Capítulo extraído del libro Setenta días en Rusia. Lo que yo vi (1924), escrito por Ángel Pestaña como delegado de la CNT enviado a la URSS para elaborar un informe que ayudara a la Confederación a ratificar o anular su adherencia provisional a la III Internacional.
Deseosos de saber cómo los bolcheviques habían resuelto los distintos problemas que la vida económica y social plantea al hombre, nos dedicamos a la ardua tarea de inquirir todo cuanto estuviese en relación con esos problemas, empezando por el de la vivienda. Acuciados por lo que en Europa y en nuestro propio país sucedía, quisimos saber cómo lo había resuelto la revolución.
Los informes oficiales que pudimos recoger, no eran lo suficientemente explícitos. Aunque hablaban de una distribución matemática y rigurosa de las viviendas, el pueblo, las personas a quienes habíamos insinuado nuestros propósitos, incluso a comunistas, dejaban entrever cierta animosidad contra las disposiciones oficiales.
Coincidían todos —informaciones oficiales y particulares— en que se había hecho una distribución equitativa y racional, a primera vista. Llevada la cuestión al análisis, se veía que mientras los informes oficiales arrojaban un resultado inmejorable, negábanlo los particulares, sosteniendo que la intervención oficial no había podido ser más desdichada. ¿Quién tenía razón? He aquí lo que más interesaba averiguar.
La distribución oficial, partía del principio matemático de no conceder más de una habitación por persona, excepto a los médicos y a otros varios técnicos necesitados de una habitación más, para despacho o gabinete de consulta. La rigidez de las disposiciones oficiales, no rezaba para quienes gozaran del favor oficial. La influencia podía más que todas las disposiciones gubernativas. Los informes particulares hablaban muy expresamente de las numerosas excepciones a favor de personajes influyentes o de altos empleados bolcheviques. Así, pues, el problema de la vivienda, ya preocupaba por aquel entonces a los habitantes de Moscú. Unido a los demás problemas, venía a hacer más angustiosa la situación del pueblo que había hecho la revolución.
Dos causas contribuían a esta agravación: el temor a las disposiciones oficiales, que muchas veces tenían el carácter de despojo o de venganza partidista, y la escasez, cada día mayor, de viviendas. Sobre todo la última era más alarmante.
Las casas habitables disminuían de día en día, derrumbándose muchas de ellas por no repararse los desperfectos que el tiempo y las condiciones climatológicas del país iban causando. Además, la concentración de los servicios gubernamentales en Moscú, hacía más pavoroso el problema.
Los alquileres eran reducidos, pero escasa ventaja se obtenía con ello, ya que lo esencial estribaba en poder encontrar una vivienda, lo que no era factible. Para la distribución de las habitaciones, lo mismo que para la distribución de los demás artículos, el Consejo de Comisarios del pueblo había creado una especie de Comisariado de la vivienda, en el que centralizaba todo cuanto al problema se refiere.
En cada calle o en cada grupo de calles, y, a veces para media calle o para un grupo de casas, había una comisión de vecinos.
Esta comisión estaba presidida siempre por un comunista probado, por un hombre de confianza del partido, al que se consideraba como empleado del Estado, percibiendo un sueldo como si trabajara en un taller.
Su misión era la de llevar una estadística de las viviendas que estuvieran a cargo de la comisión que presidía. Cuidaba de los traslados de habitación que realizaran los vecinos; establecía porteros o conserjes en cada casa, y, por último, indagaba quiénes, cómo y cuándo visitaban a cada vecino de los que habitaban en su demarcación. Era algo así como el Argos policial de cada casa, de cada domicilio particular. Podía, incluso, arrestar al visitante que le parecía sospechoso. También era de su incumbencia cobrar los alquileres y ordenar las reparaciones.
La antipatía con que cada vecino miraba al camarada presidente de la comisión de la casa en que vivía, rayaba en la odiosidad.
Esto había hecho el Gobierno. Veamos lo que hizo el pueblo.
A Kibalchiche y a un ex presidente de una Comisión de vecinos de Petrogrado, debemos los preciosos datos que damos a continuación.
La revolución de noviembre, que aceleró los acontecimientos iniciados en la de marzo, permitió, con el predominio absoluto de las clases populares, realizar la total y completa expropiación de las clases nobiliarias y capitalistas.
A la expulsión de los grandes terratenientes de sus predios, siguió la de los industriales de sus fábricas, y a la de éstos, la de los propietarios de inmuebles. Los trabajadores de los barrios obreros, los proletarios, que habían vivido hasta entonces en infectas zahurdas, cargaron con sus enseres y se alojaron en las mejores casas que hallaron disponibles.
Las injusticias y los atropellos, inevitables en tales casos, hicieron su aparición.
De algunas casas ricas, aunque no en muchos casos, se expulsó a sus moradores y se les puso en el arroyo, dejándolos sin albergue. Por regla general, se les obligó a que ocuparan un número limitado de habitaciones, instalándose las familias obreras en las restantes. Pero la distribución resultaba en muchos casos arbitraria.
Además, era necesario prever las consecuencias que origina un trastorno tan grande, y había que pensar en las reparaciones, en la luz, en el agua, etc., etc.
Pronto, con esa intuición profunda que tiene el pueblo y que sólo necesita el estímulo para manifestarse, se organizaron comisiones de vecinos que proveían a las necesidades de cada calle y de cada edificio.
Fijaron el precio del alquiler de cada habitación; levantaron estadísticas de los alojamientos disponibles; dispusieron y realizaron —cosa que después no se continuó— las reparaciones precisas; establecieron repartos más equitativos que los efectuados en el primer impulso y, por fin, ordenaron todo de la mejor manera posible, según los acuerdos y el parecer de la mayoría de los vecinos.
Las asambleas de estas comisiones eran frecuentes, y en ellas, se resolvían las cuestiones de la manera más sencilla y más armónica.
—La satisfacción era general— decía Kibalchiche y el ex presidente de la Comisión con quienes hablamos. Era muy raro, a pesar del hondo desconcierto que produjo el hecho revolucionario, el desacuerdo o los litigios entre vecinos.
Desinteresadamente, con un altruismo que no será nunca bastante alabado, resolvíanse las cuestiones, y todo marchaba perfectamente.
Mas la necesidad, que es casi siempre la madre de todas las innovaciones, hizo comprender que se estaba sólo a mitad de camino. Cada Comité de casas, o de calle, se dio cuenta de que el problema era más complejo, y de que se asfixiaba en su propia obra. La expansión se hacía imprescindible, si pena de perecer. Y surgió el acuerdo.
Los Comités de casas contiguas, o de calles adyacentes, se federaron entre sí disolviéronse unos, organizáronse otros; esto dio una mayor expansión a todos y aminoró las dificultades aparecidas al principio.
Pronto se llegó a la Federación de los Comités de toda la capital, y sin disposiciones oficiales, sin reales órdenes, ni ordenanzas municipales de ninguna clase, los vecinos de Petrogrado, por su propia iniciativa, tuvieron casi resuelto el problema de la vivienda.
Se fijaron los precios de los alquileres, que eran reducidísimos; se hicieron las reparaciones necesarias; se aconsejaron y realizaron permutas de habitaciones entre los obreros que tenían el domicilio muy alejado del lugar del trabajo y se distribuyeron las habitaciones con la más rigurosa equidad.
En todo este período, que duró cerca de año y medio, no se verificó ni un solo desahucio, ni se quedó sin albergue ninguna familia.
Pensando en el futuro, de cada alquiler se descontaba un tanto por ciento prudencial para proseguir las construcciones de nueva planta, y destinaban subvenciones para la conservación de edificios.
La higiene en las casas mejoró notablemente, y la limpieza era ejemplar. En cada casa, por turno riguroso, salvo caso de fuerza mayor, cada vecino venía obligado, semanalmente, a asegurar la limpieza de la escalera y atender las reclamaciones que se transmitían al Comité, para que éste resolviera o diera cuenta a la asamblea.
Todo el mundo podía entrar y salir libremente, recibir a quien le pareciera y recoger y dar alojamiento en sus habitaciones a las personas que fueran de su amistad o agrado.
Libertad; plena libertad de cada uno mientras no perjudicara a un tercero.
Por esto no convenía al Gobierno. La dictadura del proletariado, la centralización de todo, chocaban naturalmente con el espíritu de libertad de aquella institución creada por el pueblo.
Sin embargo, no convenía destruirla. La práctica demostraba su utilidad. Mejor que destruirla, convenía apoderarse de ella. Y lo consiguieron, aunque no sin esfuerzos y protestas. Se empezó por llevar a la presidencia de cada Comité o Comisión a un comunista. A los Comités o Comisiones adonde no se pudo lograr la presidencia para un adicto, se les intimó con la disolución a pretexto de manejos contrarrevolucionarios. Se limitó el número de Comités, y como golpe final, se asignó sueldo a los presidentes, se les equiparó a funcionarios del Estado y se les otorgó el derecho de penetrar en el domicilio de cualquier vecino y detener, como ya hemos dicho, a quien les pareciera sospechoso.
Los comunistas se avinieron muy bien a este papel policial; la disciplina del partido lo imponía. Los demás no lo aceptaron, y las dimisiones surgieron en masa, quedándoles el campo completamente libre.
—A partir de este momento— me afirmaban mis informadores— el Comité o Comisiones de Casas perdió su eficiencia y se convirtió en un rodaje más del pesado burocratismo comunista.
Los vecinos dejaron de interesarse por el problema de la vivienda; asomose el favoritismo y los bolcheviques, dueños de la situación, destruyeron lo más hermoso de la actividad colectiva: la iniciativa individual.
Nadie quería ser presidente del Comité por no enemistarse con sus vecinos, ni tener la responsabilidad del cargo. Les repugnaba también convertirse en parásitos. Repudiaron la misión que les confería autoridad de confidentes, de policías y de allanadores de moradas. Desde entonces, los Comités o Comisiones que tantos y tan señalados servicios habían prestado, que tantas injusticias y arbitrariedades evitaron, que tan equitativa y humanamente habían encauzado un problema tan gravísimo, como era el de la vivienda, dejaron de existir, para dar paso a una caricatura de Comisión que sólo la acompañó el desprecio más olímpico de los ciudadanos. Había muerto una de las más simpáticas instituciones que el ardor y la fiebre revolucionaria engendrara.
El mastodonte estatal acababa de aplastar, con su pata informe, el brote más prometedor de la espontaneidad del pueblo