Exposición sobre los Derechos Humanos y el Derecho a la Protesta


Transcripción de la exposición realizada el 13 de diciembre por un compañero de la FAGC a los alumnos de la ULPGC en el marco de la mesa redonda que sobre “Derechos Humanos, Juventud y Derecho a la Protesta” celebraba El Ágora de los DD.HH. en la Facultad de Humanidades. 
Actualización: Y para quienes prefieran oírla o no puedan leerla:

 

 

Exposición sobre los Derechos Humanos y el Derecho a la Protesta

 

Hoy nos encontramos aquí para hablar de los Derechos Humanos y del Derecho a la Protesta. Porque lo de “juventud” lo tomo por un elogio.
No debemos dejarnos enajenar por palabras pomposas. La Declaración Universal de los Derechos Humanos no es más que una reacción de conciencia culpable de una civilización que pocos años antes había llevado a la especie ante el umbral de su propia extinción. Recordemos que este documento fue escrito en 1948.
El espíritu en el que está inspirada, intenta semejarse al de Thomas Paine cuando escribió sus Derechos del Hombre (1791). Documento en el que el acervo anarquista tiene mucho que decir. Hoy sabemos que Paine se inspiró en muchas de las ideas debatidas con William Godwin (el llamado padre filosófico del anarquismo) y que esta obra sólo se vería completada por la Vindicación de los Derechos de la Mujer(1792) de Mary Wollstonecraft (curiosamente compañera de Godwin).
Sin embargo, ni uno ni otro documento pudieron erradicar de su seno la contradicción y la paradoja. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se reconoce por ejemplo, en su artículo 17.1 que “toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente”, y esto no es sólo una contradicción en sí misma (la propiedad privada socaba el principio mismo de la propiedad colectiva sin intermediarios), sino que está en fragrante contradicción con el derecho a la igualdad, la libertad o la propia vida. ¿Qué igualdad hay entre propietarios y desposeídos? ¿Existe palabra más liberticida que la que indica “propiedad privada: prohibido el paso”? ¿Quién puede vivir sin hacer propios los medios para garantizar la propia vida?

Del mismo modo, todas estas declaraciones, como muchas otras a lo largo de la historia, reconocen el derecho inalienable del pueblo a desprenderse de la opresión y la tiranía; pero lo hacen haciendo al propio Estado garante de este derecho y responsable de evitar que se produzcan los motivos para que se den tales circunstancias. Es como poner al zorro a vigilar el gallinero.
El Derecho a la Protesta es por tanto interesante, porque supuestamente habilita a cuestionar la viabilidad o incluso la existencia de estos derechos, pero a su vez lo hace en un marco en el que suele aceptarse que será un derecho gestionado y regulado por el propio Estado (por su moral, por sus leyes, por el sistema económico imperante, etc.).
Los Anarquistas introducimos aquí un elemento verdaderamente interesante. Tal y como razonaba Stirner (El Único y su Propiedad, 1845), un derecho concedido, un derecho otorgado por un tercero, no es un derecho. Yo añado: o es una limosna o es un privilegio. El derecho, para serlo, ha de ser “auto otorgado”, “auto adquirido”, ha de ser tomado. Que el Estado, o las instituciones gubernamentales, reconozcan el Derecho a la Protesta, significa lo mismo que cuando los señores de la guerra reconocen el derecho a la paz: una falacia, de mal gusto.
El Estado responde a los problemas sociales, que el propio sistema económico genera, con medidas represivas, militares o policiales. El Estado Policial nunca ha estado tan presente –desde hace 40 años– como en nuestros días. La represión, a lo que se dice, se escribe o se hace, pocas veces ha sido tan férrea.
No obstante, volvemos a la paradoja. Es a ese mismo Estado al que pedimos que sea garante de nuestros derechos, al que solicitamos que nos proteja, al que recurrimos para que legalice nuestras manifestaciones, acepte nuestras recogidas de firmas o legitime nuestros estatutos. El sistema esclavista ha convertido al esclavo en apologista de su propia esclavitud.
Y hay que reconocer que el Sistema ha sabido cómo hacerlo: donde no llegua la porra y la bayoneta llega la corrupción. Imagínense el libro más subversivo del mundo y a un secretario preguntándole al presidente de turno qué hacer con tan inflamable libelo: “¿secuestramos la tirada?, ¿lo censuramos?, ¿lo prohibimos?”, le diría. Y el presidente le contestaría: “nada de eso: edita el libro a través de algún organismo público, que el Ministerio de Cultura lo difunda, concédele al escritor el Premio Cervantes, hazlo académico de la RAE y ponle una calle. Es así como ese libro dejará de ser peligroso”. Lo que el sistema no puede destruir por la fuerza lo destruye por absorción. Es así como se domestica el Derecho a la Protesta.
Aquí mismo tenemos un claro ejemplo de paradoja. Esta exposición se ha desarrollado evidentemente por otro causa, pero qué sería mejor para una institución pública, y regularmente castrante, como es la Universidad, que invitar a un anarquista a discursar en ella. Es paradójico que en una institución regida por un rector que manda a la policía a que cargue contra sus propios estudiantes se pueda hablar de “derechos humanos” y de “derecho a la protesta”. Es como si el cura te da permiso para blasfemar en la iglesia… Parece menos pecado.
Sin embargo, al sistema no siempre le hace falta hilar tan fino; suele tener entre los propios supuestos refractarios al sistema a los mejores garantes del mismo. Nunca el policía interno, que nos insertan en las escuelas, había estado tan a flor de piel. Nos movilizan a unos contra otros y convierten a los propios ciudadanos en fiscales de sus congéneres. Y esto se ve perfectamente entre los propios movimientos sociales. Puedes ser el pope del sindicato más rojo, el más folclórico representante de la izquierda ortodoxa, que como prime en ti tu conciencia masoquista de ciudadano, cargarás más contra el encapuchado civil que contra el encapuchado policial, que para más inri, va armado.
El derecho a la protesta debe construirse, por tanto, desde otro prisma. No somos ciudadanos, cuando esta es una condición que difícilmente pueda aplicarse a miles de inmigrantes a los que ni se les reconoce, y a millones de parias y excluidos que, con más o menos orgullo, escupimos sobre tal título, que no diferenciamos del de súbdito. Somos individuos, y como tal dirigimos nuestro auto concedido Derecho a la Protesta contra todo lo que nos oprime y explota o trata de desviar nuestra atención de dicha opresión y de dicha explotación. El Derecho a la Protesta debe ser salvaje –en su sentido etimológico– libre, silvestre, iconoclasta, herético por definición, dispuesto a sacar los colores de tirios y troyanos, a hacer eso que los franceses llamaban “epatar a los burgueses”. Es un derecho que se materializa cuando se comprende la frase de Edmund Burke (un individuo que precisamente se popularizó como adversario de Paine y su Declaración, pero que antes de ser un autoritario profesional tuvo su juvenil etapa libertaria) según la cual: “lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo es que los buenos no hagan nada”. Por tanto, un Derecho a la Protesta regulado por consideraciones de orden público, de utilidad política, de estrategia grupal, es un derecho mutilado y muerto.
Protestar contra la violencia policial es protestar contra una concomitancia. No hay policía sin violencia, como no hay cárcel ni crimen sin patología social. La protesta por tanto, para ser tal, sólo puede serlo si es integral, si condena al sistema en su totalidad, y no se conforma con señalar exclusivamente algunos de sus lunares.

 

 

El derecho a la protesta pasa por lo más difícil, raro y extravagante que hay en el mundo, pasa por exigirse, aunque no se sea, persona libre. Pasa –y con esta frase de Han Ryner concluyo– por saber “en una época religiosa, mostrarse impío; en un ambiente ortodoxo, manifestarse herético; en un periodo de civismo, reírse de la ciudad o maldecir los crímenes de la patria”. En definitiva, pasa por saber ser uno mismo cuando a todos conviene que seas otro.

 
 
Ruymán R.

 

 

 

 

14-N: Cronología de una jornada de Huelga


06:00-07:00 a.m.: Piquete para impedir el acceso de vehículos al Polígono Industrial de Melenara. Primera identificación del día. En media hora, la segunda. 

08:00 – 11:00 a.m.: Piquetes en Las Palmas. 1º Piquetes, de ida y vuelta, por la calle de Triana. 2º Piquete en Bankia (el “piquete” de CCOO aprende la diferencia entre hacer un piquete y hacer la estatua). 3º Piquete delante del Cabildo de Gran Canaria (a partir de aquí la policía nos rodea [al Bloque Anarquista] nos identifica a todos, amenaza con detener a uno de nosotros y desde entonces, en adelante, contamos con “escolta policial” [se sospecha que en el Bloque Anarquista haya algún miembro de la Casa Real infiltrado, si no, no se explican tantas “atenciones”]). 4º Piquete delante de la Cámara de Comercio. 5º Piquetes por distintos puntos de la ciudad de Las Palmas (siempre bien “acompañados” por la “madera”).
11:00 a.m – 13:00 p.m.: Manifestación matutina (se parte desde la convocada por los Estudiantes).


19:00 – 22:00 p.m.: Manifestación (desde La Plaza de España a la Plaza de la Feria). La manifestación más reivindicativa y multitudinaria que se recuerda en la isla. Varios escaparates de entidades bancarias resultan rotos. La policía no se atreve a cargar ante la combatividad de los manifestantes. En lo que respecta al Bloque Anarquista, consigue aglutinar a un gran número de personas (ver imágenes), y crea uno de los sectores de la manifestación más contestatarios y sugestivos (oír consignas). Como colofón, se ocupa la tarima copada por los sindicatos mayoritarios y alternativos y se “libera la palabra”. Tiempo después de concluida la manifestación dos compañeros de CNT son caprichosamente detenidos e injustamente acusados de haber ocasionado la rotura de al menos uno de los escaparates antes mencionados. El Montaje Policial crece. Nuestra lucha, después del 14-N, también. 
 
Manifestación (Bloque Anarquista).
 
Los manifestantes repelen los intentos de carga policial. 
 
Así se toma la palabra. Una muestra de manumisión, una muestra de que todo derecho otorgado es una concesión que envilece al que la recibe. Si es tu derecho: TÓMALO.

¡Aplastad la Infamia!

¡Aplastad la Infamia!

Importa al género humano que los fanáticos sean confundidos. ¡Oh hermanos! ¡Combatamos la infamia hasta el último suspiro!” (Voltaire).


Los anarquistas le han prendido fuego a las calles de Las Palmas y las han reducido a cenizas, y si ustedes, crédulos lectores, no se han dado cuenta de nada, es porque no son conscientes del ingente trabajo de reconstrucción iniciado por las autoridades locales en la madrugada del 15 de noviembre, gracias al cual se ha conseguido edificar una nueva ciudad en sólo una noche.
Cualquiera que viera o leyera la bazofia “periodística” (faltan comillas para rodear dicho término) que se ha publicado sobre los disturbios del 14-N en Las Palmas de G.C. podría llegar a la conclusión de que el primer párrafo es una palmaria realidad (ejemplos de periodismo ficción: si aguantan las arcadas, vean el vídeo de Antena 3 Canarias <!– @page { margin: 2cm } P { margin-bottom: 0.21cm; direction: ltr; color: #000000; widows: 2; orphans: 2 } o la edición en papel de La Provincia del día 15 o del Canarias 7del día 16). Ya saben el dicho de la ignorancia alfabetizada: “si está escrito es que es verdad, si sale en la tele es que está pasando”. Aún no hemos hecho nuestro el lema del escepticismo consciente e informado: “Si ha sido impreso y televisado, desconfía”.   

Sin embargo, que borren cualquier atisbo de sonrisa en su cara aquellos que crean que vamos a condenar los hechos o a escapar de la diana que nos han colocado encima para colocársela a otros. A diferencia de algunos, ésa no es nuestra forma de actuar. Nosotros no haremos más que un ejercicio de lógica.

 
Si los anarquistas en esta isla fuéramos tantos como los que se percibe en las imágenes, más que gastar todas nuestras fuerzas en romper escaparates de bancos, las invertiríamos en socializar fábricas, en que no quedara un tramo de tierra sin colectivizar, y haría ya tiempo que no se produciría ni un solo desahucio de forma satisfactoria en esta isla, que habríamos tomado al asalto el Gobierno de Canarias y que habríamos proclamado el Comunismo Libertario en Gran Canaria. Si esto todavía no ha pasado, es porque no somos tantos.

¿Quieren obviar toda simbología que no sea la nuestra? ¿Quieren olvidarse de que las banderas negras de los anarquistas (o a lo sumo rojinegras) representan la negación de todas las banderas y que por tanto nada tienen que ver con banderas nacionales? Háganlo y sáltense toda lógica, no tenemos la intención de señalar a otros para quitarnos el muerto de encima. No, desde luego, cuando nos parece el sumun de la hipocresía alarmarse y rasgarse las vestiduras por la rotura de unos cuantos escaparates. Hay gente que se escandaliza más porque se les rompan los cristales a los bancos, que porque los bancos se dediquen a romper la vida de la gente. Están en los mismos parámetros que pauta la insensibilidad sistematizada cuando hay un accidente laboral: si un pintor se cae de un andamio, todavía hay quienes en vez de rodear al caído rodean el bote de pintura y lamentan que se haya derramado. Llaman violencia a la que se ejerce contra elementos inertes, que ni sienten ni padecen, y se ahorran el término si tienen que hacer referencia a la que se ejerce contra las personas a través de desahucios, cribas sanitarias y hambre. Como decía el cántico que improvisamos desde el Bloque Anarquista, cuando vimos la hostilidad que se estaba generando contra quienes tiraban piedras contra los bancos: “Unos tiran piedras; pero otros tiran bombas”, y dejan a la gente sin más techo que las estrellas, y la apalean a porrazo limpio sin importarles que sean niños o ancianos, y la desaparecen en las comisarías, y la hacen trabajar 16 horas hasta la extenuación o mendigar trabajo hasta la desesperación. Pero eso, para la mentalidad bien pensante, no es violencia.

  
Teniendo en cuenta que los bancos son los principales responsables del holocausto financiero que estamos padeciendo, lo menos que puede hacer una población harta y desesperada es descargarse contra los edificios de dichas entidades y romper unos cuantos vidrios. Celebramos por tanto este acto catártico y puramente simbólico, y que de las censuras se encarguen los palanganeros del Sistema. Los mismos que, como venía a decirnos Stirner, llaman “derecho” a la fuerza, cuando está en manos del Estado, y “crimen” cuando está en manos de los hijos del hambre.

 

Contrariamente a lo que se cree, el único acto en el que los anarquistas participamos en masa fue la toma de la tribuna al final de la manifestación. Y, en honor a la verdad, si la mayoría de miembros de la FAGC estábamos en peso arriba, también habían otros participantes del Bloque Anarquista (de otras organizaciones y también autónomos), mucha otra gente de diversos colectivos y seguramente muchos individuos independientes de cualquier sigla. Aclaramos por tanto que si la FAGC tomó la iniciativa en esta acción, fueron otros muchos los que como nosotros querían romper el secuestro y el monopolio discursivo que la jerarquía sindical lleva décadas practicando y ejerciendo sobre las palabras. 
 

 

Que individuos politizados de toda laya, desde la izquierda estalinista a la derecha más reaccionaria, quieran criminalizarnos, pasarnos la “factura” del 14-N, que echen espumarajos por la boca nada más oír nuestro nombre, que canallescamente aplaudan y celebren que se haya detenido a dos compañeros (aprovechamos, una vez más, para repetir que dichos compañeros no participaron, de ningún modo, así como el resto de compañeros de la CNT, en ninguno de los actos “violentos” [el término más acertado sería “iconoclastas”] realizados en esa jornada), que afirmen habernos visto “reventando” un piquete (cuando en ese momento estábamos haciendo piquetes en el otro extremo de la isla), que nos denuncien públicamente, son cosas que no nos preocupan porque forman parte de la necesaria y prevista reacción de los palmeros del Sistema cuando creen que algo o alguien les está eclipsando, cuando creen que algo o alguien está atentado contra el status quo.
Por otra parte, que la prensa burguesa, vendida, mercenaria y pocilguera (es de justicia hacer una excepción aquí con Canarias Semanal, que es el único medio que no se ha arrojado a la “caza del anarquista”) se haya dedicado a desperdigar anarcofobia, mentiras y fabulaciones a diestro y siniestro, es algo que tampoco nos preocupa. Salvo el sector en descomposición de la burguesía satisfecha, tan dada a escandalizarse, ¿quién confía en esas falacias cuando no creen en ellas ni los propios plumillas que las escriben? La gente que frisa entre el hambre, el paro, la enfermedad inducida y la intemperie seguro que no se escandaliza por nada de lo que se diga en contra de esos “4 gatos” anarquistas que para ser tan pocos están jodiendo tanto. 

FAGC 

Historia de dos ciudades

El 25-S en Madrid y en Las Palmas de G.C.

Para acceder a una crónica pormenorizada acudir al excelente trabajo de lxs compañerxs de ALB:  Leer aquí





La mayoría de nosotros solemos auto convencernos (es lo más cómodo) de que las condiciones revolucionarias “se dan”; la realidad es que más que darse “se crean”. Y, cuando son realmente revolucionarias, no las crea ni una vanguardia, ni el gobierno, ni la necesidad (no exclusivamente); las crea el factor humano: la voluntad de los oprimidos. Empero, tal y como se crean se “descrean”. Cuando un grupo de gente está dispuesta a ir más allá, a dar pasos más firmes y más lejos, cuando empiezan a perderle el miedo a la policía y el respeto a las instituciones, siempre surgen los “bomberos” internos, dispuestos a elaborar manifiestos, a descafeinar convocatorias, a elaborar asambleas amañadas por el dirigismo o el gregarismo, a “pedir paz” en momentos en los que el sistema nos escupe guerra, a interponerse entre la policía y los manifestantes para defender a los primeros, a convertir en algo festivo lo que debería ser necesariamente una declaración de insurrección permanente colectiva.
 
Hemos visto en Madrid cómo los inquisidores policiales cargaban brutalmente contra la multitud. Como podemos ver en el video que enlazamos, no faltan los gilipollas (no me disculpo por el vocablo, lo considero harto generoso) del “estas son nuestras armas”, ni los que (como puede verse en el primer video a partir del minuto 1,26) se ponen delante de la policía… ¡para defender a la policía de un inexistente peligro! En sendos casos quienes esto hacen son agredidos por la espalda por aquellos mismos a los que defienden. Empero, hay que contrastar con gratificación que un número significativo de personas, cada vez más, se defendió de la devastadora actuación policial, les plantó cara, se enfrentó con estos cuando trataban de secuestrar a algunos de sus compañeros, y, sin más armas que delgados mástiles de banderas y algún objeto arrojadizo casual, se enfrentaron a ellos.
 

Mientras esto pasaba en Madrid, en Las Palmas se celebraba un Carnaval faltando aún cinco meses para Febrero. Si en Madrid no faltaban gilipollas aquí sobraban.
Los miembros de la FAGC llegamos, a título individual, cuando ya se había producido un acto vergonzante que sí pudieron presenciar algunos compañeros más tempraneros: mientras se producían las cargas en Madrid desde la “organización” del evento (convocado por una asamblea del 15-M) se llamaba a “conservar la calma”, a recordar que “somos pacíficos”, a “no hacer nada”, a permanecer insensibles ante el dolor ajeno. Los abrillantadores de cadenas profesionales, los mamporreros, los afectados vocacionales por el Síndrome de Estocolmo, los estómagos agradecidos, los que toman parte por los agresores en contra de las víctimas, siempre merodean por este tipo de eventos. Sin embargo, es un error atribuir su pusilanimidad al pacifismo (he visto pacifistas batirse el cobre para proteger los cuerpos caídos de sus compañeros). La violencia no les repugna. Si la policía carga, no se encaran con la policía como demostración de su aversión a la violencia. Si los manifestantes responden, entonces lo hacen contra los propios manifestantes. La violencia institucional es para ellos normativa, reglada, asumible. Lo que les enfurece y preocupa, hasta el punto de convertirse ellos mismos en verdaderos violentos, es la llamada “violencia de abajo”, la “violencia como reacción”, la “violencia” que no es más que autodefensa.
Vaya por delante que sé de buena tinta que muchos de los convocantes/organizadores son gente honesta y comprometida, gente excepcional, pero eso, desgraciadamente, no atempera en nada mi crítica con respecto al resto. Alcaldes autoproclamados dando discursos sobre lo pautado y lo que estaba por pautar. Escenas sacadas, gratuitamente, de Bienvenido Mr. Marshall. Vuelta a los mismos vicios: chalecos refractantes, a modo de galones, para marcar distancias entre asistentes y “organizadores”. Intervenciones teledirigidas en pos de los acuerdos previos. Insistencia enfermiza en focalizar el asunto en torno al 15-M, cuando la gente acudía allí por la convocatoria de lo que suponían un evento nuevo: el 25-S. Políticos profesionales tendiendo redes o cañas, o aspirantes buscando a los pies de qué poltrona poder acurrucarse. Total desentendimiento de la gente que allí asistía, de los individuos, hombre y mujeres, que tenían otras expectativas. En todo momento se trató de encarrillar el sentido de las intervenciones. Pero los pastores no pudieron contener mucho tiempo las pulsiones de unas cabras que cada vez ven más cerca el monte.
Mientras se debatía (más bien ratificaba, con términos desnaturalizados) la necesidad de una Asamblea Constituyente, algunas personas, en términos bastante autoritarios, o contemporizadores, hicieron alusión al tema de la “violencia”, causando cierto revuelo.  En ese momento uno de nuestros compañeros de la FAGC intervino y (después de establecer la diferencia entre una Asamblea Constituyente y la asamblea entendida como método de decisión popular ajeno al poder) podemos resumir el meollo de su breve alocución en estos términos: “Decís que sois pacifistas, pero hay una gran diferencia entre ser pacifista y ser manso. Y lo que yo veo aquí es un acto de mansedumbre colectiva. Mientras en Madrid hay 15 detenidos [en ese momento], aquí nos entretenemos en celebrar un carnaval y en discutir sobre el sexo de los ángeles, cuando deberíamos decirle a esta gentuza [señalando a la Delegación de Gobierno]  que son unos asesinos. Llevamos demasiados siglos de discursos. Nos sobran los discursos, porque lo que faltan son los actos, las acciones reales. Ningún sistema puede cambiarse con palabras”.  A esta intervención le sucedió el grito popular de “¡Disolución de los cuerpos represivos!”. La gente, no obstante, estaba descontenta desde mucho antes.
Personas de avanzada edad gritaban: “¡Sólo queréis meteros en el sistema, y no es posible cambiarlo desde dentro!”. Y cada vez más desengañadas empezaban a barajar la idea de irse. Sin embargo, esta intervención, y las que sucedieron, conectaron con ellos. Un compañero del 15-M, caracterizado, el año pasado, por su mesura, actitud comedida y conciliadora, y por su fervor religioso, acabó, después de glosar valientemente su difícil situación personal, por citar a Alberto Vásquez Montalbán: “Hasta que no se cuelguen a 50 políticos y 50 banqueros esto no se arregla”. Este cambio radical, presionado por las circunstancias, nos impactó o conmovió a casi todos.
La dinámica siguió así un rato más. Gente ajena al sucio juego del politiqueo extraparlamentario, no intoxicados por filias y fobias, ideológicamente vírgenes, de edades “respetables”, se nos acercaban y decían: “No somos anarquistas, pero tienen toda la razón en lo que han dicho. Esto no se cambia con palabras, hace falta actuar…”.
La conclusión es que el mensaje del sector más moderado del 15-M, netamente político, impermeable a cuestiones integralmente económicas y sociales, que conseguía cuajar con un importante número de la población el año pasado, ahora está obsoleto. Un mensaje dedicado exclusivamente a una clase media (como decía un profesor argentino refiriéndose a algunos protagonistas de los cacerolazos: damnificados pero no oprimidos) que sentía perder calidad de vida y poder adquisitivo, no puede tener ninguna relevancia ni actualidad ante un público que nos hablaba de que ya no tenían ni casas que dar para la patética “dación en pago”; de que les acuciaban importantes problemas médicos sin cobertura posible; de que eran perseguidos por su condición de “ilegales”; de que no tenían un plato de comida que poner en la mesa. Hablarle a esta gente de nuevas elecciones, reformas de la Constitución y cambiar la Ley Electoral es insultarles directamente a la cara.
La situación está más que madura para la lógica del discurso anarquista: libre acceso al consumo (comida y techo para todos), socialización de la tierra y demás medios de producción, autogestión directa de los asuntos económicos por parte de los trabajadores/consumidores y de los asuntos políticos por parte de los habitantes de cada comunidad humana.
Sin embargo, para que este mensaje llegue hay que estar inmerso en las luchas populares y estar dispuesto a mancharse con sus lágrimas, derrotas y combates. Esta “Historia de dos ciudades” ha demostrado, en definitiva, que tanto en los actos más combativos como en los de menor intensidad es necesaria la presencia del discurso anarquista. A nadie se le persuade desde el sofá, y difícilmente pueda hacerse “propaganda por el hecho” a golpe de teclado. No ya inhibirse (lo cual, aunque triste, es respetable), sino insistir en sabotear actos que sólo a la potencialidad del pueblo corresponde saber si se podrán sobrepasar, es una actitud suicida. Si lo pensamos bien la Revolución del 36 nunca se hubiera dado si los anarquistas lo hubiéramos interpretado como una simple “militarada”. El quietismo aísla; el boicot, a cualquier forma de movimiento, espanta.
Los actos sucedidos han demostrado que no es misión de los anarquistas ser el palo en la rueda de tal o cual convocatoria de indescifrables resultados; si hay que romper una rueda que sea provocando un descarrilamiento adecuado. Ya lo decía Simone Weil: “No me gusta la guerra. Pero en la guerra siempre me pareció que la situación más horrible era la de los que permanecían en la retaguardia”.  
Fdo.: Un observador harto de observar