militancia no hay bajas por depresión. No se entiende la necesidad de tomar aire o bajar un pistón sino es en clave de deserción, no paramos de presionar a las demás para que den más de sí mismas sin evaluar cuánto estamos dando nosotras, juzgamos cuál es el momento más apropiado para que las demás tiren la toalla como si su resistencia física y emocional no contara. El activismo se ve como un hobby para mucha de la militancia sumida en la autorreferencia, pero para otra parte es peor que un trabajo. Un infierno al que no se quiere volver si no te espoleara el sentido del deber. Personalmente, a veces me he encaminado hacia la militancia tan angustiado que he deseado no llegar nunca y he descubierto con toda la hondura del término lo que significa la resiliencia.

Lo peor es que esa tendencia a exigir se recrudece con las más comprometidas. Las vemos tan fuertes, tan seguras, que reclamamos más de lo que humanamente pueden dar. Al final la enfermedad física, anímica, social, puede destrozarlas, pero no lo vemos porque el personaje nos tapa a la persona. En estas circunstancias la sensibilidad y la ternura deberían ser parte del aire que respiramos en los ambientes libertarios, pero en vez de eso padecemos de hipercriticismo (no hacia nosotras, sino hacia las demás). Recuerdo las críticas que recibió Jaime Giménez Arbe porque atracaba bancos a mano armada y recuerdo también las críticas a Enric Durán porque hacía algo similar pero usando sólo la inteligencia. Al final yo no podía evitar cabrearme y preguntar en alto: ¿querrán ustedes, señoras críticas, entrar en un banco y enseñarnos de una jodida vez cómo debe hacerse? Pero nunca hubo respuesta, ni la esperé.

Muchas compañeras son tildadas de “peligrosas radicales” no por los medios de comunicación ni por las profesionales de la política, sino por sus propias colegas de asamblea. En el otro extremo, hasta el éxito más humilde supone para las dogmáticas una concesión al sistema porque sólo aceptamos el fracaso. El anarquismo ha sido, desde antes del “Noi del sucre”, un movimiento caníbal. Pero no es autóctono de nosotras; lo es de toda actividad grupal, sea social o política.

El contacto con la realidad ajena al movimiento también mata, como un ambiente vírico hostil hace con un organismo inmunodeprimido. Llegas a la gente, les ayudas, y esperas que correspondan a tu esfuerzo. La primera decepción, la primera traición, el primer golpe, es como si algo se te derrumbara por dentro. Ya decía Ortega que “el esfuerzo inútil conduce a la melancolía”. Para sobrevivir a este caos ordenado, necesitamos tener certezas, secuencias lógicas a las que aferrarnos. Las anarquistas tenemos las nuestras: “la gente decidiendo por sí misma opta siempre por lo mejor”, “si ayudas te ayudan”, “no habría maldad si el medio fuera el adecuado”, etc. Cuando alguna de estas premisas son destrozadas por la realidad, dentro nuestro se produce un cataclismo que replica durante meses y a veces años. Nuestras convicciones más íntimas son quebrantadas. Después de estas experiencias se entiende el atractivo de la automarginación, la endogamia y el gueto autótrofo. Desgraciadamente ya habrá tiempo de descubrir que entre clones no hay menos desencantos. Aunque se enmascare con un lenguaje teórico sofisticado, se reproducirán exactamente las mismas desilusiones y seguramente también nos tocará a nosotras fallarle a alguien. Pero esta obviedad es algo que se suele aprender demasiado tarde.

La realidad, no obstante, es siempre el muro más alto. Recuerdo pasar meses en una habitación, sin agua, sin luz y sin ventanas. Echarme a dormir en el suelo de hormigón con un grueso abrigo y las manos en los bolsillos para combatir el frío. Hasta entonces nunca pensé que pudiera hacer tanto frío en Canarias. Me levantaba a las 6:00 de la mañana a militar y me acostaba a las 3:00 de la madrugada después de militar. Entre medias trabajaba. Cada semana el esfuerzo me arrebataba unos 3 kilos de peso. La mayoría, como es natural y lógico, claudicó y yo también quería hacerlo, con todas mis ganas, en serio, pero no podía. La “causa” era demasiado grande. Más grande que yo, que me tenía por individualista. Me empezó a dar miedo que nada me hiciera desistir, que estuviera rebasando la línea de la razón para llegar a las fronteras del fanatismo. Pensaba en Chris McCandless, ese chico que lo dejó todo para huir a Alaska, para seguir su propia causa, para poner a prueba sus convicciones, para comprobar si se podía vivir con apenas nada. Pensaba en él, muriendo solo y aislado, en esa vieja guagua abandonada que describe Jon Krakauer en su libro Hacía rutas salvajes. Pensaba en él, hambriento, helado, débil y convulsionante, dejando una nota en la que hacía creer a sus seres queridos que había muerto haciendo lo que quería. Pensaba en esa nota y yo estaba casi seguro de que mentía. Quería ahorrar sufrimiento a quien la leyera, pero en realidad debía tener miedo y estar arrepentido de haber llevado su aventura hasta tan lejos. Creía que mentía, porque eso era lo que sentía yo. Un día, precisamente cuando me di cuenta asustado de que ya no había nada (por humillante, traumático o doloroso que fuera) que me forzara a renunciar, comprendí que todas esas certezas que tenía sobre la vida y la gente en realidad eran absurdas reglas mentales. Comprendí que la vida no tiene sentido, ninguno concreto y predefinido; tiene el que le des a tu propia vida. Comprendí que ayudar a la gente no implicaba reciprocidad, que no existe una justicia universal retributiva. Comprendí que iba a continuar el desafío ajeno a si las demás me correspondían o a la cordura del mundo, porque yo lo había decidido así y no por ninguna compulsión cósmica. Iba a intentar joder el sistema porque no quería someterme a él y porque el resto de personas debía tener la misma oportunidad que yo.

Mentiría si dijera que en mis viajes por la península no he sentido todo el calor, el apoyo y la solidaridad que no se nota cuando piensas que eres un corredor de fondo. Eso me ha reconciliado con el movimiento, pero pienso en todas aquellas que no han tenido la suerte de la repercusión mediática de sus luchas. La gente que curra sin ver nunca los efectos de su trabajo y que coquetean con la idea de desaparecer silenciosamente por la puerta de atrás. Creo que como movimiento estamos en deuda con ellas, y debemos buscar la manera de salir de la inactividad pero sin dejar atrás a nadie, sin aceptar ni una sola víctima por fuego amigo, ni un solo daño colateral, ni una solo compañera caída a la que no le tendamos la mano.

Hoy seguimos caminando por la orilla del Rubicón dudando si cruzarlo. Si en la otra orilla nos esperaran voces amigas, un soporte digno, nos resultaría mucho más fácil decidirnos a atravesarlo. Pero no podemos quemar los puentes a nuestras espaldas si delante no hemos construido antes nada. Lo contrario supone inmolar a toda una generación en el altar de las ideas. El capitalismo no nos puede haber absorbido tanto como para que olvidemos que ningún proyecto o doctrina, por grandes e importantes que sean, valen nada ante la más humilde y sencilla forma de vida.

Ruymán Rodríguez

¿Y si el sindicalismo que conocemos ya no basta?

Por Ruymán Rodríguez

He visto que en determinados medios contrainformativos y portales libertarios se ha originado un interesante debate sobre la viabilidad y necesidad del “sindicalismo revolucionario”1, y como precisamente llevo mucho tiempo dándole vueltas a este tema me he decidido, humildemente, a participar. Vaya por delante que mis limitados recursos no me permiten consultar Internet a voluntad, por lo que me disculpo si he omitido alguna de las intervenciones que me preceden.

Además de lo dicho, advierto que no está en el espíritu de este artículo decirle a persona u organización alguna cómo debe organizarse. Es una propuesta basada en mi realidad cotidiana, una realidad (en Canarias) con un 30% de paro y aún más (37%) de exclusión social, con decenas de desahucios diarios, con 140.000 viviendas abandonadas, con una enorme pobreza infantil y con la economía en B como el principal modo de supervivencia de muchas de las familias que ponen cara a estas cifras2. Como doy por sentado que está realidad transciende de las islas, este texto no debe interpretarse como un ataque al sindicalismo revolucionario, sino como un llamamiento, allí donde no crece, se estanca o se ve superado por otras ofertas, a ampliar su campo de acción y abrir el abanico de la intervención sindical, económica y social.

1. Oliver y el pasado.

La revolución de 1936 en el Estado español fue la hostia, lo sabemos todos. Sin embargo, no solamente fue el resultado de un trabajo de hormigas desde 1868: fue el resultado de un contexto y fue, sobre todo, algo que ya pasó. Puede parecer redundante si miramos el calendario y vemos que estamos en 2016, pero merece la pena recordarlo.

Creo honestamente que cierto anarcosindicalismo está afectado de nostalgia y que debe buscar la cura3. La historia me fascina, pero sirve para sacar conclusiones no para revivirla. Esa revolución, con esos actores y circunstancias exactas, no volverá, y hemos de asumirlo, porque como decía Émilienne Morin “no se hace la misma revolución dos veces”4. En el mejor de los casos, si surgen las condiciones propicias y tenemos la capacidad de estar a la altura, nos tocará hacer la nuestra. Debemos por tanto esforzarnos en entender esto: la mentalidad del heredero condiciona; la del generador, aunque dé vértigo, libera.

Sin embargo, hay otras lecciones que sacar de esa época. En las primeras intervenciones (de José Luis Carretero y Pepe Gutiérrez-Álvarez) se habla de ese momento en el que el sindicalismo revolucionario tenía tanta fuerza que podía plantearse si “ir al por el todo” o si colaborar con las instituciones republicanas y fuerzas antifascistas. Para mí la lectura no es cómo volver a tener la fuerza que nos permitió estar ahí, sino cómo evitar interpretar el fenómeno revolucionario en esos términos supuestamente dicotómicos.

Cuando se dice comúnmente en nuestra historiografía que en el famoso Pleno de Locales y Comarcales posterior a las jornadas del 19 de julio se dirimía si “dictadura anarquista” o “contemporizar”, si “hegemonía cenetista/faísta” o “colaboración”, no se está diciendo que se discutía si “revolución” o “guerra”; se está afirmando en realidad, aunque no se quiera reconocer, que se estaba debatiendo si aceptar el poder republicano constituido o crear uno nuevo controlado por las organizaciones que vertieron más sangre en parar los pies a los militares: la CNT y la FAI. Aún en la distancia seguimos siendo bastante miopes al abordar el asunto y no admitimos un hecho consumado: en cuanto más se introducía la cuestión en el terreno del poder más se alejaba del espacio libertario.

Los que proponían colaborar (casi todos salvo Oliver y la Comarcal del Bajo Llobregat) hablaban de la situación internacional, de la poca fuerza del anarcosindicalismo en el resto del Estado y además de no romper la unidad antifascista, de ser “generosos” con los minoritarios. Soterradamente, hablaban también del miedo a una dictadura encarnada por García Oliver. Este último, con todas sus virtudes organizativas y defectos personales, planteaba hacer oficial la superioridad de la CNT/FAI en la calle e “ir a por el todo”. No se sabe si tenía realmente esa aspiración dictatorial o no; si estaba convencido de lo que proponía o si su intención era precisamente atemorizar a sus compañeros y forzarles a votar por la colaboración que a la postre lo haría ministro; si proponía un modelo similar a lo que después sería el Consejo de Defensa de Aragón; o si con su propuesta “radical” pretendía la absolución histórica de la que no dejaría de presumir en El Eco de los Pasos (1978) al ser el único que propuso la “vía revolucionaria”. Desconozco la respuesta. Lo que sé es que el debate se distorsionó y creyendo que se debatía de revolución se estaba haciendo, en puridad, sobre poder.

Esta idea, que siempre me planteé, me alegró verla también ratificada en un artículo escrito por Abel Paz5. En él se nos aclara que el debate se dio efectivamente en términos de poder, y que en su opinión (para mí muy lúcida) el debate de fondo era más complejo y ya se había dado tiempo antes entre quienes defendían el sindicato como germen de la sociedad revolucionaria futura y como estructura gestora de dicho proceso (Isaac Puente y su tesis prevalente en el Congreso de Zaragoza de 1936) o si el sindicato debía disolverse ante el acontecimiento revolucionario y sus militantes dedicarse a organizar las asambleas de barrio, municipio y empresas que gestionarían la sociedad tanto económica como políticamente (Federico Urales). Oficialmente ganó la tesis de Puente. En el Pleno, la de los colaboradores. Pero los militantes, la gente del pueblo, los vecinos y vecinas de Barcelona, tomaron mientras pudieron su propia decisión en las calles y optaron por ocupar las fábricas y socializar los medios de producción sin autorización oficial alguna. En un primer momento organizando asambleas barriales espontáneas que superaban los cálculos de los propios sindicatos, y cuando se encauzó la euforia inicial, usando a estos mismos sindicatos como elementos de vertebración en los que precisamente se ponía en práctica lo aprendido en ellos durante décadas.

Lo que me parece interesante de este proceso histórico, en relación al debate sobre sindicalismo revolucionario, es el análisis sobre la importancia que le damos a las estructuras fijas, con andamiaje y nomenclatura definidas en letras de molde, y lo poco que nos interesa flexibilizar, adaptarnos al momento, escuchar las exigencias populares, reciclar lo que no funciona como debería y crear herramientas nuevas. Según Paz, se prefirió salvaguardar la organización sindical y específica a cualquier precio, defender ante todo la pervivencia de las siglas, y no se quiso seguir la propuesta de Urales: hacer que la revolución no fuera ni política ni sindical, sino social. Esta cuestión me permite por fin entrar en lo importante.

2. La crisis de la conciencia de clase.

En muchos de los textos que han intervenido en este debate se ha mencionado, con mayor o menor prolijidad, las modificaciones que ha sufrido la clase obrera y la conciencia que esta tiene sobre sí misma. Se ha hecho este esfuerzo, pero sin calcular completamente sus consecuencias y lo que esto implica (en relación, principalmente, a nuestras propias herramientas). Quizás molesten esas voces cargadas de realismo que nos muestran lo desalentadora que es la situación obrera no sólo a niveles laborales sino de autorrepresentación. Hacer de “pájaro de mal agüero” y decir cosas como las dichas por Alberola en su última intervención quizás no guste y genere aversión, pero es necesario. Es el momento de beberse el cáliz hasta las heces, asumir lo que nos rodea y ver si después de aceptada la realidad tenemos la capacidad de enfrentarla y cambiarla.

La clase obrera no se encuentra en un proceso de reconversión, sino de desintegración. Seguirán siempre habiendo trabajadores y productores, pero ya no con una concepción de estar oprimidos por las clases propietarias ni de ser los legítimos detentadores de los medios de producción. El capitalismo ha aprendido más sobre dominio en los últimos años de lo que hemos aprendido nosotros sobre revolución.

Antes la clase obrera era domada con la ignorancia y no era raro que la alfabetización o al menos la satisfacción de las primeras inquietudes culturales se produjeran en ateneos y sociedades obreras. Hoy la clase obrera es domada de una forma distinta: con sobreinformación manipulada, con un constante bombardeo comercial y mediático del que no escapa nadie, con la escolarización nacional forzosa a edades cada vez más tempranas. La hegemonía educacional capitalista no se siente amenazada y ha llegado hasta la última chabola.

Psicológicamente se pretende que el obrero se sienta más como un consumidor que como un productor, y hasta el asalariado más precario se siente clase media mientras no paren las nóminas. E incluso cuando paran, no hay más intención que reengancharse a la que se presenta como única alternativa posible: la explotación acrítica de su fuerza de trabajo. Lo que ha conseguido la democracia representativa en política es lo que ha conseguido el capitalismo a nivel económico y social: la identificación del oprimido con el sistema que lo oprime. Culturalmente la conciencia de clase ha sido no sólo fragmentada o desfigurada, sino que está directamente en proceso de descomposición.

Y sería un error pensar que esto sólo ha pasado a nivel social y cultural. El propio mundo del trabajo ha cambiado. Si la fábrica y la producción en cadena acabó con gran parte del orgullo artesano y con la conciencia del trabajador de ser artífice de su propio elaboración, no consiguió sin embargo romper el tejido asociativo. Los gremios cambiaron de formato pero la necesidad de unión siguió existiendo. Actualmente el alto nivel de desempleo (ser trabajador ya no es una identidad, es una etapa que con suerte se repite varias veces al año), la precariedad, la proliferación de las ETT’s, las subcontratas, han logrado que gran parte de la población no sienta ninguna identificación con la persona que suda y trabaja a su lado. En las empresas estables donde esto es distinto, ya los sindicatos amarillos han fagocitado a las plantillas. Se les puede y debe plantar cara, pero es harto complicado romper esta dinámica allá donde los sindicatos estatales han reducido la intervención sindical a la actividad de una gestora o de una organización meramente asistencial. Creemos por lo general que es por eso, por las deficiencias de estas organizaciones, por su corrupción y desprestigio social, por lo que hay un campo perfectamente abonado para el sindicalismo revolucionario; la realidad es que estas organizaciones ofertan lo que demandan quienes han conseguido cierta estabilidad laboral y económica: conservar dicha estabilidad; evitar cualquier alteración. No se mantienen porque la gente sea tonta o por extraños manejos de una conspiración internacional; lo hacen porque dan lo que piden muchos de esos obreros que han olvidado que lo son, que han sido fabricados a conciencia por el Sistema: conservar su pequeña ración de pienso, lo cual es triste pero muy natural y muy humano.

La situación polarizada entre oprimidos y opresores se mantiene inalterable desde las cavernas. Lo que ha ido cambiando es la percepción que los oprimidos tienen de esta situación y los métodos que los opresores tienen de perpetuarla. A nosotros los revolucionarios, partiendo de que estamos del lado de los oprimidos o que somos oprimidos mismos, nos toca cambiar los métodos de subvertir esta situación si los utilizados hasta ahora no funcionan.

Los métodos del sindicalismo revolucionario al uso pueden estar funcionando en muchos sitios, y en ese caso lo mejor es no tocar nada y seguir esa línea. Pero mentiríamos si creyéramos que esta situación es general. En muchas ocasiones este sindicalismo revolucionario lo es sólo en ideología, deseo y aspiración, pero no en práctica y resultados. En estos casos en los que la metodología clásica ha fracasado, es necesario implementar lo que se hace, modificarlo si fuera menester, o resignarse y hundirse aferrados al lastre de la tradición.

Con una situación laboral, económica y social totalmente degradada, con una clase obrera atomizada y desmantelada, con un paro acuciante y una crisis de subsistencia permanente en determinados barrios y ambientes, no toca a todos replantearnos nuestro trabajo. Tanto a las organizaciones específicas como a las centrales anarcosindicalistas que aspiran a desarrollar un sindicalismo revolucionario. Tenemos que plantearnos si el sindicalismo que ofertamos está llegando a los actores sociales que deben ser los protagonistas del cambio. Si no llegamos, plantearnos si debemos cambiar la oferta. Y si aún así no llegamos, plantearnos si estamos transmitiendo nuestro discurso al público adecuado.

En barrios con un paro del 70%, ¿llega un discurso exclusivamente obrerista? Allí donde gran parte de la población sobrevive a través de trabajos ilegales o alegales, percibiendo ingresos en B, ¿llega un sindicalismo que no la incluye en sus cálculos ni estrategias? Por otro lado, la aspiración de controlar los medios de producción, ¿debe ser incompatible con trabajar por controlar los bienes de consumo? ¿Por qué esta aspiración de tomar los medios de producción deja en manos de otro tipo de sindicalismo la ocupación de tierras? ¿Qué pasa con bienes como la vivienda y el alimento? ¿Estamos convencidos de que no es ese el terreno del sindicalismo? Creo que hay que dar obligada respuesta a estas cuestiones.

3. El sindicalismo social.

Antes de abordar este asunto, que puede ser malinterpretado, me gustaría aclarar algunas cosas. En primer lugar he leído que en algunas de las intervenciones del resto de compañeros se habla del sindicalismo social, considerándolo limitado y alejado de ofrecer una solución, como sinónimo de un sindicalismo imbricado con los movimientos sociales. Vaya por delante que no es esa mi concepción del sindicalismo social.

Por otra parte, el término puede levantar una lógica y natural animadversión si entendemos que hace referencia a lo que han sido algunos sindicatos durante años: grupos de lectura, cenáculos cerrados para debatir de ideología, clubes de amigos, peñas de convencidos. Este “sindicalismo”, ajeno totalmente a la realidad circundante, al barrio, a la calle, es precisamente lo contrario a lo que yo defiendo. Un sindicalismo que solo tiene nombre, siglas y banderas pero que vive de espaldas al sufrimiento de los obreros y de los que ha sido excluidos de esta denominación porque ni siquiera tienen acceso a un trabajo regular, no me interesa.

Señalo además que cuando hablo de sindicalismo revolucionario, no le estoy diciendo a ningún sindicato concreto lo que debe hacer. Es una iniciativa que creo debe y puede darse desde el sindicalismo y con ese formato, pero no sé si usando las estructuras existentes (que me parece lo más lógico) o creando otras nuevas. No es tampoco una férula teórica lanzada contra la actividad de los otros, pues en la propia FAGC ha surgido el debate sobre si debemos o no reconvertirnos en un Sindicato de Inquilinos.

Aclaro también que mi propuesta no es incompatible con el sindicalismo revolucionario plasmado en algunas de las intervenciones de este debate. Lo defendido por ejemplo por Lluís Rodríguez Algans creo que no es excluyente de lo expresado en este humilde texto. Entiéndase más como una ampliación de la práctica que como una refutación. No pretendo por tanto, pues sería ridículo y un oxímoron, que el sindicalismo no intervenga en el mundo laboral, que no trate de arrinconar a los sindicatos amarillos, que abandone las empresas, que no sea una herramienta inminentemente laboral; lo que digo es que con eso no basta. Pretendo que se entienda el carácter diferenciado del sindicalismo que se formula como revolucionario; que se comprenda que este ha crecido cuando ha interpretado que su dimensión era mucho más integral que la de un sindicalismo netamente empresarial y que se ha enraizado en los barrios y entre las clases populares cuando ha creado tejido social y redes solidarias; que se asuma que el crecimiento de determinados colectivos se debe a que existe una demanda en este campo que antes suplía el sindicalismo revolucionario, y que si este no ha manifestado ese considerable crecimiento es porque ya no ofrece nada en ese aspecto.

La primera objeción a este planteamiento se suele emitir con una sonrisa socarrona de superioridad mientras se afirma con rotunda seguridad que el terreno del sindicalismo ha sido, es y será siempre, sin salvedades, el terreno del trabajo. Tanta nostalgia del 36 y se desconocen los pormenores de cómo se fueron colocando los cimientos de esa revolución. Ante la estrechez y la cerrazón uso la historia para lo único que sirve: sacar lecciones y de paso plantársela en la cara a los que la sacralizan. En los textos libertarios se repiten mucho los logros de las grandes huelgas revolucionarias, pero parece ignorarse cómo se pudo crear el apoyo social que las sostenía.

En una época en la que la educación se limitaba entre la clase trabajadora a los primeros lustros de vida y en la que dicha educación estaba controlada por la Iglesia, los anarcosindicatos de la CNT ofrecían, con sus escuelas libres, clases nocturnas, bibliotecas y ateneos, otra forma muy distinta de acceder al conocimiento. La gente sin recursos enviaba a sus hijos a los sindicatos a formarse. El ocio y la cultura también se vehiculaban a través del sindicato. Las representaciones teatrales, el senderismo, las comidas comunes, etc., iban dirigidas a ofrecer esparcimiento y crear vínculos entre la militancia joven.

Hoy, aunque se hacen algunas cosas notables en estos campos, sería irreal no reconocer que el Estado se ha adueñado de la educación tal y como el capitalismo lo ha hecho del ocio. Sin embargo, la gente no sólo se acercaba al sindicato para estas cuestiones extralaborales concretas, lo hacía también para un tema tan apremiante como el de la vivienda. Los primeros Sindicatos de Inquilinos en el Estado español fueron promocionados, a veces en solitario y otras junto a la UGT, por la CNT e incluso hasta por la FAI. En los años 30, de Barcelona a Tenerife, hubieron sindicatos de vivienda, huelgas de alquileres, piquetes antidesahucio, realojos, ocupaciones, boicots (hoy los llamaríamos “escraches”) y reclamaciones que iban desde la bajada de los alquileres hasta la completa eliminación de los mismos6. La lucha por la vivienda no es un invento de la PAH ni del Movimiento Okupa, tanto en el Estado español, como en el argentino o el chileno, está íntimamente ligada desde su nacimiento con el anarcosindicalismo y las organizaciones obreras.

De la misma manera, era la CNT la que en plena II República promocionaba lo que Felipe Aláiz llamaba “la expropiación invisible”, que definía José Peirats como “invasión de fincas de mano muerta a pesar del espantajo de la Guardia Civil”7 y también la que impulsaba “revueltas del hambre” como la de la ciudad de Inca (Mallorca) de 1918-1919. La ocupación de tierras incultivas y la toma de suministros básicos de forma directa no es tampoco un invento del SAT, era algo común entre la filiación y militancia del anarcosindicalismo de la primera mitad del siglo.

Visto esto, ¿seguimos pensando que el sindicalismo revolucionario nunca actuó fuera de los margenes estrictamente laborales? Lo dicho nos demuestra que el crecimiento y la implantación de un sindicato como la CNT no sólo se debía a su potencia laboral, sino también a su amplitud de miras en lo social. Porque a su capacidad de presentar conflictos laborales y ganarlos, se sumaba su disposición a articular luchas relacionadas con otras necesidades obreras que no se encontraban necesariamente en la fábrica o el taller. Implicarse en luchas como la de la vivienda no es algo novedoso o que se me esté ocurriendo a mí ahora; es parte de la esencia misma del sindicalismo revolucionario desde sus orígenes. Realmente no importaría mucho que no fuera así, pero es importante destacarlo para informar a los que creen que el sindicalismo revolucionario nunca tocó más palos que los del trabajo convencional.

Por otra parte, el sindicalismo revolucionario hoy debe aceptar implicarse en luchas y reivindicaciones que vinculadas con lo laboral tienen un aspecto mucho más amplio en terrenos como el social y el cultural, como por ejemplo el feminismo. ¿Puede rehuir el sindicalismo revolucionario tomar partido en este campo simplemente porque la lucha contra el patriarcado no se dirime exclusivamente en el terreno laboral? Siguiendo con otro ejemplo, ¿puede hoy cualquier sindicato, amarillo o revolucionario, abstenerse de organizar sus propios sindicatos de estudiantes a pesar de que estos, por ahora, no sean estrictamente trabajadores? Si el sindicalismo no tiene más campo que el empresarial, ¿qué hace llamando a los estudiantes a unirse a sus filas antes de que se hayan convertido en asalariados? La CNT también promovió en el pasado la creación de cooperativas de trabajadores que, vinculadas fuertemente con el mundo del trabajo, no tenían como intención plantear y ganar conflictos, sino crear estructuraras solidarias fuertes y mejorar la vida de los trabajadores. Hoy se entiende esta idea cuando se propone desde dentro de los propios sindicatos la creación de cooperativas de consumo, ¿por qué no se ha podido hacer lo mismo con los Sindicatos de Inquilinos?

Plataformas como la PAH o sindicatos relacionados con partidos políticos como el SAT han adelantado al anarcosindicalismo por la izquierda, y lo han hecho en un terreno que era el suyo y usando sus mismas armas. Entiendo que no se quiera tocar un tema como el de la vivienda allí donde funcionan bien las plataformas locales. Pero donde no es así o no se tocan determinados temas como el del alquiler, ¿dónde está el problema? Si hay un prurito por no rivalizar con lo existente, la propia CNT nunca se hubiera fundado, pues en 1910 podía estar “invadiendo” el terreno de la UGT fundada en 1888. Lo importante en la lucha es la estrategia que se lleva a cabo y las repercusiones que esta tiene en la vida de la gente; no es una cuestión de primogenituras.

Lo que necesitamos, por tanto, es que el sindicalismo revolucionario entienda que su naturaleza es bastante más amplia que la de cualquier sindicato al uso, que la gente se puede acercar a él si ve que es mucho más que un sindicato. Y el terreno es fértil para ello. Muchas personas en el espectro de la vivienda no encuentran una herramienta a su alcance si su caso es de alquiler (hablamos siempre de alquileres de multirentistas, inmobiliarias, etc., y no del cansino mito del pequeño rentista de 99 años, con una quedara mal, que da mucha pena). Cuando se enfrentan a desalojos masivos por parte del Estado, fondos buitres, gestoras privadas de vivienda pública o incluso bancos, su arsenal es muy limitado, pues debemos tener en cuenta que por ahora nadie (salvo aquí en Canarias) ha planteado una huelga de alquileres. El asunto llama la atención si tenemos en cuenta que estas huelgas nos han resultado bastante fáciles de ganar y que tienen un coste cero, a diferencia de las laborales. La gente tiene planteado el conflicto habitacional porque dentro de poco no podrá pagar, porque ya adeuda varias mensualidades o porque directamente va a ser desahuciada por impago. En este caso el hecho del impago es algo consumado o a punto de consumarse, sólo falta darle a ese acto involuntario y fatalista un recubrimiento de acción consciente y de reivindicación política. En una huelga laboral el trabajador se expone a perder dinero por cada día de huelga. Si esto se suple con cajas de resistencia, lo más común es que la huelga se prolongue tanto como dure el dinero de la caja. Pierden dinero obrero y empresario, pero a veces se impone la proporcionalidad y es el primero el que más se resiente. En una huelga de alquileres sólo pierde dinero el casero. Si se consiguen demorar los plazos de una posible orden de lanzamiento, que la cuestión no vaya por la vía del desahucio exprés al tener que dirimirse irregularidades contractuales; si se consigue afinar una buena batería legal que torpedee el proceso, hay muchas posibilidades de victoria. Por no hablar de las medidas de presión directa, muy fáciles de aplicar porque se ataca al enemigo desde dentro. Por otra parte, no es lo mismo un desahucio aislado que vaciar uno o varios bloques, sea vivienda por vivienda (lo estipulado salvo en casos de ocupación) o de forma masiva, pues cada desahucio será un pulso contra la resolución judicial y el rentista. Es un campo donde se puede crear mucho tejido social y que hay que seguir explorando.

La mayoría de anarcosindicatos tienen una secretaría de Acción Social, pero en la práctica se entiende que la función principal de esta es denunciar los abusos cometidos en campos como el del medio ambiente, la migración o los derechos de la mujer. ¿Por qué no puede ser su labor, aparte de esa, crear desde ahí los Sindicatos de Inquilinos? Lo población migrante y las mujeres en riesgo de sufrir feminicidio a lo mejor no se acercan al sindicato por una elaborada campaña con charlas y cartelería contra la violencia machista o la xenofobia, pero sí lo hacen cuando se toca el tema de garantizar su techo y su pan, su refugio y su supervivencia. Si desde ese lugar se pueden plantear cooperativas, ¿porque no secciones sindicales de vivienda o sindicatos propiamente dichos?

Se ha planteado también en un texto como el de Martín Paradelo la paulatina toma de los medios de producción. ¿Por que no contemplar entonces la toma directa, sin plazos, de los bienes de consumo? De hecho bien podría ser lo segundo la antesala de lo primero. Autogestionar medios de producción o empresas delicadas como hospitales y demás, puede parecer en un primer momento, a pesar de ejemplos tan actuales como el de Grecia, una tarea compleja y ardua, pero hacerlo con el techo, tal y como se produce a diario a través de la ocupación, está al alcance de la mano. Desgraciadamente, lo que suele motivar esta expropiación es la pura desesperación, y aún en aquellos casos en los que está motivada por fines reivindicativos no consigue articularse con un discurso político revolucionario que no tienda tanto (o al menos solamente) a la regularización de la ocupación del inmueble como a la ocupación sistemática como forma de socialización masiva. Es ahí donde hay que incidir y dotarlo de una narrativa revolucionaria propia. Por otra parte hay medios de producción cuya ocupación es directa y no requiere de etapas intermedias de duración indefinida. Gran parte del suelo agrícola, al menos en Canarias, está abandonado. Ocuparlo, exigir el derecho a hacerlo productivo, alimentarse de él, crear cooperativas que distribuyan el alimento (incluido el excedente si lo hubiera), enrolar en la actividad a todos los trabajadores agrícolas y desempleados dispuestos que se hayan acercado al sindicato, y prepararse para resistir, supone una política revolucionaria sindical de hechos consumados. Cuando en el anarconsidicalismo se habla de cooperativas8 en realidad puede entenderse por algo así, la idea ya está en el aire, pero falta que las ponencias transciendan, que sean una práctica cotidiana al alcance de los afectados y que se entienda que estos van más allá de los arquetipos decimonónicos.

Y es que hay otro cariz en lo del sindicalismo social. Ya en tiempos de la Transición, Luis Andrés Edo hablaba de la necesidad de crear un “sindicalismo integral” que incluyera a los excluidos9. Visto cómo está el panorama económico-laboral, muchos trabajadores han perdido la condición de tales, pero no sólo a niveles de conciencia por la búsqueda compulsiva del estándar capitalista, sino a unos niveles mucho más prosaicos por encontrarse en una situación de constante precariedad. Hablamos de obreros que lo son, pero a los que nadie les da esta categoría y a los que casi ningún sindicato abre los brazos u ofrece una herramienta. Me refiero a los desempleados de larga duración, a los vendedores ambulantes, a los cuidadores, a los limpiadores por cuenta propia, a los chatarreros, a los amos de casa, a los obreros que viven de hacer chapuzas, a los presos y un largo etcétera. Me refiero a toda esa gente que en algunos barrios son mayoría, que no han cotizado en su vida, como no lo hicieron sus padres ni lo harán sus hijos; que no saben lo que es una nómina pero que sí saben lo que es trabajar, lo que es ser perseguidos, lo que es no obtener una justa retribución por su trabajo y a los que no llega una propaganda de obrerismo fabril. En muchos casos puede ser complicado plantear ciertos conflictos sin perjudicar al afectado y también hay que tener en cuenta el enfrentamiento con la negativa legal a que algunos de ellos se sindiquen, pero como ya han demostrado los pocos pero representativos sindicatos de esta naturaleza (sean autónomos como el Sindicato de Manteros10 en Catalunya o como el IWOC11 en EE.UU., que es una sección sindical de presos de la IWW que ha protagonizado las últimas huelgas carcelarias) puede ser una buena vía para visibilizar su situación precaria, denunciar a la administración pública e iniciar una hoja de ruta que puede buscar, dependiendo del caso y de la actividad profesional, desde la mejora de las condiciones laborales, la regularización o si se prefiere: reivindicar el derecho a vivir al margen de la legalidad sin ser perseguidos. Mucha de esa población activa que engrosa las listas del paro y que ya no recibe subsidio alguno sigue viva y comiendo (cuando puede), y sería ingenuo pensar que no es la economía sumergida la que garantiza su supervivencia. La legalidad siempre será un problema, pero precisamente por eso es necesario el sindicato, para dotar de cobertura a quienes entre la clase trabajadora se encuentran en la situación de mayor vulnerabilidad. Hay barriadas enteras que sobreviven con la economía en B, lugares donde ningún sindicato amarillo está interesado en hacer una campaña de captación. En esos sitios hay que arremangarse y ser conscientes de que la actual coyuntura nos aboca cada vez más a esta situación; o nos adaptamos, junto a nuestras herramientas, y empezamos a trabajar en ese campo, o acabaremos buscando defender los derechos de una clase obrera idealizada que ya no existe. Sí, debemos luchar por preservar los derechos laborales de los que aún los conservan, pero no nos olvidemos de los que ya los perdieron y especialmente de los que nunca llegaron a tenerlos.

Puede que después de lo leído alguien acabe coincidiendo, pero objete la falta de medios y conocimientos para dedicarse a eso y se agarre a ese refrán según el cual “quien mucho abarca poco aprieta”. Me parecería una pobre excusa. Eso es algo que de forma más bien intuitiva e improvisando, sin un chavo y siendo literalmente cuatro mataos, hemos podido hacer en Gran Canaria, sin casi estructura. Es la experiencia la que me ha enseñado que eso está al alcance de cualquiera. La formación en vivienda no es en absoluto más compleja que la laboral, y la necesidad de recursos es bastante menor. La negativa vuelve a demostrar que se ve el terreno de las necesidades básicas, el techo, la ocupación de tierras, la exclusión, como una dimensión distinta a la del trabajo, cuando en realidad la conexión no puede ser más estrecha.

Repito para finalizar que no se pretende con este texto plantear un sindicalismo sin trabajadores, pues la urgencia social no deja mucho tiempo para plantear estupideces. Interpretar este texto así equivale a tratar de reducirlo al absurdo para evitar tener que digerirlo. Lo que se pretende es que se entienda que las necesidades económicas de los trabajadores son múltiples y que cabe la posibilidad de incidir en las más urgentes como son techo, abrigo y comida ampliando el marco de actuación del sindicalismo revolucionario allí donde su actividad rigurosamente laboral no baste, no le permita crecer ni llegar a la gente o allí dónde no exista nada funcional en ese aspecto. Si el sindicalismo se pretende revolucionario debe serlo más que por el nombre, sin aferrarse a la creencia de que la mera actividad sindical al uso le permitirá llegar a controlar los medios de producción. Las victorias parciales dan experiencia y ejercitan el músculo subversivo preparándonos para el futuro, pero no suponen la revolución misma ni tampoco necesariamente su antesala. La propia Comunidad “La Esperanza” no es la revolución, es por ahora una victoria parcial (seguimos evitando que sea, si finalmente se produjera el desalojo, una derrota parcial), donde aprendemos mucho y nos ejercitamos, pero el acontecimiento prerrevolucionario es otra cosa. El sindicalismo si quiere ser revolucionario debe diferenciarse, aspirar a la integralidad de acción y abordar aquellos campos de transformación revolucionaria que estén a su alcance. Crear sindicatos de trabajadores en B y de inquilinos es parte de esta capacitación revolucionaria, pues son estas demandas, de vivienda, de comida, de autodefensa de los excluidos, las que llegan a una importante parte de la población a la que hoy se ignora; las que de resolverse con un trabajo certero pueden sentar las bases de un salto cuantitativo y cualitativo; y las que permiten acceder a un territorio actualmente muy poco explorado, por lo menos desde la práctica revolucionaria y sindicalista. Toca abrirse paso entre la maleza y avanzar fuera de la zona de confort.

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1 Que yo sepa por ahora han intervenido José Luis Carretero, Pepe Gutiérrez-Álvarez, Lluís Rodríguez Algans, Octavio Alberola y Martín Paradelo. Pongo este enlace del foro de Alasbarricadas.org porque creo que en él se recogen a su vez los enlaces de todas las intervenciones que han ido surgiendo: http://www.alasbarricadas.org/forums/viewtopic.php?f=20&t=61290. Aclaro, por cierto, que al menos cuando yo hablo de “sindicalismo revolucionario” no me refiero concretamente a la teoría de Georges Sorel o Pierre Monatte (que veían en el sindicalismo también la estructura que organizaría la sociedad posrevolucionaria). Lo hago de una forma mucho más general para referirme a aquel sindicalismo que no sólo busca objetivos a corto plazo, sino que tiene como finalidad subvertir revolucionariamente el estado de cosas existente.

2 Son datos extraídos de la EPA, el BOC y otros medios oficiales y también de los informes de ONG’s como Cáritas o Save The Childrens.

3 Me ha parecido interesante que Octavio Alberola, siendo el interviniente de más edad, sea también el que parece tener menos morriña cuando hay que evocar las glorias del pasado.

4 En El corto verano de la anarquía (1972) de Hans Magnus Enzensberger.

5 Paz, “Contra la democracia y el «liderismo natural»” (en Historia Libertaria), marzo-abril de 1979.

6 Precisamente es García Oliver el que en un carta a Abel Paz (22 de noviembre de 1972) le dice que el gran mitín organizado por la CNT ante el Palacio de Bellas Artes con motivo del 1º de Mayo de 1931 “no era de afirmación anarquista ni sindicalista, ni de protesta por los mártires de Chicago. Simplemente se trataba de un acto de afirmación, reclamando la anulación de los alquileres de los domicilios. En cuyo asunto trabajaban Arturo Parera, ‘Barberillo’ y Castillo desde antes de proclamarse la República”.

7 Peirats, Los anarquistas en la crisis política española, 1962.

8 Como en este caso: http://www.cnt.es/xcongreso/accion-sindical-vias-para-la-accion-social

9 Edo, “Syndicalisme Révolutiannaire” (en Anarcho Syndicalisme et Luttes Ouvrieres), 1985.

10 Menos conocido como Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes de Barcelona.

11 Aquí su web: https://iwoc.noblogs.org/