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Viñeta de Ramón Acín |
Artículo de Anne Mahé (en “Humanidad Libre”, Septiembre de 1927)
Oyóse en el aula un murmullo que anunciaba el corto intervalo entre dos clases, tan festejado por los niños, cuando no trae consigo algo muy fastidioso.
Banal y correcta, la maestra se dirigió tranquilamente hacia el pizarrón. Era la hora que en el programa correspondía a un ejercicio de composición. Escribió luego pausadamente, con elegante letra cursiva, el texto de la redacción, texto previsto y fatal, que suele repetirse periódicamente al comienzo de cada año: “Contad cómo habéis contado el día de año nuevo. Describid los regalos que habéis recibido y las impresiones sentidas”.
Después, siempre grave, con la satisfacción del deber cumplido, la maestra tomó lugar en su asiento, y confiando en la preparación de sus alumnos, se entregó a la lectura de una novela cualquiera.
Por lo demás, no había tampoco en ese mundo infantil ninguna veleidad de revuelta, ningún deseo de conversar, pues todos tenían la idea fija en contar maravillas, enumerar regalos recibidos, las piezas blancas, las tortas ricas y las copitas de licor que se permiten en ese día porque, a pesar de todo, es dulce y porque un poquito no puede hacerles mal. Ya me parece ver cómo en los cuadernos los autores exageran el relato de festejos espléndidos, veladas magníficas, muñecas altas con cabellos largos y enrulados, caballitos y cochecitos cargados de toda clase de dulces y frutas.
La maestra, en efecto, había hecho mal de elegir ese tema tan fácil. Por la noche habría tenido que leer los deberes excesivamente largos y no tendría tiempo de concluir la novela.
Sin embargo, Marta, después de haber escrito lentamente el texto del ejercicio, puso automáticamente el cabo de su lapicera en la boca y, vaga la mirada, soñó. Era una chiquilina de poca imaginación, pues tenía la ingenuidad de no ver la vida a través del cristal dorado de la ilusión. Con otras palabras, carecía de malicia, y francamente, no sabía qué escribir como desarrollo del tema propuesto.
¡Año nuevo! Un día como los otros días, al fin y al cabo. Peor aún, porque su padre había vuelto más ebrio que de costumbre, y, estando cerrada la escuela, Marta tenía que presenciar todo el día los abusos de su padre. ¿Visitas, felicitaciones, golosinas, juguetes? Nada. Y Marta miró un poco envidiosa las plumas que se deslizaban, ágiles y seguras, sobre el papel, con su ruido característico de ratoncitos que roen en el silencio de la noche.
De golpe la maestra alzó los ojos y habló con su voz a la que el hábito había dado ya un sonido áspero y autoritario:
—“Marta, ¿usted no trabaja?”
Todas las cabecitas, turbadas y animadas por el fuego de la inspiración, se volvieron hacia la culpable cuya cara ardía de vergüenza.
—“Trate de ponerse a trabajar enseguida”, concluyó dignamente la maestra, y sus ojos, atraídos invenciblemente por la novela, volvieron a ensimismarse en la lectura.
Una vez más el silencio envolvió el aula. Pero no del todo, sin embargo. La cabecita pícara de la vecina de Marta no se bajó sobre su cuaderno, y una voz finita y suave salió de su boca:
—¿No has escrito nada, Marta?
—No, —dijo simplemente la niña—. ¿Qué quieres que escriba? Año nuevo es para mí un día como todos los demás.
—¡Ah!, dijo Berta, pensativa. Luego arriesgó: “¿No has recibido ni siquiera una naranja? Mira, yo tuve un montón de juguetes, pero, sabes, mamita los pone todos en el ropero porque son demasiado lindos para jugar con ellos. Entonces, comprendes… Sólo hemos almorzado en lo de mi tía. Y ahí he comido tantos pasteles que por la noche caí enferma. A pesar de todo, no es nada lindo año nuevo. No me gusta nada ir a abrazar a todas las viejas del barrio y a mis tías y tíos, primos y primas”.
—¡Ah!, dijo Marta, y ese ¡ah! era todo ternura. Quiso expresar cortesía, más solo manifestó que Marta no tenía una opinión bien determinada sobre eso, no habiendo tenido jamás que visitar a tíos y no teniendo vestidos lo suficientemente lindos como para excitar la admiración de las señoras del barrio.
Sin embargo replicó con los ojos brillantes:
—“Cómo se puede comer tantos pasteles para caer luego enferma. Mira, en ese día ni queso tuve con mi pan”.
Berta abrió la boca para contestar, cerrándola enseguida porque no encontraba qué decir, y finalmente volvió con su cabecita pícara a proseguir en el cuaderno el relato de ese día tan encantador.
Marta hizo lo mismo. El reproche de la maestra le había causado mucho efecto, y, como buena alumna, sintió la necesidad de escribir algo.
Dije anteriormente que Marta era ingenua, de modo que sus pocas palabras fueron breves y disgustaron algo a la maestra, cuando ésta, por la noche, se dispuso a leer las redacciones infantiles.
Sin fraseología alguna, decía la niña:
“
He pasado muy mal el día de año nuevo. No tuve para comer más que un pedazo de pan, y mamita ni eso tuvo. No hemos tenido otra visita que la del panadero, quien quiso que se le diera dinero. Yo no desearía recibir tantos caramelos que nos los pudiera comer ni tantos juguetes que no pudiese jugar con ellos, pero quisiera, en cambio que tuviéramos la posibilidad de ser felices, no sólo en el día de año nuevo, sino todo el año.”
La maestra se evitó la molestia de leer en clase ese deber. Pensaba —como mucha gente piensa—, que el día de año nuevo debía ser un día hermoso, y que afearlo con un relato demasiado realista, no era correcto. Se conformó con decirle secamente a Marta:
—“Su deber no es interesante. No tiene usted imaginación para describir un argumento tan hermoso”.
Y todas las cabecitas, rubias y morenas, se dirigieron nuevamente hacia Marta, la que no tenía más imaginación que adornos y cintas en su vestido.
Anne Mahé